Serendipia en racimos

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La historia renacentista, beneficiada por las mentes dispuestas a transformar el accidente en hallazgo, está repleta de casualidades y encuentros inusitados.

Grabado de Manuel Crisoloras realizado por Theodoor Galle. (Wikimedia Commons)
Julio Hubard
Ciudad de México /

La mayoría de los descubrimientos son accidentes… discusión que se vuelve pronto bizantina. El hecho es que el conocimiento se nutre de lo imposible de prever. Puede ser el ¡Eureka! de Arquímedes al meterse a la tina, o el jabón Ivory, que flota. Accidentes afortunados, que se vuelven productivos. La diferencia entre que algo simplemente salga mal y algo sea inventado, dice Royston M. Roberts (Serendipia, Alianza editorial) “depende de la mente preparada”.

Serendipia”, vocablo reciente, incluso en su original inglés, entró al diccionario de la RAE hace poco. La historia es divertida porque tiene de todo: comedia musical, equívocos geográficos, mala pronunciación que lleva de “Sarandib”, antiguo nombre de Ceilán, hasta “Serendip” y luego al adjetivo “serendipity”… pero no es ese tipo de casualidad afortunada a la que me voy a referir, sino a otro caso, antiguo y que no depende de un individuo que tuviera prendido el foco de la suerte. Un caso de serendipia, digamos, “social”, que no aparece en el libro de Roberts.

En 1390, Constantinopla está bajo los ataques turcos. El emperador Manuel II Paleólogo entendió que no podría resistir, a menos de que consiguiera el auxilio de los incivilizados cristianos de Occidente. Alistó, entonces, a un embajador con el encargo de conseguir ayuda militar para conservar el corazón del cristianismo oriental: Manuel Crisoloras, profesor y comerciante, no sólo era un hombre culto sino que hablaba fluidamente el latín y enseñaba griego antiguo.

Crisoloras intentó ganar el apoyo del papa y de los reyes europeos. “Tras visitar las cortes de Francia e Inglaterra, donde obtuvo algunas contribuciones y más promesas” (Gibbon), tuvo que quedarse en Florencia y ganarse la vida en una escuela hecha a modo por la familia Medici. Las grandes coronas y el papado lo vieron como una lata y lo despacharon con unas limosnas; en cambio, la escuela de Florencia lo convirtió en una pequeña celebridad. Ya Petrarca y Boccaccio, cincuenta años antes, veían a la lengua griega “más como un deseo que como una esperanza”, es decir, sabían que era posible adquirir la lengua de Homero y Platón.

Antes de Crisoloras, Florencia tuvo un grupo de letrados que recibía clases de un señor malencarado, grosero y feísimo, llamado Leo Pilatos, pero se fue dando un portazo y murió en una tormenta, amarrado, como Ulises, al mástil del barco. En cambio, Crisoloras formó a Bruni y a Salutati, quienes a su vez educaron a Marsilio Ficcino, primer traductor de Platón, y Plotino; y dejó un manual, las Erotómata, de donde Erasmo, Linacre y muchos otros aprendieron su griego. Es decir: de una embajada tan fallida como para que el embajador tuviera que buscar cómo ganarse la vida, terminó surgiendo la cultura del Renacimiento, el Humanismo y la Reforma.

Pero no sólo eso. Entre sus ires y venires de Constantinopla a las cajas destempladas de las cortes europeas, Crisoloras iba cargado de libros griegos, que vendía entre algunos aristócratas. Pero su gran comprador fue la familia Medici, financieros y mercaderes sin linaje que presumir, pero que sabían apostar por los accidentes afortunados. Entre las cosas que compraron estaba un mapamundi con un dibujo plano de un objeto esférico, la tierra como globo: el mapa de Ptolomeo.

Y a la serendipia de la lengua griega, sumamos otro azar: el arquitecto Filippo Bruneleschi se topa en una cena con el matemático Toscanelli y se enfrascan en una conversación disparatada. Cosas de borrachos, excepto que tenían “la mente preparada”. Como encargado de los libros de los Medici, Brunelleschi le muestra a Toscanelli el mapa de sus inquietudes: ¿cómo interpretar esto? De ahí surgen la invención de la perspectiva, las proyecciones arquitectónicas modernas y la nueva cartografía.

La cultura del Renacimiento en adelante es una serendipia colectiva. Por eso se invierte en academias, intercambios, estipendios: para tener la mente dispuesta a transformar el accidente en hallazgo. El conocimiento en general, su frecuencia, sus azares; no se sabe de dónde va a saltar la serendipia.

La lengua española inició su letargo y rezago cuando a Felipe II le pareció importante cerrar las puertas de los financiamientos que producían encuentros azarosos con ideas que no fueran las suyas, salvíficas, católicas, monárquicas, y mucho menos que anduvieran los investigadores y sus academias gastando dineros de la corona en temas que no fueran los necesarios para la salvación de España.

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