Para todas las cosas hay sazón: una crónica rockera de Monsi

Carlos Monsiváis

En 1969, Carlos Monsiváis publicó Principados y potestades, su primer libro de crónicas, en una edición no comercial. Ofrecemos uno de los textos incluidos en este volumen que, publicado por la editorial Era, sale por primera vez al mercado.

Monsiváis tenía 31 años cuando publicó su primer libro de crónicas. (Fototeca MILENIO)
Carlos Monsiváis
Ciudad de México /

9 de marzo de 1969


Es domingo. A partir de las dos o tres de la tarde, una gama implacable de seres ordinarios y de seres extraños (para México) se dedica a gozar, a detentar, a tiranizar los asientos y los prados del Estadio Olímpico en el centro de lo que se llegó a conocer como Ciudad de los Deportes del Distrito Federal. Propósito manifiesto: atender un concierto pop con tres grupos: los Union Gap, los Byrds y los Hermanos Castro. El propósito profundo es —o puedes ser— manifestarse, producirse de modo multitudinario en un acto de unidad juvenil, de adhesión a un lenguaje generacional (párrafo traducible como “ganas de oír buen rock”). La invasión se desmenuza en diversos niveles notorios que confluyen , se advierten sin reconocerse, coinciden, se reconocen sin siquiera mirarse y terminan aceptando como único lazo de unión el espacio físico comúnmente sojuzgado. Varios de los distintos países que forman a México se han dado cita en el ecuménico propósito de oír rock.

De izquierda a derecha, rolaqueada, minoritaria, representativa del México de aquí a cinco años,  

LA ONDA

la que porta mayúscula para evidenciar su destino de tribu existencial. Son los hippies mexicanos, los bohemios, los outsiders, a quienes se conoce como Onda, o quienes desearían se les identificase con la Onda. la horma (o sea, la configuración facial, el modo en que uno arregla o dispone de su cara, el golpe de vista de acuerdo a los cánones de la Onda), la horma de estos chavos, rematada con melenas diversas, enmarcada por patillas de chinacos, suavizada por los lentes de aro, agraviada por bigotes marlon-zapatistas, enturbiada por barbas de detective privado, clausurada con parches de pirata; la horma de los onderos se ve continuada con un atavío ya casi convencional, típico: pantalones vaqueros, camisas oaxaqueñas de botones de concha, mocasines, huaraches de perspectivas infinitas para los dedos de los pies, camisas supuestamente sioux o cherokees, chaquetones de ex marino, chamarras de mezclilla, collares, vestigios del ejército norteamericano, cinturones mixtecos, cordones, sudaderas negras, trajes de cuero verde, de cuerno negro, chamarras y pantalones de pana deslustrada, camisas kiowa, botones de protesta.

La horma de la Onda es eficaz. Por lo menos, quiere variar el paisaje facial de México, contribuir a la promiscuidad de las apariencias. La horma es —¿y cómo si no, manito?— derivada; se inspira en las numerosas portadas de discos o fotos de revistas como Rolling Stone, donde The Who o Cream o los Doors o Grateful Dead o Mothers of Invention o los mismísimos Monkees se exponen al plagio o al robo de sus expresiones y atavíos. La Onda ha patentado el vicariato gráfico: los grupos de rock, desde la cumbre a sus portadas, se visten por nosotros, desafían a la sociedad decente en nuestro nombre, renuevan la moda en nuestra representación. En línea materna, la horna de la Onda desciende de los infinitos reportajes de revistas como Life; en línea paterna, de los viajes esporádicos a tierra de gabachos y de la morosa, infinita, hambrienta contemplación de las portadas del elepé.

La Onda hace chistes. Como toda subcultura, recurre a un humor especializado: uno quema o uno se azota; o la mora o la fresiza. Si uno no se aliviana y atiende de inmediato esa jerga dictatorial, corre el riesgo de hacer un iris, un irigote, una de esas gesticulaciones siniestras que empiezan en el respeto a Don Jacinto Benavente y concluyen en la recitación de Gabriela Mistral (nótese el fácil simbolismo, ajeno por supuesto a las filias y fobias de la Onda).


