Parece mentira, pero hace diez años, el 19 de junio, velamos a Carlos Monsiváis en el patio del Museo de la Ciudad, donde amigos y fans lo despidieron. Buena falta nos ha hecho en este tiempo de cambios en el país. Carlos murió cuando estaba por terminar uno de los sexenios más sangrientos, no fue testigo de los siguientes seis años, los de mayor corrupción. Tampoco estuvo para dar la bienvenida al líder de izquierda con quien simpatizaba, de otro modo habríamos gozado, desde su pluma, la crónica de aquél día histórico en el zócalo de la ciudad.
Se fue, como dice Javier Aranda Luna, “un faro, un mirador privilegiado que nos permitía razonar cosas inmediatas de política, de cultura, en una plaza pública”. Javier formó parte de un grupo de amigos cercanos con los que Monsiváis compartía ciertos intereses. Tendió con ellos una red que, además de la amistad, le permitía estar informado. Elena Poniatowska recuerda que la llamaba por las mañanas, temprano, una práctica cotidiana que aplicaba con otros tantos. “Conmigo se enojaba porque me decía: ¿No has leído esto? ¿No sabes quién es el diputado Jaime Manzanares? Yo le respondía que no, y eso no le gustaba. Él leía como diez o doce periódicos todas las mañanas”.
Monsiváis no sólo estaba informado, a muy temprana edad comenzó a nutrirse de lecturas que fue acumulando a lo largo de la vida. “Fue un niño catedrático, es decir, uno de esos niños oblicuos y un poco tristones que lo saben todo”. Así lo refería José Antonio Alcaraz quien, junto con Monsiváis y José Emilio Pacheco, participaba en un programa de radio dirigido por el bachiller Álvaro Gálvez y Fuentes. El niño catedrático fue educado en una familia protestante que lo inició en el estudio de la Biblia. Ya en su juventud habría intentado la poesía, sin embargo, él mismo confiesa: “Afortunadamente tuve esa tentación muy joven y muy joven dije: No, esto no me fue dado. Hay talentos que me fueron negados, uno de ellos es el necesario para llegar a la Presidencia de la República y otro mayor, mucho mayor, el que se precisa para ser poeta”.
Vecino del barrio de San Simón, vivió siempre en la misma casa. “De hecho, en su autobiografía”, cuenta Fabrizio Mejía Madrid, “publicada en 1966, platica la llegada a la colonia Portales comparándola con el éxodo que sucede en la novela de John Steinbeck Las uvas de la ira, donde esta familia pobre empaca sus cosas en una carreta porque ya la tierra no produce y hay tornados de polvo”. En esta casa se gestó la obra de uno de los intelectuales más notables en la escena del México contemporáneo, una obra que abrevó de fuentes diversas. Así lo contó en una de las conversaciones que tuvimos:
“La lectura de la Biblia de Casiodoro de Reina, desde los seis años; una lectura exhaustiva de los anglosajones. Los liberales de la Reforma; Gutiérrez Nájera; la poesía memorizada de Altamirano o Zarco; Novo, que era una presencia modernista, un desafío moral y estilístico; Martín Luis Guzmán. Ahora ve uno La sombra del caudillo como un thriller de Dashiell Hammett. En aquel momento, leer El águila y la serpiente fue excepcional. Desde luego, Oscar Wilde que es una universidad en sí mismo. En 1955 empecé a leer, mucho más confuso que deslumbrado, Historia de la eternidad. Llegar a Borges fue una experiencia transformadora”.
Dos géneros distinguieron a Carlos Monsiváis, el ensayo y la crónica. “Él estaba legitimando culturalmente un género que dominaba”, apunta Fabrizio Mejía. “Su primera crónica, publicada en 1954, es una marcha que encabezan Diego Rivera y Frida Kahlo por la intervención de Estados Unidos contra Jacobo Árbenz en Guatemala. Fue la causa que juntó a tres amigos de la literatura mexicana: José Emilio Pacheco, Sergio Pitol y Carlos Monsiváis”. “Era un pensador fuera de serie que nos hacía ver cosas desde el punto de vista cultural”, apunta Javier Aranda, “y cuando hablo de cultura hablo de la intersección de cine, antropología, sociología, alta cultura y cultura popular. En alguna ocasión, Octavio Paz dijo que en México había muchos géneros literarios, los tradicionales: novela, cuento, ensayo, y el género Carlos Monsiváis, un género híbrido donde la crónica va a galope entre el ensayo, el cuento y el relato”.
