Cambia tan poco el mundo… | Una crónica desde el corazón de la Ciudad de México

Crónica

Desde su ventana, fascinado, el cronista observa el vaivén de la gente en una calle del Centro Histórico, y piensa que vive en el mejor de los mundos posibles.

La Avenida Francisco I. Madero vista desde la Calle Monte de Piedad, Centro Histórico. (Fototeca MILENIO)
Jorge Pedro Uribe Llamas
Ciudad de México /

¿Será cierto que todo tiempo pasado fue mejor? Time present and time past / are both perhaps present in time future, / and time future contained in time past, aventura T.S. Eliot, capaz que haciendo eco del Eclesiastés. El pasado no existe, solía enunciar Guillermo Tovar: pasa que siempre hemos vivido en el presente. Lo que ha sido es, también lo que aún no. ¿Cómo explicar, entonces, esta fascinación nuestra por el pasado, inherente a no pocos cronistas?

Me asomo a la calle. Este es el Centro que me ha tocado vivir, el mejor de mis mundos posibles. Desde esta ventana queda claro que el pasado no se ha marchado en absoluto, ahí siguen los comerciantes de toda la vida en tozuda metempsicosis, a diario resonando sus pregones como de novela costumbrista, en sonsonete entrañable:

     —¡Memorias USB a diez pesos!

     —¡No se moje, lleve su impermeable!

     —¡Son naranjas, son naranjitas, son naranjas!

     —¡Grasa, la cortina, grasa!

     —Hombres modernos dándose la mano con sus pares del Cuaternario, como en la frase de Carpentier.

Miro hacia el flanco poniente de Chile, entre Cuba y Belisario, desde la tercera planta de un hermoso edificio neocolonial terminado por el arquitecto Salvador Vértiz Hornedo en 1941. ¿Terminado? Hace meses que retiemblan en sus muros fuertes mazazos. ¿Qué tanto rompen y a santo de qué? Remodelaciones superfluas, acaso, para atraer a más usuarios de Airbnb, por lo general extranjeros fascinados con el (precio de los alquileres y las propiedades, los servicios y la vida en general en el) Centro.

Entre el gentío destacan un par de limusinas Hummer color blanco reguetonero que se alquilan por miles de pesos la hora. Por fortuna no prosperan acá los antros, el narcomenudeo funciona mejor cuanto más cerca del Eje Central. Ya pocas fondas operan en estos linderos de la Lagunilla, por el derecho de piso que cobra La Unión, grupo que, como la familia Barrios, parte, reparte y se queda con la mejor parte en la zona, todo el mundo lo sabe, la alcaldía mejor que nadie. Qué le vamos a hacer. Aquí nos tocó. En un islote de zacate y polvo apisonado, con ombligos enterrados bien abajo de los gorriones —y halcones— que se confunden con el concreto. Centro de espórtulas y más frascos de perfume que patrullajes. Mariconeras y trajeados sin moto. Rubitos trácala, correas del mismo cuero. L’águila siendo animal, a final de cuentas.

De cuando en cuando refunfuñan abúlicas las campanas de Santo Domingo, iglesia señorial de la Ciudad de México. La alarma de un comercio no deja de ninfrar hace rato, ¿de qué sirve instalar una? A la distancia suena un bajo agresivo y cretino, desacompasado como el corazón de un enfermo.

Por el cubo del edificio fluye ese olor a gas, cocina y animal doméstico que Carlos Fuentes relaciona con los inmuebles mexicanos de la modernidad media en La región más transparente. Pero también a mariguana. En la calle, el tufo es a plátano frito.

¿Qué más? Microbuses con ronquera, de esos que Mancera prometió retirar hace cosa de un lustro, tiendas de vestidos para novias y quinceañeras (las banquetas enjabonadas al comienzo de cada jornada), la vendedora de periódicos con atuendo yoruba, y un árbol más o menos frondoso que lastimosamente no desprende aroma, como es habitual en el Centro, ya no hablemos de dar sombra. No alcanzo a divisar la mansión barroca que, dicen, perteneció al marquesado de San Miguel de Aguayo y en donde funciona la cantina La Dominica, en lento, pero franco proceso de aburguesamiento.

Pero a quién puede importarle nada de esto. Tal vez a algún lector en el futuro, esa ahoridad perpetua. Qué esbozará en su cabeza al leer. Nuestro tiempo —circular, lineal, insular, que lo decida él— no es mejor que el suyo y por lo mismo lo registramos.

Al mirar hacia fuera, en fragante disfraz de adamita, asombra la insistencia de tanta gente en habitar apretujada, tanto Esaú en tiendas de Jacob, el campo en la ciudad sin mudar de piel, tanto candor e idolatría y algo de fierro viejo que venda. Unamuno lo explica muy bien en su ensayo “La ciudad de Henoc” de 1933: el hombre de masa, de clase, apetece ser sometido. Civilizado, cautivo, en sociedad. La explotación del hombre por el hombre desde la agricultura, raíz de la cultura. En efecto, la ciudad es el cuadrilátero de la lucha de clases. Y foro de fiesta, saludable tregua ocasional; Juan José Saer se presenta más poético: las ciudades disimulan el cielo.

¿Se dedica el cronista, el periodista en general, a aducir tales relaciones de poder, o su labor consiste puramente en informar? En estos tiempos de piedefotismo normalizado, salir a investigar se ha vuelto lo raro, ya pocos lo creen necesario. Pero nada afina mejor la escritura que los pies y el oído, esto es, la discreción. ¿Qué tal explicar el mundo que nos rodea, de ser posible interpretarlo con pericia y belleza? Dejar de inventar un pasado nacional, esa vieja obsesión, y apartar la vista del Estado, aunque sea por un momento. Atreverse a servir a los demás. Opinar de preferencia no...

Cierro la ventana, el esmog ensucia los libros. Abajo en Chile siguen las transacciones, las prisas, los humores. La calima de la calle y el interior de mi estudio parecen reunirse en una sola claridad, cuánto adoro este ambiente único en el mundo. Me alejo, ucrónico y en silencio, para atender mensajes que no paran de llover. ¿Qué tanto quieren? Lo que todo el mundo: atención, que no siempre rima con compasión. Otra alarma se activa a la distancia, el viento por fin se pone a correr.

Ah, todo es presente. Cambia tan poco el mundo.

​AQ

LAS MÁS VISTAS