Desde hace unos días, en el centro de la antesala del Salón General de la Biblioteca Nacional de España hay una vitrina que permanece a una temperatura de 21 grados centígrados y 45 por ciento de humedad. Dentro de sus cristales, sin ninguna iluminación especial, descansa un códice de 74 hojas de pergamino mal curtido, escritas alrededor del año 1200 en “español bárbaro” (los inicios de nuestra lengua actual), que constituyen el único poema épico castellano conservado casi en su totalidad. Narra los últimos años de vida de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, y por primera vez en toda su historia se expone al público.
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Por eso un enjambre de curiosos se inclina diariamente para observar con detenimiento el trazo de sus letras e intuir la textura del medio soporte del texto considerado el “acta fundacional de la literatura española”. Luego continúan su camino, ya sea a consultar libros y documentos o a ver el resto de la exposición, pomposamente titulada Dos españoles en la historia: el Cid y Ramón Menéndez Pidal. Uno ha de conformarse con ver así, “enjaulado”, tan importante documento porque, claro, no está permitido hojearlo. Así que no crean que se pierden de mucho. La historia de cómo llegó hasta aquí, en cambio, es más interesante.
Resulta que sus orígenes como cantar de gesta (la literatura oral del Medievo) datan de finales del siglo XII y principios del XIII, cuando el Cid histórico se convirtió en héroe de leyenda literaria, cuyos fragmentos uno lee durante sus años de educación básica. La primera copia la hizo un tal Per Abbat en 1207, pero desapareció. La que ha llegado hasta la Biblioteca Nacional, y se expone ahora, fue realizada en el siglo XIV. Esta copia pasó por archivos y conventos, como el de las clarisas, y por diferentes manos privadas hasta que en 1863 llegó a Pedro José Pidal, quien era historiador y ministro del entonces presidente de España, Ramón María Narváez. Desde entonces y durante décadas, pese a recibir numerosas ofertas de museos como el Británico y la Biblioteca de Washington, permaneció en posesión de la familia Pidal.
En 1913 el códice fue tasado en 250 mil pesetas y fue trasladado a una caja fuerte del Banco Madrid (ni antes ni en ese momento el gobierno español se interesó en comprarlo y custodiarlo). Con el inicio de la Guerra Civil, al igual que varios cuadros del Museo del Prado, fue trasladado a Ginebra y regresó a España hasta el final de la contienda. Fue en 1960 cuando la Fundación March se lo compró a la familia Pidal por 10 millones de pesetas y, pocos meses después, lo donó a la Biblioteca Nacional, que lo ha tenido bajo resguardo durante casi seis décadas en su cámara acorazada (algo que, sin embargo, no ha impedido que su estado de conservación sea más bien delicado, pues en varias de sus hojas hay manchas amenazantes de aspecto pardo).
La muestra, que no deben perderse si este verano pasan por Madrid, abunda en la vida de Ramón Menéndez Pidal (1869-1968), el mayor estudioso del poema épico, del que este año se cumple el 150 aniversario de su nacimiento, y su pasión por el Cantar del Mío Cid. Era tal la mimetización del filólogo con Rodrigo Díaz de Vivar que una noche, imbuido por cierta obsesión “quijotesca”, fue al despacho del famoso doctor Gregorio Marañón con una curiosa petición: juzgar, como médico, la reacción del Cid tras ver entrar a una persona contra la que ha luchado y contener el ánimo para no matarla. En otra ocasión dio un paseo junto a Federico García Lorca por los barrios gitanos de Granada en busca de romances populares. Y solo tres años después Lorca escribió el Romancero gitano, por lo que quizá esta experiencia pudo ser determinante para el poeta.
La parte más popular de esta exposición es la dedicada al reflejo del Cid en películas y obras de teatro. Se puede ver el cartel de la película de Anthony Mann protagonizada por Charlton Heston y Sophia Loren en 1961, que llegó a ser portada del New York Times, junto a una foto en la que sale el propio Menéndez Pidal asesorando a Heston mientras éste manipula un halcón. Al final, uno se topa con la enorme y típica estampa del Cid histórico, de quien se conserva su firma tras la conquista de Valencia en 1094 y, si hay tiempo y ganas, no está de más quedarse en la sala de lectura para leer algunos versos del Cantar del Mio Cid.
ÁSS