Carlos Monsiváis destacó en el periodismo con una voz irónica y una pluma aguda. Desde ahí estableció un diálogo con diversos actores de la sociedad, sobre todo con políticos, en su columna Por mi madre bohemios. “Si algo te da ese trabajo es un entrenamiento para lo que llaman ahora análisis del lenguaje —decía—. Al leer, localizo de inmediato los puntos débiles. Ya se me volvió una segunda naturaleza o una segunda falta de naturalidad. Te entrena para ir al fondo de una sintaxis con mucha rapidez; para encontrar lo risible escondido en la grandilocuencia o en la pomposidad; para ver cómo la disminución en la sintaxis es también la desatención de lo que se supone están haciendo”.
El periodista Jenaro Villamil, quien lo acompañó en esta columna, asegura: “Por mi madre bohemios era la niña de sus ojos. Era no solamente una ironía en sí misma, sino en el nombre, referido al Brindis del bohemio, que él usó como título para burlarse de la cultura cursi o de la cursilería mexicana, pero también la utilizaba para hacer una disección del discurso autoritario, del discurso conservador, de la jerarquía eclesiástica, de las derechas mexicanas, también de las izquierdas, porque le alteraba la intolerancia de estos dos polos”.
Otra de las facetas de Monsiváis fue la de activista. En este terreno libró múltiples batallas. Fue a fines de la década de los 60 cuando comenzó a interesarle el tema de la diversidad sexual. Fue algo que siempre le preocupó, “como siempre se preocupó por la lucha feminista”, asegura Braulio Peralta, quien agrega que, como activista, Monsiváis “hacía un trabajo íntimo, personal. Él quiso que fuera privado, nunca salió del clóset, pero cuando sucedió la epidemia del VIH-Sida, en los años 80, el primero que salió a la calle fue él. Toda la vida trabajó en el movimiento y lo impulsó”.
“Así como coincidí con él en su causa de la homosexualidad y el Sida”, refiere la antropóloga Marta Lamas, “él coincidía con las causas del feminismo. Era un hombre convencido del feminismo y, al mismo tiempo, era misógino. En Debate Feminista le pedíamos a los autores que después de mandarnos su artículo nos enviaran su ficha en dos líneas y Carlos, escribió: ‘misógino feminista’. Sabía que las mujeres no éramos su hit, sin embargo, era un feminista convencido y comprometido”.
El clamor de masas, el poder que adquiere una sociedad que se une para tomar las calles, le provocaban a Carlos un furor ineluctable por participar, ser testigo, mirar. Alguna vez le pregunté sobre los momentos que habían marcado su crónica: “Como ninguno el 68”, me dijo, “porque no tenía ninguna experiencia previa a lo que es la emoción de masas que se extienden y conquistan una ciudad. Yo venía de minorías que clamaban en vano pidiendo ser escuchadas o en demanda de justicia. El 68 fue una primera explosión de mayorías. El segundo es lo que sigue al terremoto del 85. Es emocionante cuando sientes la solidaridad, cuando ves que ahí encarna, incluso dramáticamente, la misma necesidad de ayudar, cuando la generosidad se convierte en una exigencia mínima”.
Fue un hombre de intereses y pasiones inmensas, casi obsesivas. Entre estas, la literatura y el cine que, como él decía, fueron su educación sentimental. “El cine es una prolongación de la literatura. Pertenezco a una generación o a una forma cultural que vio el cine a través de la literatura. Lo que el cine me dio fue la manera de ir agregándole a lo que leía, la poesía de las imágenes tal cual”, Tenía, además, algo de actor, una veta que explotaba más allá de sus breves apariciones en películas como Los caifanes de Juan Ibáñez o En este pueblo no hay ladrones de Alberto Isaac. Así lo consigna Javier Aranda Luna: “Era un gusto secreto que se lo fomentaba el fotógrafo Héctor García. Le conseguía vestuarios. Le decía: Carlos tengo una sotana y una cosa que se ponen los curas en la cabeza, entonces Carlos llegaba, se ponía el atuendo y se sacaba fotos. También hay fotos maravillosas de Iván Restrepo y Carlos en el teatro Blanquita vestidos a la manera de Juan Tenorio. Tenía esa afición”.