▪ ÉSELE GALÁN DELON ▪


Al lado de la Onda (que nomás ha acudido por los Byrds), viva, enconada, rugiente,

LA NAQUIZA

(se me informa que el término es “aféresis de totonacos”) sienten el peso de su nombre, la agresión del peyorativo inventado por un neoporfirismo ensoberbecido, que una servil clase media recogió y divulgó con agresiva docilidad. Naco, dentro de este lenguaje de discriminación a la mexicana, equivale a un proletario, lumpenproletario, pobre, el pelo grasiento, sudoroso, de copete alto, vestido a la moda de hace un año, vestido fuera de moda o simplemente cubierto con cruces al cuello o maos de doscientos pesos. Naco es los anteojos oscuros en la noche, el acento golpeado, el heredero del peladito, hacer hijos es hacer patria, los residuos del ahí va el golpe, la conversación hecha de puritita mass media: una caldera del diablo del D.F. donde intervienen goles y pleitos taurinos, el California Dancing Club y Acapulco en Semana Santa, los Polivoces, Gordolfo Gelatino y la madrecita mexicana; las Hermanitas Núñez y Reconciliación; el pelo a lo pachuco no a lo hippie; la plática en torno del “cachuchazo” (sexo) y el automóvil (utopía); el descontón a la malagueña; las canciones de los Beatles (voceadas sin letra posible), el nuevo estilo de paso africanado, los cómics de sepias, las playeras rojas y blancas, dejé mi corazón en el Necaxa, órale mi Paco Malgesto. Naco es el insulto que una clase dirige a otra, y que —historia de los años de fuego— los mismo ofendidos aceptan y utilizan como insulto, pudiendo perfectamente hacerlo como autoelogio, del mismo modo que los estudiantes alemanes se autocalifican como “cerdos” para recoger con virulencia la agresión burguesa.


Allí están 

LOS FRESAS

tomados de la mano de su noviecita santa, aferrados como alpinistas al cordón umbilical, con las facciones modeladas por las seguridades de una vida ya dictaminada desde la cuna hasta la extremaunción (lo cual no excluye a los ateos y otras denominaciones religiosas del riesgo de ser fresas). Los fresas, los square, no querían discrepar ni siquiera de la disidencia (razón por la cual algunos llegaron incluso a participar en manifestaciones estudiantiles); y en razón de ello, se aceptaran o no como fresas, pertenecían a colonias o a calles ( ¿cuáles serán, oh Vida, las diferencias entre un fresa-Narvarte y un fresa-Pedregal? ). Ellos pertenecían, tenían amigos, grupos, situaciones ambientales predispuestas en su favor, la ecología transada. Iban a oír a los Union Gap, de preferencia con la novia, porque “Young Girl” cantada (nada menos) que por Gary Puckett y vivida al lado (nada menos) que de Martita o Sofía, era la aproximación perfecta al ideal juvenil.

▪ Mens sana in lugar común ▪

Los fresas podían exagerar el atavío en domingo. Al fin y al cabo, el seudo hippie mexicano no es sino un fresa en fin de semana. O revisen las páginas de sociales para saber cómo se disfrazan en el Pedregal o en Polanco. Sin exagera mucho, todo en su límite por supuesto. Y la discretisima tarde (que disponía de esa rara precisión luminosa gracias a la cual ciertos momentos del Valle Aplacadito aspiran a la categoría de memorables), y la tarde prudente en el Estadio Olímpico se iba aclarando hasta lo último mientras las diferencias clasistas entre un boleto de diez y uno de veinte pesos desaparecían. Ya después la prensa señalaría a los organizadores, los Hermanos Castro, como responsables totales al no preparar debidamente las distinciones entre los lugares, al promover la música con un deficientísimo aparato de sonido, al no contar con vigilancia policíaca. Mientras esas quejas se justificaban, algo sucedía en el denso, concentrado Estadio Olímpico.

Principio de gran programa: los Hermanos Castro presentan como pieza inaugural a los Tijuana Five. Un grupo mexicano de rock, sin el afán publicitario de Javier Bátiz, sin la superdulzura azucarada de Johnny Dinamo y los Leos, sin absolutamente nada que no sea un excelente oído que los vuelve una regular máquina reproductora. “Parecen grabación sin mucho scratch” alguien comenta. O alguien debería comentar. Nadie los escucha. Nadie tampoco podría escucharlos. La gente pasea, exhibe su comprensión indumental del siglo XX y de la década del 60; en las tribunas se inician las porras, los gritos de “párense y siéntense”. El maestro de ceremonias inicia la primera de lo que será una larga cadena de exhortaciones: “Les suplico que den muestras de su civismo. Que se porten como jóvenes mexicanos bien educados.” El sol facilita la comprensión del lugar. ¿Por qué será el amarillo el color dominante? El abigarramiento propicia la unidad dentro de la unidad. (La diversidad es una metáfora que ignora la existencia de las camisas Zaga, las casas Milano, los cancioneros juveniles, las películas de rebeldes en motocicleta, Orfeón a gogo y otros centros ordenadores del gusto y la apariencia del joven mexicano típico, es decir, del jóven mexicano).

