Cien años sin Anatole France

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¿Cómo es que este ganador del Premio Nobel se convirtió en un escritor afamado y a la vez olvidado, desaparecido y descatalogado?

Anatole France, 1844-1924. (Archivo)
Julio Hubard
Ciudad de México /

Joris Karl Huysmans, en su novela Là-bas (en español está como Allá lejos), relata una historia sombría: una batalla satánica, cuyo centro es París, pero tiene consecuencias “en los Dos Mundos, porque el diabolismo se ha hecho administrativo, centralizador…”

Esta idea del mal implica una evolución que Huysmans hace ver con el paso de Gilles de Rais y sus rituales horrendos hasta formas sutiles de especulación “científica”. Un paso de lo satánico a lo diabólico; del crimen y las misas negras al control político y económico del mundo. Es interesante la adjetivación: “científico” era, por ejemplo, especular con microbios: “el espacio está poblado de microbios; ¿es más sorprendente que esté lleno de espíritus y de larvas?” Y una consideración: larva, en el latín de donde lo tomó el español, significaba maligno, horrible, espíritu, espectro, lascivo. Los íncubos, súcubos, los demonios de la posesión y los que esparcen enfermedades son larvas. No son animalitos en fase previa a su transformación, como lo entendemos hoy. Eran demonios terribles. Y el mundo está en disputa entre facciones de brujos y magos y teósofos y gente rara.

No es sorprendente que el paso del siglo XIX al XX haya sido al mismo tiempo la era cientificista, positivista y la de los más estrambóticos espiritualismos. Y de eso no nos hemos curado: hoy, por ejemplo, abundan charlatanes entre curaciones e inmortalidades que llaman “cuánticas”. Sorprendente, en todo caso, la maestría con que Huysmans puede sumergir a su lector de hoy en un terror antiguo —o contemporáneo, si uno se deja embrujar con Eyes Wide Shut (la película de Kubrik), y aquellas escenas de claroscuros, negros, rojos y blancos y cuerpos desnudos, pero, sobre todo, con la composición de Jocelyn Pook, “Backward Priests”. La seducción del mal.

Del lúgubre diabolismo, de los redivivos gnosticismos, de Eliphas Levi, Mme. Blavatsky, o los Re-Teúrgos Optimates, se sale no por la teología ni la ciencia sino por la risa y la ironía. O sea, por agencia de La rebelión de los ángeles, de Anatole France.

Quién sabe cómo, France se convirtió en un olvidado, muy famoso, pero desaparecido de catálogos y librerías. En su momento fue el más exitoso: miembro de la Academia Francesa, uno de los más escuchados defensores de Dreyfus, recipiendario de la Legión de Honor (devolvió su medalla cuando despojaron a Zola de la suya), premio Nobel de 1921 y, al año siguiente, toda su obra puesta en el Index.

France era un socialista descolocado y desencantado, que amaba la historia y no sabía dejar de escribirla y retocarla, ya como caricatura (La isla de los pingüinos es una versión burlesca y genial de la historia de Francia), ya como precisión ante los excesos de fervor: Los dioses tienen sed es el descarnamiento, desde adentro, del prestigio de la Revolución Francesa. Conocía demasiado bien la historia de la Revolución como para desearla. Es un socialista que no lograba convencerse. Y era demasiado inteligente para incurrir en lamentos. Y decidió tomar “el cielo por asalto”, como dijo originalmente Marx en una carta y la ocurrencia se volvió ubicua y recurrente, hasta Daniel Cohn Bendit y las revueltas de 1968. Hay de hecho dos novelas en español con casi el mismo título, una de Agustín Ramos y la otra de Antonio Liz. Ese sueño de revolución socialista que imagina una redención tras la revuelta victoriosa.

Sin embargo, Anatole France supo que ningún antiguo régimen desemboca, tras la revolución, en un orden más libre, ni mejor y ni siquiera sensato. Describe a Lafayette, que asciende por una escalinata en medio de las exclamaciones populares: “con los pies en la sangre y la cabeza en una nube de orgullo”.

Pero nunca dejó de ser socialista. No comunista, porque, aunque no existían todavía los bolcheviques, conoció y detestó con repugnancia a los communards de la comuna de París. Sus tres grandes novelas: La isla de los pingüinos, Los dioses tienen sed y la disparatada La rebelión de los ángeles comparten ese tono general de optimismo que desemboca en melancolía.

Porque, por ejemplo, en La rebelión… el ángel que inicia la revolución no es Satán, ni un arcángel, serafín, trono o coro, sino el ángel de la guarda, asignado a un pequeño burgués, un don nada en la jerarquía. Lo mismo que en Los dioses tienen sed, el joven pintor de nobles sentimientos, termina convertido en un terrible verdugo que no sabe detener su ansia de sangre.

AQ

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