Fabrizio Mejía reitera: “Se fue haciendo un personaje de los lentes de pasta, del suéter lleno de aguacate, del siempre despeinado, [...] sacó su credencial de la Anda porque se había sindicalizado para actuar en una obra de teatro. Tenía una parte escénica, él mismo usaba recursos de actor”.
“Era muy divertido estar con él”, dice Martha Lamas, “cantaba súper bien, se sabía mil canciones, unas canciones mexicanas divinas”. Rafael Barajas, El Fisgón, recuerda: “Podía improvisar canciones. En alguna ocasión, alguien nos estaba contando sobre Arsenio Farell Cubillas, cuando era Secretario del Trabajo y había reprimido a unos trabajadores, entonces Carlos se lanzó a cantar: ‘Farelito que alumbras apenas mi calle desierta, cuántas veces te he visto en la calle aplastar a la izquierda, sin negarles ninguna razón, ni un pedazo de argumentación’. Y se lanzó toda la canción”.
Elena Poniatowska también evoca uno de esos momentos: “Iba al Bellinghausen, donde se reunían unos que les decían ‘Los Divinos’: José Luis Martínez, Jaime García Terrés y Alí Chumacero. Carlos llevaba a una amiga que cantaba y él le ponía la letra a las canciones. Era en tiempos de López Mateos, entonces había una canción que decía: ‘Romero, dígale usted al presidente que aquí lo espera su lambiscón’; y otra: ‘Pasarán más de mil años mi curul’. Todo era burlarse”.
Multifacético, ubicuo, memorioso, “había en su radar una cantidad de cosas que siempre van a tener que ver con su reivindicación de la cultura popular como una cultura apreciable, reconocible, prestigiosa e importante”, dice Fabricio Mejía. Poniatowska agrega: “Podía almacenar y recordar todo lo que decía; fue un genio”. Para Aranda Luna, Monsiváis “tenía una gran memoria, así como un big data, como una memoria extendida que llevaba a todas partes”; mientras que El Fisgón lo dibuja como una cabeza fuera de serie, “nunca he conocido a una cabeza tan compleja y nunca conocí a un tipo tan inteligente como Carlos. Estoy convencido de que antes de que existiera el internet él ya lo tenía integrado”. Para Jenaro Villamil, Monsiváis “podía ser muy caótico en la parte personal, en la parte de su apariencia, en la parte, incluso, de sus compromisos sociales. Llegaba tarde, a veces se le olvidaban las citas, pero si algo tenía era un rigor de lecturas, de escritura, de memoria, y lo mismo lo aplicaba en el periodismo”. Y Braulio Peralta destaca: “Era un hombre que observaba y que miraba y atendía como tipógrafo, como editor, como conceptualizador de una forma de vida, de una forma de ser, de entender el mundo”.
En efecto, una forma de vida que Monsiváis moldeó bajo el lema: Vivir como te da tu gana. Así lo formulaba en una de la conversaciones más íntimas que tuvimos: “Vivir como te da tu gana es algo que se oye fácil y que suena casi a bravata de cantina, pero es muy difícil, porque implica, primero, educar tu gana, no hacer de tu gana lo que quieras. Vivir como te da tu gana no es ser cacique de pueblo ni presidente municipal de la frontera, es saber que tu gana es la forma más responsable y más creativa a tu disposición”.
Sin duda, en estos diez años nos ha hecho falta Monsi, quien de pronto se aparece en el imaginario de distintas maneras. “Probablemente andaría en su sana distancia, pero caminando las calles vacías para escribirnos la crónica que necesitamos para entender lo que está pasando con México y el resto del mundo”, dice Braulio. Mientras que Fabrizio imagina a “un Monsiváis tuitero, porque si algo se le daba espontáneamente eran los aforismos”.
ÁSS