Uno de los privilegios que acompañan el ser jurado del Premio FIL en Lenguas Romances radica en la tarea de leer o releer con atención algunas de las obras literarias más significativas de nuestro tiempo. Para mí, una de las mayores ganancias en los meses que dediqué a una secuencia de obras maestras fue la oportunidad de leer sistemáticamente a la poeta mexicana Coral Bracho, quien recibirá el galardón en Guadalajara el 25 de noviembre. El Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances ha reconocido autores de gran importancia en el mundo literario actual, como los tres últimos ganadores: el rumano Mircea Cărtărescu, la chilena Diamela Eltit y la portuguesa Lídia Jorge. Con Bracho, la poesía declara de nuevo su presencia, orientándonos hacia las dimensiones simultáneamente abstractas y sensuales del lenguaje, tras el premio al autor de Solenoide, una de las plumas más carnavalescas y avasalladoras de la literatura contemporánea.
Cuando una escritora mexicana recibe un premio internacional concedido en nuestro país, resulta indispensable que el mérito literario de su obra sea incuestionable. En el caso de Bracho, nos encontramos ante una de las grandes poetas de la lengua española, reconocida anteriormente no solo con los mayores galardones de la literatura mexicana —los premios Aguascalientes y Villaurrutia entre ellos— sino también con la traducción a lenguas como el inglés o el chino y la inclusión en un número vasto de antologías. El Premio FIL refrenda simultáneamente este reconocimiento y, a mi juicio, otorga una nueva proyección transnacional a su obra.
En el ámbito de la poesía, Bracho se une a un cuarteto que ha recibido el premio desde que se otorga al ámbito amplio de las lenguas romances: el venezolano Rafael Cadenas, el francés Yves Bonnefoy, la uruguaya Ida Vitale y el mexicano David Huerta. El ahora quinteto constituye en sí mismo una muestra del más alto dominio del lenguaje poético en la literatura del siglo XXI. Al igual que David Huerta, cuya reciente pérdida sigue doliendo a todos los que reconocemos sus extraordinarias contribuciones al género poético y a la lengua española, Coral Bracho se ha consolidado en los últimos años como una figura cuyo proyecto literario riguroso y sin concesiones a lo coyuntural o a la moda expone constantemente el potencial formal, significativo, material y sonoro del idioma español. Existen pocas literaturas tan afortunadas de tener dos poetas explorando la escritura a ese nivel.
El conjunto de obra poética de Coral Bracho ha sido recogido en 2019 en el libro Poesía reunida 1977-2018. A diferencia de mis lecturas pasadas, todas ellas basadas en los poemarios que encontré a veces al azar, el rol de jurado me permitió una lectura cronológica y exhaustiva en la que el devenir poético y lingüístico de Bracho se desdobló ante mis ojos en un mapa inexhaustible de técnicas literarias, reflexiones filosóficas y conexiones numinosas entre la palabra y la materialidad del mundo. No es mi intención en este breve ensayo presentar el tipo de anatomía o de lectura teórica al que se inclinaría mi oficio de académico. Más modestamente, pretendo incitar a la lectura de Bracho, de su poesía reunida y de sus obras particulares, a partir de algunas de las iluminaciones que encontré en el camino.
En Peces de piel fugaz (1977) se anuncia, muy temprano, el interés de Bracho de traducir la materialidad del mundo en textura poética: “El borde es una senda finísima, una escisión aguda y deslumbrante. El negro como una forma de luz que marca orillas, espacios entorpecidos, fuegos limítrofes. A medida que avanzo el agua cambia”.
En este texto se anuncia ya una serie de recursos que definen la obra de Bracho: un lenguaje conceptual basado en la abstracción de objetos, cuya ponderación fuera de la temporalidad concreta no los despoja de sus características más íntimas. Encontramos también los signos de una poesía que despliega el cromatismo como mecanismo para constituir imágenes sensoriales: “el negro como una forma de luz”, “Todo se esparce en amarillos”, “hay un abismo de tonos, de nitidez, de formas”, “Los hay de colores lentos y de formas hirientes”. Uno termina leyendo un poema de Coral Bracho, sobre todo los tempranos, con los efectos de una relación sorprendentemente táctil y atmosférica de los espacios y objetos emanados de la enunciación poética.