Y casi empuña la palabra Javier Castro y se declara uno de los cuatro responsables de lo que suceda y emite noticia clara respecto a la ausencia de la policía. “No están aquí porque no hemos confiado en ustedes”, confía y se le aplaude. Lo que podría designarse como oratoria olímpica edecanizada está en marcha. En el centro los trazos coreográficos del chantaje sentimental que llama al orden, que insiste en el egocentrismo, que implora la buena conducta. “Los ojos del mundo están puestos en nosotros. Los jóvenes mexicanos deben responder a lo que el extranjero espera de ellos.” Faltan las fanfarrias de Jiménez Mabarak y se llegará a la perfección. Una porra empieza a animar las tribunas. Son jóvenes como de Vocacionales (el instinto detectivesco se agudiza al percibir lo güelums y la proliferación de signos de victoria y la edad y el color de las chamarras de los porristas). Uno de ellos baila, hace simulacros de strip-tease, vacila, se divierte, se despoja y se ciñe su chaleco de cuero, anima, grita, vocifera, le comunica órdenes al vendedor de refrescos. Surge el comentario clasista: “La naquiza se divierte”.

▪ Tiempo de destruir y tiempo de edificar ▪

The Byrds, en 1970 | Foto: Wikimedia Commons


Y en la eternidad del minuto, Balzac redacta La Comedia Humana. El pasto ya ha conocido su 18 de Marzo y el sonido empeora y languidece y se extienden los sobornos a cuenta de la decencia mexicana y oscurece y de pronto, una de esas pausas larguísimas (que uno ha llenado con referencias al estilo neutro y azucarado de Union Gap) se ve deshecha, triturada por un largo alarido, una tenaz persecución, una concentración de todas las miradas y de un costado, como atravesando la isla de Patmos convertida en la última yarda, como sorprendidos en el gesto épico de quien huye de la prisión y ya en territorio libre se da cuenta de que debe volver porque falta un minuto para el final del partido y aún es posible aumentar el score, emergen los Byrds, los intérpretes de Dylan, los creadores de… Y a punto de recitar la sabiduría del Hit Parade y dictaminar sobre el folk-rock, uno advierte que los Byrds se la han jugado —son bravos estos chavos— y se han abierto paso hasta el imposible escenario, rodeado, secuestrado, marginado de la vida del Estadio por una minimultitud antropófaga ( ¿sería cierto que el prefijo “mini” existe para conferirle un suave estilo pop al rebajamiento de méritos entre seres y cosas? ). Y los Byrds inicia Turn, Turn, Turn y el Eclesiastés sonorizado por Pete Seeger intenta difundir todo lo que —sabiéndose acomodar— cabe en el tiempo y los aparatos reproductores continúan inmunes ante la solicitación bíblico-protestaria y uno se dispone al milagro.

▪ Tiempo de guardar y tiempo de arrojar ▪

Y el milagro no se reproduce. To ev’ry Thing (turn, turn, turn) There is a season (turn, turn, turn). Los Byrds vocean (uno supone) su mensaje, las palabras anteriores al Poder Negro, anteriores a la toma de la rectoría de Columbia, anteriores al combate con las fuerzas del Alcalde Daley en Chicago, anteriores ¿por qué no?, al Movimiento Estudiantil de México. And a time to ev’ry purpose under heaven. Y hay tiempo para enterarse de que el concierto pop nació muerto y de que (a pesar de la enorme calma que domina al Estadio y de la atención absorta que se divide entre quienes tocan y el caos humano que los rodea), hay un remanente de inseguridad que todo lo contraría hasta el límite de la extinción.

Y las sillas ruedan y la gente se esparce y las multitudes son iguales en todos lados y se inicia la batalla campal, el motín, el zafarrancho en pequeña escala, el acabóse. Visto desde la cima del Estadio, el espectáculo es a la vez formidable y convulsivo. Los de la Onda se fastidian y huyen, convencidos que su horma es un indicio aromático para los granaderos de Baskerville, cuya presencia se juzga inminente. Los fresas pretenden seguir oyendo, mientras protegen aprensivos a sus novias y a sus hermanas y al título que obtendrán dentro de pocos años.

