Llegué a la última morada de López Velarde en 2012 guiada por una Lumbrera fraterna. Me llevó esa parte que hala la masa magra de la carne y tensa el verso hacia lo desconocido. Descubrí más tarde un símbolo que me uniría a lo Velardiano —adormecido, latente—. Hoy, ese símbolo/marca con el que me poseyó su casa oscura y las palabras de los poetas que han estado en ella, traza una línea de agua y su oleaje, contenido en un círculo, despierta a todos y cada uno de los cuerpos que hemos sido tocados por él, nos conecta a pesar de nuestra voluntad o con ella.
En ese sentido, guardando enorme distancia, me detengo en uno de sus grandes versos, y de él tomo dos imágenes/ signos que a mi ver, se convierten en una palabra compuesta: tierradentro. Al nombrarla, la garganta muestra y da de sí un rasgo propio del éxodo, de la espera, del llanto, del susurro propio de los amantes. Decimos tierradentro con voz de piel diamantina y erotizada y ante nosotros se devela desde el cielo de nuestro pensamiento, desde el vuelo dado por López Velarde: nubes, montes, cabelleras de acero y tierra húmeda y polvo.
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La esencia de esta imagen permea la Suave patria desde la contemplación de la carne, desde ahí López Velarde, desde tierradentro arrebató un instante y lo dispuso eterno apuntalándolo con la voz que acaricia el verso: el vicio del brazo de la novia. Evidenciando sus símbolos: la lejanía del cuerpo/ provincia y la cercanía de la posibilidad/acto que sopesan la piel desde lo ya experimentado en la ciudad. Desde esa articulación frágil que guarda distancia mínima de la pasión contenida, lanzó un ancla a la profundidad de la patria. El discurso tenso y erótico de López Velarde, lo liberó. Libre gracias a las ataduras del lenguaje, él es una Independencia real y permanente.
Esta tarde, mañana, noche, hecha de horas que se expanden, de la misma forma que la blancura o la oscuridad de la chía —húmeda, rendida— se hincha y aumenta antes de entregarse al vacío del agua; así observo el ser para sí mismo de López Velarde en las esferas terrenales y en las inasibles. Él es ardor. El ardor se descubrió incendiado. ¿Se puede decir que está vivo un cuerpo consumido por las llamas? Él, en la muerte por fuego, vivo, conocía lo insoportable del ardor que postra, conocía la dicotomía que la carne otorga al saberse etérea por el ansia y arrebatada por la misma vida de la llamarada inmaterial. La incandescencia que ondeaba sobre sí, máquina del tiempo que revivía la muerte de su mañana sola, la muerte de su noche sin la otra carne, la muerte de la noche con su sola carne.
Hay quien encuentra necrofilia o putrefacción en su obra, yo leo brasa, delirio, arrebato, ímpeto, sobre todo: vida deseante.
Sabemos que para acceder a la complejidad de Ramón López Velarde es preciso detenernos ante su tiempo esférico: arrodillarnos ante la respiración escrita de su cuerpo ardiente. Demorarnos ante sus poemas. Él era arrebolado, limítrofe, ensortijado, férvido. Ni su amor ni su fe eran fáciles, qué bueno. Precisamente por eso no creo que haya padecido la falta de un anillo en su mano izquierda. Entendía su propia complejidad y le daba espacio.
Lo complicado para él fue arder sin ser visto; en la calle, en las oficinas, arder sin ser visto; frente a los edificios, dentro de ellos, con papeles en mano. Arder sin tocar, arder tocando, arder en espera de arder, arder observando la química del verdeazul, arder rendido ante todas las Mireyas.
Cada que escucho sobre de su “mala suerte en el amor” creo verdaderamente que no fue así, veo el goce del dolor sexual, ese que destila la mordida del apetito, del contenerse a sí mismo rabiosamente, resistir, que no se vaya ese deseo, y que lo juzgado se quede allá, con los demás que no entienden, que se larguen los que no pueden estar solos. Esa mordida del ejercitado y fugaz contacto con lo admirado se aprecia al dar la vuelta a cada página: dosificó el goce. Y es que lo que abunda, lo que se repite una y otra vez, lo que dócil se multiplica, no era atractivo ante sus ojos. La complejidad de la carne y el ser para sí mismo, no rueda por el mundo así de fácil en encuentros o desencuentros.
La iluminación de la muerte, que es una forma de llamar a la vida por una revelación que nos es dada, es esa la que lo ató a una jaula deseante y a los guantes negros donde existe una aparente “falta” de musculatura, mas veo que ahí refulge desde el insomnio de la propia pasión, del anhelo de López Velarde, desde la vida de la carne consumada por las llamas de sí mismo: lo desbordante. No le apetece detenerse. Es, como diría Deleuze, “fantasma, verbo y lenguaje”. Es la extensión del pasado y del futuro, de lo ocurrido en él y aquello que no acaba de ocurrir en la piel. Cito: (…) oigo lo que se fue, lo que aún no toco (…) y López Velarde nos lo entrega en el presente.