Muchos estudiosos de Bracho —Evodio Escalante, Melanie Nicholson, Adriana Estill, Mariana Solares, entre otros— han señalado la influencia de Gilles Deleuze y Félix Guattari en la poesía temprana de Bracho, documentada en la traducción que la poeta hizo del texto Rizoma para la Revista de la Universidad de México en 1977. Unas líneas de la traducción hacen visible esta influencia: “Rizoma: línea; caudal de fuga. Busca desarrollarse como un proceso que, vitalizándolo, actualice en su movimiento —y en el movimiento que surja de una lectura múltiple utilizable— aquello que enuncia”. Proceso que vitaliza, movimiento que actualiza lo que enuncia, estas constituyen claves que Bracho lleva a la poesía. Si Deleuze y Guattari pedían en el mismo texto oponerse “al libro-raíz, libro clásico, subjetivo y significante” con la posibilidad de “un libro que, lejos de reflejarlo, disponga como multiplicidad (dispositivo maquinal de deseo, disposición colectiva de enunciación) en la heterogeneidad del mundo”. Una poética que dispone como multiplicidad, que se ocupa de la heterogeneidad del mundo sin buscar su organización o su sentido: estos términos constituyen un ideario y un estilo que Bracho ha venido elaborando desde el inicio de su poesía.
“Entra el lenguaje”, anuncia el primer verso del poema “La penumbra del cuarto”, parte de La voluntad del ámbar (1998), uno de los poemarios más depurados de Bracho: “Los dos se acercan a los mismos objetos. Los tocan del mismo modo. Los apilan igual. Dejan e ignoran las mismas cosas./ Cuando se enfrentan, saben que son el límite uno del otro”.
La entrada del lenguaje a la penumbra no es para constituir significación, para darle concreción a lo abstracto, para dar al agua los límites estrictos del vaso. Por el contrario, el lenguaje enfatiza los desencuentros entre los dos, su mutuo límite, imagen y modelo que sin embargo “perciben poco: lo utilizable/ y lo que el otro permite ver. Ambos se evaden/ y se ocultan”. El poema aparece al lector simétrico en su postulación y sin embargo se resuelve apuntando hacia la multiplicidad implícita en los límites de la percepción, la presencia de lo invisible. En su reseña del libro, Julio Trujillo caracteriza La voluntad del ámbar como “provocador en más de un sentido: inquieta su construcción formal, su aparentemente arbitraria distribución de sintagmas”. Es una poesía que siempre experimenta, que nunca fija, que tiene un plan de enunciación que se disuelve en el continuo movimiento de su devenir. Entra el lenguaje no para dar claridad sino para hacernos conscientes de sus propios límites.
En el siglo XXI, la obra de Bracho ha continuado en rutas análogas, pero con algunas variaciones significativas. Libros como Ese espacio, ese jardín (2003) y Cuarto de hotel (2006) son más unitarios, al grado que citar partes de ellos escinde elementos fundamentales que requieren la relación con el todo. Leídos juntos y cronológicamente ambas colecciones se contrapuntean entre sí. Ese espacio, ese jardín es el libro de Bracho más intensamente cercano al regodeo místico: “La tarascada nítida/ del jaguar/ en la amplitud del Universo. —Hunde/ en la sobra/ su huella intacta:/ serpiente de astros y murmullos/ astilleo de espejismos”.
Con mayor variación visual que colecciones anteriores, Ese espacio, ese jardín entra al espacio de la iluminación no desde el encuentro con lo divino sino en el estado permanentemente numinoso de la infancia, “Ojos niños que irradian infinitud”. Ese espacio, ese jardín es quizá de las obras de Bracho que más corresponden a esa tradición neobarroca de la que su poesía es casi una rama en sí misma, en parte porque la proliferación de objetos significados a través de los pliegues del lenguaje siempre está en tensión con la posibilidad de una ornamentación lingüística que debería estar ahí, pero que acecha desde su necesaria ausencia.
