A César Milstein le gustaba emprender largas caminatas a través de su querido pueblo británico de Cambridge. Algunas veces me permitió acompañarlo. Advertido de la condición cardiaca que había heredado de su madre decidió apegarse a una dieta estricta y hacer algún tipo de ejercicio físico. “Usted es de los míos”, le dije. “Vos sos de los míos”, replicó.
Me citaba en su laboratorio del Medical Research Council y caminábamos por la avenida Francis Crick hacia el noreste. Doblábamos en Robinson, en dirección de Long Road hasta alcanzar Taylor. Ahí girábamos a la derecha rumbo a Luard, a la izquierda en Hills, enseguida tomábamos Regent, luego Saint Andrew y nos deteníamos en Market Street, donde nos sentábamos frente al mercado instalado en la plaza. Habíamos completado poco más de cuatro kilómetros.
A pesar de sus múltiples ocupaciones, que lo mantenían estudiando el complejo campo de la inmunología con bases químicas, estuvo dispuesto a contarme su historia, salpicada de los momentos convulsos que sacudieron la nación argentina; también me habló de su exilio entre voluntario y forzado en Reino Unido, de su determinación política y su entusiasmo por las ideas científicas.
Su relato versa sobre la profunda revisión epistemológica de la biología, la cual provocó el lanzamiento en los años de 1960 de la genética molecular al primer plano de la bioquímica, cuando los inmunólogos consiguieron visualizar de manera azimutal las formas de vida microbiana y viral. Sin embargo, Milstein experimentó un proceso accidentado de conciencia política antes de dedicarse a la ciencia. Su padre, un soldado judío que había salido de Ucrania huyendo de la bota autoritaria, se afincó en Argentina, donde contrajo nupcias con una maestra de escuela, también proveniente de una familia de paisanos inmigrantes. Fue ella quien lo animó a no abandonar sus estudios universitarios, a pesar de su rabiosa convicción social en contra del gobierno de Juan Domingo Perón.
“Estudié ciencias químicas en la Universidad de Buenos Aires”, me dijo, “en cuyas aulas conocí a mi compañera de toda la vida, Celia Prilleltensky”. Luego de obtener un primer doctorado en bioquímica ganó una beca a fin de proseguir sus investigaciones tempranas en Cambridge. En el legendario laboratorio Henry Cavendish conoció a otra leyenda, Fred Sanger, quien ya había sido galardonado con su primer premio Nobel por idear un método para secuenciar proteínas y, de esa manera, esclarecer la secuencia de la insulina. “Fue él quien me indujo a indagar en el alucinante mundo de los anticuerpos monoclonales, esas extrañas moléculas cuya estructura acababa de ser descubierta por Gerald Edelman y Rodney Porter (1962), lo que les valió el Nobel una década más tarde. Un anticuerpo típico es una molécula en forma de Y, con un par de cadenas pesadas por un lado y un par de cadenas ligeras por el otro. Sin embargo, las bases de su insospechado polimorfismo permanecían inéditas.
Antes de eso, en 1961, Milstein retornó a Argentina para encargarse de la división de Biología Molecular en el Instituto Malbrán. Pero el golpe militar del año siguiente contra el gobierno de Arturo Frondiz resultó “intolerable”, me confesó, así que se vio obligado a hacer las maletas y mudarse en forma definitiva a este pueblo al norte de Londres.
¿Cómo llegó a dilucidar la base estructural del polimorfismo de los anticuerpos?, quise saber durante una de aquellas andanzas. “La diversidad en el sistema inmune es un proceso darwiniano”, aseveró, “la genética molecular es una ciencia compleja, de enorme utilidad tanto para comprender la evolución de las especies como para entender los mecanismos. Pero no solo eso, pone a prueba nuestra inventiva, pues es necesario diseñar las herramientas al vuelo durante la intensa aventura de desentrañar semejantes misterios”. Como un Philip Marlowe de nuestros días, me atreví a soltar el símil. Milstein rio de buena gana.
Y recordó: “En aquel entonces la polémica se centraba en saber si en las regiones Y de dichos anticuerpos había uno o múltiples genes. Cuando comencé a investigar en este campo me enteré de las dudas que se planteaban acerca de la naturaleza del anticuerpo: ¿Se trataba de una proteína o la proteína era una especie de portadora de alguna otra cosa? No se sabía si los anticuerpos formaban una familia o eran una sola proteína que cambia de forma, según el antígeno con el cual se combine. Hacia 1975, con la revolución introducida por la cristalografía, supimos que no estábamos frente a una proteína de mieloma, sino que realmente eran anticuerpos que podían ser inducidos”.