▪ Tiempo de esparcir las piedras y tiempo de allegar las piedras ▪

Y se adueñan de la situación (la generalización es burda, pero no injusta) los nacos, que de pronto viven del modo más negativo posible el sustantivo clasista con ínfulas de calificación estética, que en un instante de “cotorreo” físico se vuelven el otro yo de la burguesía, los temores y temblores que inspiraron al fundador de los bancos, el monstruo de mil cabezas de la mitología contrarrevolucionaria que amenazaba a toda buena dama porfiriana oculta en el sótano de la hacienda. Y la pertenencia pasiva al país y sus instituciones se expresa a través del relajo violento y acre desatado contra nada. No es el odio revolucionario, tampoco un odio reaccionario. No hay odio a secas. Las vivencia últimas no pueden ser padecidas por quienes sólo tienen a mano el relajo con descontón. El lema se va organizando sobre la marcha: a la diversión por la destrucción y a la destrucción por la represión. Los reprimidos —en todos sentidos, del sexual al político— los humillados, los ofendidos, carecen de lenguaje articulado, carecen de propósito, son el retrato exacto del Sistema que en su afán de evitarse problemas ha pospuesto la creación de ciudadanos para el año 2000. Quienes arrojan objetos, destruyen sillas, deshacen aparatos, distribuyen puntapiés; quienes reparten su (alegre) ferocidad, su salvaje despreocupación por los destinatarios de su puntería, han sido educados en la represión que se llama a sí misma orden, y por consiguiente, carecen de posibilidades de entender el orden si no ven la necesidad física de hacerlo, esto es, si no se ven amedrentados por la policía. Esta minoría belicosa, que nunca alcanza siquiera el cinco por ciento del público total (y que el amarillismo periodístico transformará en Atila a las puertas del Forum, en los bárbaros que amenazan la existencia de nuestra aristocracia) ha vivido bajo la doma, bajo la sujeción que recomienda el fluir de pannels y julias. ¿Extraña entonces que se hallen desprovistos de aptitudes para quedarse en (o moverse de) su sitio?

▪ Tiempo de amar y tiempo de aborrecer ▪

Se sigue culpando a los organizadores del acto y se les responsabiliza de la explosión final. Seguramente así es un sentido estricto. En un sentido amplio, lo que sucedió el domingo 9 de marzo en el Estadio de Insurgentes, fue la incapacidad de una turba finalmente pequeña para detenerse, una vez abandonado su disfraz de público. Los Byrds continuaban tocando “Mr. Tambourine Man” y llovían las sillas y se erigían las sillas en escudos y todo mundo se protegía y los fresas huían y los de la Onda se habían alivianado lejecitos y los nacos, cara Lutecia, desclasados, sin conciencia organizativa, sin salidas, luchaban entre sí por el derecho de no ser aunque fuese un instante, una partícula de ese medio millón de jóvenes que busca inútilmente empleo cada año. Y los Byrds se fueron, no sin perder parte de su ropa y sus pasaportes, y llegaron Javier, Arturo, Gualterio y Jorge, y cantaron “Yo sin ti”, y “Goin’out of my head” y ya para qué. Ya para qué no es una canción, es la frase que resume ese maremagnum, ese afán incontrolable de aspirar al rencor que deshacía los objetos, calcinaba el respeto, asolaba el escenario, arremetía contra el sonido, arrojaban lo que cayera, buscaba darse en la madre. Sólo la mala fe periodística pudo haber dado como origen parcial del motín “la politización” del acto. Las fotos de jóvenes con la V indican la respuesta a los Byrds que así saludaban. Los devastadores no venían de ideología precisa alguna o de la lucha de clases. Venían del regateo de oportunidades, de la falta de metas, de la oscuridad que ha sido tantas veces la única atmósfera de esta antiguamente designada región más transparente.

Sobre 'Principados y potestades'

Monsiváis tenía treinta y un años cuando publicó Principados y potestades, su primer volumen de crónicas, en una edición fuera de comercio, hecha en 1969 por la Imprenta Madero como obsequio de fin de año para sus amigos. Los textos que reúne son, sin embargo, un muestrario de los que habrían de ser sus temas favoritos –cultura popular, shows y públicos sintomáticos, posturas morales acrobáticas, modas ideológicas, cambio de costumbres– y también un condensado de su estilo característico, su tono, su velocidad, su ironía.Con el diseño de Vicente Rojo y numerosas imágenes de los iconos de la época (Lennon, Cleaver, Morrison, Guevara), el breve volumen recoge la crónica del estreno de Hair en Acapulco (con fotografías de Héctor García), un concierto del entonces famoso cantante español Raphael, un malhadado concierto de The Byrds en el entonces Distrito Federal y el debut de The Doors en México, además de un Olimpo de los sesentas (“lista parcial aunque representativa”), un diccionario de la Onda (“exhaustivo si bien temporal”) y un homenaje al espíritu lúdico de una década (“del Camp a la Trivia”).

ÁSS

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