En contraste, Cuarto de hotel se funda en una experiencia poética centrada en la ruina, en la falta, en el sesgo melancólico que agita la conciencia en el espacio liminal que precede a la muerte. Compuesto por poemas cortos, fragmentarios en sí mismos y pertenecientes al todo inorgánico pero inescapable del libro, Cuarto de hotel constituye un experimento inusitado de Bracho con una subjetividad que no solo es consciente de sus límites, sino que también apunta hacia un pasado de sí que nunca se aprehende del todo: “Vivimos entre las ruinas del hotel./ Largas estancias sin puertas/ son escenario de este ralo y callado/ laberinto de camas, de sillas y de roperos./ Sabemos que hay un ángulo y una alteración de la luz/ Que corresponden a nuestra cama,/ Pero no lo sabemos con certeza”.
El cuarto de hotel, por definición un lugar ajeno y temporal, se convierte en la figura y el espacio concreto de una voz poética que atraviesa los registros afectivos de la zozobra: “Es una ficción/ este cuarto,/ estos callados pensamientos. Vienen/ como fantasmas, como impulsadas/ bailarinas entre el aire polar, se angostan/ y se contraen,/ se pierden”.
Y, sin embargo, el poemario nos sorprende con la llegada inesperada de dejos de plenitud, el mar, el fuego, desdoblados en torrentes en imágenes: “Un pleamar la cascada/ que abisma el sol”. En el poemario más oscuro de su trayectoria, Bracho no deja de permitir el resquicio material de la luz.
La última parada que nos proporciona la poesía reunida de Bracho es un libro muy distinto e inesperadamente personal, Debe ser un malentendido (2018), una colección cuyo centro de gravedad es el Alzheimer padecido por su madre. Nos recibe, sorpresivamente, un epígrafe de Charles Simic, sorpresa debida al hecho de que ninguna otra colección comienza con las palabras de otros. Simic pareciera radicar en las antípodas de Bracho: un poeta de lo cotidiano, interesado en objetos radicalmente concretos, con textos que avanzaban por el minimalismo en unos casos y el realismo estadunidense por otros. Esta puerta de entrada nos lleva a una poética inusitada en Bracho, que en la recreación de los diálogos en los que la madre interactúa toca las mismas preocupaciones respecto a los límites del lenguaje en un espacio que ha dejado de estar abstraído por el lenguaje: “¿Quién es el presidente de este país?/ —Pues depende; para unos/ es uno; para otros es otro./ ¿Cómo se llama esto?/ —No sé doctor, porque yo no uso/ Eso, solo usted”.
Es una lectura dolorosa y sin embargo generativa de “intuiciones” que obligan a una voz poética, que otrora recorría los caminos de la numinosidad, a reflexionar en torno a esos cierres del lenguaje que siempre habían resistido: “¿Cuál es el hilo que nos narra/ y nos da solidez/ cuando no hay trayectoria/ que nos explique?/ ¿Cuál es el hilo que sabemos vital?/ Aquel, quizá que hilvana el puñado de gestos/ en los que somos; donde sentimos/ que aún tenemos control”.
En el inesperado e impecablemente logrado giro estético que este poemario representa se confirma la maestría de alguien que domina la lengua a tal grado que encuentra la lucidez incluso en los terrenos del dolor y la incertidumbre. Una poeta que florece en los terrenos por momentos ajenos a los espacios construidos por años pertenece a una rara estirpe. Por esta razón no debe sorprendernos que esa gran poeta, que ha encontrado de manera magnífica los secretos que esconden aquellos bordes abstractos del lenguaje que pocos pueden constituir desde la palabra, también tenga momentos contundentes de encuentro con la realidad. Una poeta mayor, magnífica, insuperable, cuya lectura es un lujo que tenemos a la mano.
AQ