Los anticuerpos monoclonales, también conocidos como inmunoglobulinas, son glucoproteínas especializadas que forman parte del sistema inmune; los producen las células B, las cuales se caracterizan por reconocer y eliminar otras moléculas específicas, antígenos peligrosos para la vida humana y de otras especies. En la actualidad representan una herramienta esencial, muy útil en el diagnóstico y tratamiento de enfermedades infecciosas, inmunológicas y neoplásicas, así como para estudiar interacciones entre el organismo patógeno y el hospedero. Se emplean cuando se desea marcar, detectar y cuantificar diversas moléculas en el cuerpo.
Hoy en día existen más de 25 anticuerpos monoclonales aprobados para su uso humano. Así, es posible atacar enfermedades como el botulismo, la difteria, la enfermedad de Kawasaki, hepatitis B, rabia, tétanos, varicela zóster, al igual que diversos tipos de cáncer, entre otros males. Su trascendencia en la medicina es enorme, incluso hoy se producen para defender de SARS-CoV-2 a pacientes que sufren covid-19 no muy fuerte ni prolongado. Sin duda, se trata de una de las áreas de mayor crecimiento en las industrias biotecnológica y farmacéutica.
“Sentí que la química proteica no era suficiente, había que ir más allá de la secuenciación de proteínas de mieloma si queríamos llegar a entender el mecanismo subyacente a la diversidad funcional de los anticuerpos”, afirmó Milstein dando pasos firmes por la calle apacible. “Tuvimos que aventurarnos; era imperante descubrir el péptido que actúa como señal, como bandera de las proteínas secretadas en las cadenas ligeras. Además, junto con Sidney Brener, a quien también usted conoce como 'la chispa neozelandesa', al igual que con el gran Fred Sanger, astuto como ninguno, nos atrevimos a ofrecer hipótesis acerca del papel que desempeñaba la polimerasa de baja fidelidad en la generación de dicha diversidad en los anticuerpos”.
Milstein encontró que las cadenas ligeras tenían una parte química constante y otra variable. ¿Cómo podía explicarse esto?, ¿cómo era posible que millones de estructuras incluyeran una secuencia invariable de aminoácidos codificados para uno o más genes, si uno de los dogmas establecidos en la biología molecular era que cada proteína o polipéptido codificaba para un solo gene? Entonces William Dreyer y C.J. Bennett sacudieron a la comunidad de inmunólogos al proponer que dos genes codifican un polipéptido. “Esta fue una conclusión inevitable”, siguió Milstein, “al quedar demostrado que tres genes codifican para la parte variable de las cadenas ligeras de los seres humanos, cualquiera de ellas capaz de enlazarse con la parte constante, producto de un solo gene”.
“Algunos miembros de mi laboratorio se dedicaron a aprender y refinar técnicas, lo cual nos llevó crear el primer híbrido entre un mieloma y una célula productora de anticuerpos. Tal híbrido produjo un anticuerpo en particular de manera indefinida. Esta fue la primera forma de generar anticuerpos monoclonales. Pronto nos dimos cuenta de que sus consecuencias prácticas eran enormes. Sugería que podíamos fabricar anticuerpos para identificar antígenos de diferenciación en células humanas. Por selección del antígeno fuimos mejorando la estructura, un proceso genuinamente darwiniano. Consistió en introducir un pequeño cambio mediante mutación, que no se apartara de la realidad, esto es, que siguiera la selección determinada por el medio ambiente. Tampoco dejaría de ser heredado debido a que la célula mantuvo su propia estructura”, concluyó Milstein.
Por haber descubierto la naturaleza existencial de los anticuerpos monoclonales y su producción en laboratorio mediante esa técnica, conocida como hibridoma, obtuvo el Premio Nobel en Medicina o Fisiología en 1984, junto con su alumno Georges J. F. Köhler. Ese mismo año lo compartieron con Niels Kaj Jerne, pues el inmunólogo danés también prendió fueguitos al consolidar las ideas de Frank Macfarlane Burnet sobre una teoría de la ancestral inmunidad basada en la selección clonal. La técnica ideada por Milstein y Köhler, más las contribuciones de aquellos que aportaron todo su ingenio y talento en el manejo de instrumentos y procedimientos, nunca se patentó, permitiendo así que la comunidad científica pudiera servirse de ella libremente, potenciando el conocimiento en beneficio de la humanidad. En 2010 la cineasta Ana Fraile, sobrina-nieta de Milstein, realizó un documental biográfico intitulado Un fueguito: la historia de César Milstein, en sus palabras, “un homenaje a un hombre que encendió millares de fueguitos a lo largo de su vida”.
AQ