“La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. Entonces, ¿para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”.
Eduardo Galeano
“Por todas las compas marchando en Reforma / Por todas las morras peleando en Sonora / Por las comandantas luchando por Chiapas / Por todas las madres buscando en Tijuana / Cantamos sin miedo”.
Vivir Quintana
Cuando llegué a vivir a Reino Unido en 2013, mis amigas se extrañaban de mi constante voltear hacia atrás y caminar más rápido apenas anochecía (y anochecía a veces a las 3 pm). Lo que era natural para ellas -regresar solas a casa por la madrugada en llamativa ropa de fiesta- a mí me resultaba completamente antinatural, incluso en una pequeña ciudad universitaria tan pacífica como Cambridge. El silencio y la soledad de las estrechas calles empedradas, tenuemente iluminadas por unos cuantos faroles, aumentaba en mí la sensación de estar en un clásico escenario de novela criminal o de nota roja. Había una dislocación entre mi nueva realidad y la que había conocido desde que tuve edad para caminar por las calles de mi país. Yo venía de un país que se creía en estado de guerra contra las drogas, pero en realidad estaba atacando más que cárteles. Yo venía de un país en el que mataban mujeres que caminaban solas en la calle.
Caminar, desplazar un pie delante del otro por un espacio físico determinado, no es una acción cualquiera. Caminar es un signo de nuestra evolución como especies y del ejercicio del libre albedrío: hemos aprendido a sostener el cuerpo erguido sobre nuestros pies para movilizarnos cuando ya no nos apetece o no es conveniente seguir en el mismo lugar. Caminar, sin embargo, está condicionado por la capacidad motriz y sensorial de cada persona, pero también por las dimensiones del propio cuerpo y la identidad que dicho cuerpo exprese en determinado entorno social.
Caminar, lo saben bien quienes protestan en las calles a pesar de las posibles represiones, es también un acto político. Y en ese caminar también hay bastantes diferencias, como pude constatar en mi primera marcha feminista en Berlín el 8 de marzo pasado. En esta ciudad, que tiene el menor número de días de asueto al año en Alemania (sólo nueve), el Día Internacional de la Mujer es un día no laboral desde 2019; y en alemán tiene un título más combativo: Internationaler Frauen*Kampftag, es decir, el día internacional de las mujeres y su lucha. Así que no había pretexto para no marchar en alguna de las 17 opciones de protestas que los diversos grupos feministas organizaron para celebrar el día en distintos puntos de la ciudad. De hecho, la alcaldesa de Berlín Franziska Giffey (la primera mujer en tener este puesto por elección popular) dedicó el día a reunirse con mujeres que tienen oficios donde predominan trabajadores masculinos.
Un grupo de amigas, amigas de amigas y yo decidimos apoyar al contingente de latin@s en la marcha multicultural convocada por la Alianza de Feministas Internacionalistas y titulada We break your borders, we smash your fascism (Rompemos tus fronteras, aplastamos tu fascismo). Nuestro improvisado subcontingente estaba conformado por la editora chilena Joyce Conteras; Vanesa Miseres, especialista argentina en literatura femenina del siglo XIX; la antropóloga de las Américas Romy Köhler y yo. Podría decirse que pertenecíamos a una misma generación, “la de cuando no se podía decir ‘vagina’ en público”, como diría la chilena ya en el café Sisterhood, donde muchas de las participantes de la protesta entramos a descansar (y a chismear, obvio).
La cita era a las 3:00 p.m. en Leopoldplatz, la plaza central del distrito de Wedding, tradicionalmente habitado por trabajador@s inmigrant@s pobres y en actual proceso de gentrificación. A las 4 p.m. aún no marchábamos, no porque no fueran puntuales, sino porque los usos y costumbres de las protestas berlinesas eran otros: la prioridad no era caminar, tomar las calles, sino tomar la palabra. Por cada cuadra caminada junt@s, a paso lento bajo el sol invernal, había que detenerse más de quince minutos para escuchar algún discurso, que obviamente no siempre entendíamos. En esa torre de Babel móvil cada líder hablaba en su lengua materna.
Así las cosas, tuvimos bastante tiempo para observar los ingeniosos carteles, también multilingües, que parecían competir por el premio a la frase o gráfico más ingenioso. También nos adentramos en el siempre divertido análisis comparativo entre la cultura de las marchas: Joyce nos contó que en Chile había cantado con Las Tesis, Vanesa recordó el alegre ritmo de las batucadas argentinas, yo expresé que esta era la marcha con más espacio personal a la que había asistido y que al menos en esta no aventaban gas lacrimógeno; y R. agregó que sin duda esta marcha sonaba más aburrida que lo que le contábamos.
Lamentablemente no todo es diversión en una marcha que se ha reproducido en el mundo por más de un siglo: las ropas, los colores y los estilos de protesta habrán cambiado, pero se sigue exigiendo equidad, libertad y justicia como si fueran utopías por las que (aún) hay que caminar. “Same old shit, just a different century”, decía un cartel en la marcha, que a su vez me recordó al libro La marcha del #terremotofeminista. Historia ilustrada del patriarcado en México, de Laura Castellanos y Brenda Castro, donde se narran las aventuras de una joven mexicana que al asistir a su primera marcha feminista viaja en el tiempo para encontrarse con sus ancestras de lucha.
En mi columna pasada escribí sobre Virginia Woolf y su propuesta, a inicios del siglo XX que las mujeres debían tener suficiente dinero para lograr su independencia. Las marchas de este 8M demostraron que la idea de Woolf sigue siendo una utopía difícil de realizar: el enfoque común este año fue la lucha por la igualdad salarial.
Protesta contra la invasión rusa a Ucrania. (Foto: Liliana Chávez)
Caminar por el espacio público sin miedo también es una utopía que no tod@s alcanzan. El domingo pasado volví a encontrarme en medio de una marcha mientras caminaba por Alexanderplatz con la investigadora literaria Roberta Bassi. La plaza que hace 216 años fue renombrada para recibir al zar ruso Alexander I, ostentaba ahora pancartas contra otro autoritario ruso, con lemas como “Stoppt Putin” (detengan a Putin) y “Kriegs Verbrecher” (criminal de guerra). Quizá porque en esta ciudad de libres utopías los caminos se cruzan, la marcha a favor de la paz y contra la guerra en Ucrania fue el azaroso telón de fondo de mi reencuentro con el periodista Diego Enrique Osorno. Mientras conversábamos sobre la violencia de nuestro país y las utopías de nuestra generación de periodistas, y Roberta trataba de hacer conexiones entre las historias de la mafia italiana y las del narco mexicano, a través de la ventana del café veíamos pasar otra historia, o quizá sólo otro capítulo de una larga historia de utopías. Berlín se ha convertido en el espacio para que quienes creemos que un mundo mejor es posible podamos caminar junt@s, sin miedo.
AQ