Tres imágenes de lo apocalíptico: Florencia en el siglo XIV asolada por la peste; cualquier ciudad en guerra del siglo XX hasta nuestros días tras un bombardeo; cualquier ciudad occidental del siglo XXI con calles vacías por una cuarentena.
Los responsables de las academias de la lengua, sobre todo, tendrán que explicar por qué “vacío” o “solitario” se han convertido en sinónimos de “apocalíptico”, al lado de “dantesco”, “pavoroso” o “aterrador”. Mientras tanto, aceptemos que el apocalipsis ha cambiado de cara y que en tiempos recientes las enfermedades —SIDA, influenza y ahora el Covid-19— se han convertido en el nuevo rostro del anuncio del “fin de los tiempos”.
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Ahora que obligatoriamente tenemos que estar en días de guardar, un problema de ingeniería social y conductual que se le presenta a las autoridades es qué opciones pueden ofrecerle a los ciudadanos para que se mantenga el equilibrio entre su vida psíquica y el orden social. La enfermedad, el Covid-19 en este caso, rompe nuestra vida normalizada. Y no se trata del trabajo, que es nuestra actividad prioritaria y que seguiremos realizando incluso desde nuestra casa. Lo que verdaderamente hace sentir que se altera nuestra vida es no tener disponibles los espacios tradicionales en los que se puede desahogar la energía negativa acumulada a lo largo de la semana de trabajo.
Cuando no hay antros, cine o conciertos, entonces ¿qué hacer?
Más allá de las consideraciones intelectuales de la calidad de lo que vemos o escuchamos en estos espacios, lo importante radica en que hay un criterio de salud en el hecho de que el individuo se sienta simple y llanamente bien, ya sea por ir a tomar una copa y platicar con los amigos o asistir a un concierto de música clásica.
En literatura, un ejemplo de cómo podemos afrontar un acontecimiento “apocalíptico” de forma creativa es El Decamerón de Giovanni Boccaccio. El trasfondo es la peste que asoló a Florencia en 1348; en lugar de estar de ideosos e ir a hacer compras de pánico de papel de baño o gel, los personajes de la obra —siete mujeres y tres hombres— deciden enclaustrarse en un lugar solitario y contarse historias. Esta insólita acción, algo que en nuestros días parece que ya no se sabe hacer, Mario Vargas Llosa la llama “fuga hacia lo imaginario”. Lo que enseñan los manuales escolares es que la obra está llena de historias eróticas, lo que sólo es parcialmente cierto. Más relevante es la humanidad que predomina en todo el libro. En esa situación límite en la que nadie sabe si va a continuar viviendo, lo que queda es celebrar la vida. Erotismo y humor le otorgan su actualidad a El Decamerón y por ir a contracorriente del llamado al arrepentimiento y al examen de conciencia, puede decirse que es el primer libro políticamente incorrecto de la modernidad. Hasta ahora, su inagotable veta ha sido desdeñada por nuestros ficcionadores. Es tiempo de aprovecharla nuevamente.
Como ha observado Alberto Manguel, el libro está hecho de “palabras que han sobrevivido ocho siglos para servir ahora, en otra época no menos sufrida e injusta que la suya, de necesario espejo a sus nuevos lectores”.
SVS