Comprendió los pasos del tenor sobre la duela del escenario, pasos que resuenan aun hoy en la piel abierta de México. Intercambio místico su voz de tierraadentro sobre el foro de la urbe. Poeta que da cuenta de los primeros pasos sobre la duela de la oficina, sobre la duela de la noche —esa ánima de la mañana— para acercarse a la silla, sentarse, que es elevarse a la vez, y escribir dentro de una soledad circular sin reflectores, donde brillan agujas en su pecho, luceros agudos arbolados que articularon sus dedos: escribió en los bordes de la sustancia amada, en la carne firme de su antebrazo a la luz de las velas. ¿Cómo ser ellas?
Poeta, médium de la noche, frente a la ventana de su escritorio, los edificios y casas se volvían un marco terrestre negro que anunciaba el inicio de su tortura: el poeta no retrocedía. No retrocede ni avanza en el deseo, inmerso en él, López Velarde desfigura el rostro de la luz que se filtra, la vuelve ángulo, mandíbula, hombro, rodilla en descanso sobre su espalda.
Escribo sobre él y el borde de mi seno anhela su mano fantasmal, la cercanía de su cabello profundo y profuso donde no existe la posibilidad del respiro. Anhela al hombre de muslos cubiertos por el ardor, que pasea sobre las brasas de los cuerpos que ansiaba tocar, animal herido dentro de un espacio, golpeando eternamente su cuerpo, donde extiende la mano fantasma y da forma a lo que lo habita: besos cruentos desde la pérdida, desde la lengua hecha ceniza orgullosa —alguna vez pirotecnia—.
Leo a López Velarde y su convulsión vital cae del cielo: grito de colibrí que es y surge milagroso en las ciudades, se desplaza y rota por edificios, árboles, cerca de los puentes. La ciudad es poseída por el aleteo de su sombra, sombra que lleva a cuestas su propio cielo y refresca. Es fácil recorrer las calles como él lo hacía, sentir el diálogo categórico del viento. Una noche, supongo, el aire del poniente hizo caer de un árbol enorme un par de ramas: ante mí eran dos mujeres de vestidos hampones, recostadas, con las que conversa un López Velarde contenido.
Contemplo la locura que viene de las nubes, viene de un dios, su dios, que da forma a la mujer en botellas alambradas. Sus labios de junio anularon la mala voluntad y dieron paso a la verdad: mujeres, cuyo sacrificio al varón las hará terminar marchitas locas o muertas, denunció. Se extendió en lo bueno y las vistió de percal y abalorio, señalando el filo amargo del país que se duele, su orilla bordada con niñas y mujeres. Hoy, otros seres bajos insisten en pisotearlas porque amenazan lo inestable de una voluntad ciega y cómplice.
Tratar de palpar a López Velarde nos puede llevar a lo inmediato incomprensible: colocar semillas de chía en agua, esperar, verterlas en una jarra: mantenernos en la observación de lo luminoso que habita en los óvulos por centenas, ver su movimiento libre y acompasado, servirlos en un vaso, beber. Entonces creeremos saber cómo es su lengua al paladear la voluptuosidad de las semillas, imaginaremos en la agitación de la noche otra variante de la lengua de López Velarde: es así como la lengua se convierte en apéndice firme de ajonjolí, y cerraremos los ojos con la vista fecundada. Probable es que imaginemos ahora un cuerpo femenino que descansa boca abajo, mira a su López Velarde desde un extremo de la cama, se levanta en la oscuridad. Probable es también que pondrá a prueba esas alas humanas que le dio, Y aguardare el amanecer para percibir lo que él comprendía bien bajo el canto de las farolas. Nosotros seremos ella y abriremos la puerta, correremos por las calles, atravesaremos una red de mosquitos —nacidos de charcos mal olientes—, la romperemos con el rostro dejando atrás a los hijos del agua sin movimiento, a los ávidos de sangre y mentira. Subiremos un puente rojo. Sobre él, tal vez encontraremos un metal delgado de corsé, y nos incendiará de nuevo la urgencia del amante: los versos de López Velarde que dan amplitud al arco de nuestra ceja, donde cabe el asombro de lo consumado.
Si él era/ es trueno, no temamos al correr bajo la lluvia, busquemos más hallazgos en el puente: plumas grises con bordado blanco. Recorramos nuestra ciudad/ provincia donde los tranvías y carruajes han cambiado por camiones de obreros, bicicletas, automóviles, pero el pueblo —desafortunadamente— continúa levantando en su puño su sonora miseria y los trabajadores de limpieza siguen retirando de las calles nuestra mezquindad.
Subamos a los puentes que sus extremos desiguales consiguen la sabiduría. Y después del agotamiento, apoyados en la barandilla con el cuello sudorosos, desde ese observatorio de velocidad y clases sociales, dejemos caer buganvilias, o descubramos a la mujer que espera el transporte con ojos de dominó, aparición que trae al amanecer un pedazo de noche. Entreguémonos en ese descanso al poeta, a su respiración azul de incienso, a sus carnosos labios de rompope, a sus pupilas de abandono. A su eterna voz de tierradentro.
Celebro este centenario luctuoso vestida color negro López Velarde.
Colaboración para celebrar el Centenario luctuoso de López Velarde realizado por la Universidad del Claustro de Sor Juana y a la Casa del Poeta Ramón López Velare. Un fragmento amplio de este texto fue leído el 18 de junio de 2021.
ÁSS