Carlo Rubbia: buscador de quimeras

Mis días con los Nobel

Junto con Simon van der Meer, obtuvo el premio Nobel de Física en 1984 por convertir el Súper Sincrortón de Protones (SPS) del CERN en un acelerador de partículas.

Carlo Rubbia, físico italiano. (CERN)
Carlos Chimal
Ciudad de México /

Aquella mañana de marzo me encontré con otra de las leyendas vivas de la ciencia contemporánea. Tuve la impresión de estar frente a un innovador compulsivo, alguien de quien obtuve por primera vez la idea de que todos estos amigos de la intimidad atómica compartían un sueño catedralicio.

Al igual que las catedrales góticas, sitios como SLAC (Stanford Linear Accelerator of California), Fermilab (Laboratorio Enrico Fermi), Dubna (en Rusia), DESY (en Hamburgo), KEK (en Japón) y el Centro Europeo de Investigaciones Nucleares (CERN, en Ginebra) pueden considerarse laboratorios extravagantes, construidos por centenares de idealistas/ materialistas extraviados en su propio ego.

En fecha reciente me había enterado del exabrupto de un notable astrofísico. El hombre, quien parece vivir en el siglo XIX, declaró que la física de partículas es una empresa menor, pues la llevan a cabo “muchas personas”. Dicho de otra manera, ¡no se trata de una investigación “única”, digna de las academias colegiadas del mundo! ¿Y la astrofísica sí? ¿O la genética? ¿Qué rama de la investigación científica y tecnológica puede atribuirse a una sola persona hoy en día? A fin de cerciorarme si el perdido era yo, cuestioné a Rubbia.

Abrió los ojos, sorprendido, luego dijo: “Es difícil encontrar sensatez en personas que han perdido el rumbo. ¡Pobre diablo!”

Carlo Rubbia siempre ha sido un gladiador, un volcán en erupción. A diferencia de los indolentes políticos e intelectuales, él se ocupó de la crisis ambiental desde hace décadas con un guijarro de paciencia y una roca de talento. Fue uno de los primeros en empujar por el uso de gas natural y la energía del sol. Debido a sus logros y aportaciones fue nombrado senador vitalicio de la República Italiana en 2003.

Sin embargo, al inicio de su trayectoria estuvo a punto de cometer el error de seguir el camino de la ingeniería. “Sin duda una magnífica profesión con la que habría sacado adelante a mi familia, sobre todo después de la Segunda Guerra”, aseguró, “pero donde la clase de inventiva que yo tenía en mente no era posible”.

¿A qué se refiere?, pregunté.

“A la construcción de ciudades quiméricas… sí, pues una parte de ellas es humana, otra es animal, una más es inerte”, respondió.

¿Ciudades utópicas como CERN, aunque algunos las desprecien?

“En efecto, porque lo humano no es buscar conocimiento a priori, sino satisfacer nuestra curiosidad. No salimos de la Tierra para saber qué hay allá afuera, sino por curiosos. A veces se cruzan, no siempre. Al menos el disparador de la creatividad es la curiosidad”.

¿Dónde dio inicio el camino de Rubbia hacia la tierra de las quimeras?

“En la Escuela Normal de Pisa”, replicó, “y por pura suerte”.

La institución solo aceptaba diez alumnos por año en Física y él había obtenido el onceavo lugar. Resignado, se fue a Milán a aprender ingeniería civil. Pero semanas más tarde recibió la notificación de que regresara a Pisa. Alguien había tenido problemas de alguna índole y había renunciado.

“Tomé su plaza y me divertí de lo lindo”, aseguró.

Pronto demostró de lo que estaba hecho, pues fue considerado el mejor de su generación, entre otras cosas, por haber terminado en tres años, incluido el doctorado.

Reparé en el clisé que muchas personas utilizan para tratar de convencernos de que se “divierten” haciendo su trabajo.

Asintió enfáticamente. “Otra confusión más”, comentó, “trivializar es una manera roma de mirar las cosas y pasarla sin mayor pena ni gloria; no, la única forma de descubrir algo resulta de comprender la diversidad que tienes frente a ti. El goce es estético, aliado de la curiosidad”.

