Algunos marxistas occidentales llamaron “socialismo realmente existente” a la experiencia soviética con el objeto de desligar la concreción histórica del comunismo de su formulación doctrinal, salvándola del naufragio de la Revolución de Octubre. Cornelius Castoriadis (La institución imaginaria de la sociedad) contradijo esta disyunción, recordando que Marx fue el primero en mostrar que la significación de la teoría no puede comprenderse al margen de la práctica histórica y social a la que da lugar. Esa misma tentación parece seducir hoy día a la inteligencia liberal sudando todavía la resaca populista.
La casa de la contradicción (Taurus, 2021) quiere salir de ese impasse e intentar explicar qué pasó con la democracia liberal o representativa malograda en la transición mexicana. Su autor, Jesús Silva-Herzog Márquez, hila un relato coherente a partir de múltiples viñetas esbozadas en sus columnas de opinión. El título es una suerte de acrónimo de la tesis del libro que apunta a replantear aquella democracia no como la vana búsqueda del consenso sino cual convivencia civilizada en la contradicción. Mientras Francis Fukuyama (Identidad), ese disminuido heraldo del “fin de la historia”, ve la tabla de salvación de un liberalismo atribulado en la incorporación de las identidades que se asumen excluidas y son el caldo de las “políticas del resentimiento” populistas, el politólogo mexicano encuentra la solución en la premisa populista del antagonismo, pero resignificándola como régimen de la contradicción dentro del código liberal de la pluralidad.
De pulcra escritura y claridad argumental, La casa de la contradicción posee el mérito inobjetable de buscar las falencias de la transición y encontrar en ellas algunas de las razones del colapso del sistema de partidos (fundamental en la democracia liberal) provocado por el aluvión obradorista. Para Silva-Herzog Márquez tres traiciones dañaron la democracia liberal: el historicismo que lo hizo profético (desatendiendo las advertencias de Popper formuladas en La miseria del historicismo), la arrogancia ciega del triunfador que se pensó imbatible (“el fin de la historia”) y el encogimiento intelectual. De esta manera, las falencias liberales no están para Silva-Herzog Márquez ni en la teoría ni tampoco en sus herramientas para confrontar los problemas que el capitalismo desregulado plantea, tampoco en su incapacidad genética para hacerse cargo de la “cuestión social”, sino en su actitud.
El encogimiento intelectual lo documenta el autor al presentar el vínculo del liberalismo con el neoliberalismo cual producto del secuestro del discurso liberal por una escuela económica que lo “subordinó a una doctrina fatua con humos de ciencia”. No obstante, la historia aporta un guión más complejo. El liberalismo económico encalló en la crisis de 1929-1932 y el político atónito con la toma del poder por parte de los fascismos. La respuesta al fracaso liberal fue la reunión en París en 1938 de sus eminencias intelectuales: líderes de la escuela económica austriaca (Ludwig von Mises, Friedrich von Hayeck), filósofos (Karl R. Popper), sociólogos (Raymond Aron), periodistas (Walter Lippmann) a fin de relanzar la doctrina frente las embestidas del comunismo (a la izquierda) y del fascismo (a la derecha). En el siguiente concilio liberal (Mont-Pèlerin) comenzó a flotar el término “neoliberal” para conceptualizar al liberalismo de segunda generación. Éste, rabiosamente anticomunista, ganó espacio en la academia y los medios de comunicación, probándose en el laboratorio latinoamericano de las dictaduras militares, hasta convertirse en el armazón intelectual de los gobiernos anglosajones y de allí irradiar hacia otras latitudes. La receta económica neoliberal también prescribía a la democracia liberal como forma óptima de administrar la política. Quiérase o no llegaron en el mismo vagón a los países del Este y al Tercer Mundo. Ese liberalismo asociado con la desregulación económica, y no únicamente el de los clásicos glosados por Silva-Herzog Márquez, conforman el liberalismo de la Guerra fría sometido al ajuste de cuentas populista.
De acuerdo con La casa de la contradicción la transición mexicana tuvo dos episodios fallidos, aunque hermanados por la pretensión de negar justamente la contradicción, que configuraron la frustración democrática que nos aqueja: la desfiguración, a cargo de las administraciones panistas y del peñismo (“de la mano del PAN, primero y del PRI después, un pánico conservador impregnó el aire de la democracia”), y la demolición, obra exclusiva de Andrés Manuel López Obrador (“lo que ha representado el lopezobradorismo es un ataque frontal a la arquitectura de la república: su demolición”). Aquéllos repartieron dinero y prebendas a fin de evitar el conflicto, y éste hace todo lo posible por cancelar la pluralidad y los contrapesos a un presidencialismo exacerbado. Ambos, sin embargo, eludieron la reforma democrática del Estado que habría ofrecido el andamiaje indispensable para sostener la democracia liberal, la única de la que se ocupa el volumen, pues del multicitado Castoriadis únicamente recupera de su concepto de autonomía la autodeterminación de la comunidad, mas no su expresión política con la práctica de la democracia directa.
Aunque el libro ofrece un escueto contexto para comprender por qué la democracia devino en plutocracia (utiliza el más suave “pluralismo oligárquico”), a qué se debió el crecimiento de la desigualdad, o por qué se optó por la guerra contra el crimen organizado, no anuda los puntos de intersección del capitalismo desregulado con la economía criminal, la expansión de la violencia en sus múltiples manifestaciones, la soberanía criminal con creciente presencia en el entramado electoral y la asignación de competencias al Ejército ajenas a su función (de seguridad pública, con Felipe Calderón; en todos los campos imaginables, con López Obrador). Si la democracia es contradicción, la guerra es su antítesis. Visto así, el inicio de la demolición de la democracia habría de fecharse antes, sin obliterar con ello la sólida contribución obradorista a su descarrilamiento.
La gran ausente de esta elegía democrática es la izquierda socialista. Ni su reclamo histórico por la igualdad y los derechos sociales, la oposición frontal al priiato, la lucha por la democracia sindical y política, la participación en el movimiento estudiantil que desnudó el régimen autoritario, el encarcelamiento de sus militantes por reclamar derechos elementales o la elaboración teórica de sus intelectuales (más allá de menciones aisladas a Carlos Monsiváis y Adolfo Gilly), merecen crédito, generosamente distribuido a toda la progenie liberal que brillaba con luz propia “en el páramo de la vida intelectual mexicana”. Si acaso, se cita el comentario despectivo de alguno de los patriarcas, a quienes no se incomoda elucidando la deriva neoliberal de su pensamiento ni la toma de postura en coyunturas cardinales para la democracia mexicana como la elección de 1988 o la rebelión neozapatista. Inopinadamente el monólogo liberal es la única voz audible en la casa de la contradicción.
Carlos Illades es profesor distinguido de la UAM y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Tiene en prensa Historia mínima. Comunismo y anticomunismo en el debate mexicano (El Colegio de México), en coautoría con Daniel Kent Carrasco.
AQ