Rubbia obtuvo el premio Nobel de Física en 1984, junto con Simon van der Meer, por convertir el Súper Sincrortón de Protones (SPS) del CERN en un acelerador de partículas, mediante el cual descubrieron las subpartículas atómicas W y Z, en un principio quiméricas hasta que los experimentos demostraron su existencia real.

“No se trataba de entidades monstruosas, como las quimeras de la Antigüedad clásica, sino de pequeñísimas piezas de un mosaico que nos causa admiración y provoca un sentimiento parecido al escuchar una pieza musical o contemplar un lienzo”.

No vomitan llamas; en cambio, se proponen ante nuestra imaginación como entes verdaderos, siéndolo una ínfima fracción de segundo, no siéndolo un instante después. Esa es la naturaleza de los bosones W y Z, mensajeros de la interacción débil.

Vale la pena recordar que toda la materia luminosa del universo se produce mediante cuatro interacciones (o fuerzas) fundamentales. Desde nuestra óptica cotidiana, la gravedad es la más evidente, pero es enigmática, pues no se conoce alguna partícula que la anime, es decir, un gravitón que interactúe con el resto de la materia.

Enseguida aparecen los fenómenos electromagnéticos, muchos de los cuales también son obvios a simple vista. En el rango atómico se producen la interacción nuclear fuerte y la interacción nuclear débil. Esta última interviene en ciertos procesos radiactivos, así como en el equilibrio energético del Sol. Es un millón de veces menor que la fuerte y actúa a una distancia inimaginable, a 10-16 cm. Se considera una clave para entender por qué el universo visible está hecho de materia y no de antimateria.

Otra de las quimeras que persiguió Rubbia durante años fue encontrar una alternativa “verde” a la generación de energía mediante la fisión nuclear. Luego de haber conseguido la transformación de los viejos aceleradores de CERN y haberse empeñado en la construcción del actual Gran Colisionador de Hadrones (LHC), Rubbia no se durmió en sus laureles y dedicó todo su empeño en encontrar una solución a los desechos radiactivos de las centrales nucleares.

Un par de veces lo visité en las instalaciones que montó temporalmente dentro de CERN. Sus colegas y estudiantes estaban muy entusiasmados, con quienes almorcé más de una vez. “Carlo es un portento”, me aseguró Stefano Buono, “algo bueno va a salir de todo esto”. Hoy en día Stefano es director ejecutivo de una empresa que desarrolla una patente para la Organización Europea de la Investigación Nuclear a fin de producir radioisótopos.

“La idea es simple”, explicó Rubbia, “se trata de un amplificador de energía que se sirve de un acelerador de partículas. Este artefacto generaría el número suficiente de neutrones para poner en marcha un reactor nuclear”.

En lugar del complicado uranio, cuyos residuos son sumamente contaminantes y persisten por siglos, este reactor utilizaría torio, pues los desperdicios son insignificantes. Según Rubbia, su prototipo estaría en posibilidades de producir directamente energía eléctrica y de descomponer los residuos nucleares de otras plantas convencionales.

Luego de varias mejoras al proyecto original, y gracias al desarrollo de nuevas tecnologías, el prototipo nuclear de Rubbia es factible, aunque aún resulta onerosa su construcción.

Termino de almorzar en el comedor central de CERN con los muchachos de Carlo. Mientras recapitulo sobre los encuentros con él viene a mi memoria la novela Atlas occidental, escrita por Daniele del Giudice, alumno destacado de Ítalo Calvino. En una carta, un personaje le escribe a otro: “A veces quiero reflexionar sobre el pasado para entender qué es lo que he hecho. Pero estoy muy ocupado con el presente (que no la `vida´, yo ya he vivido bastante); me ocupa una nota musical, tersa, en armonía con todas las otras y en absoluta simultaneidad con ellas: la simultaneidad total de la fantasía, del ver más allá de la forma”.

AQ

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