No sé quién es más irresponsable: quien es foco de infección en actividades multitudinarias, ya que se expone a ser contagiado y expone a otros al contagio, mientras besa y abraza, o quien asegura que el presidente no es “fuerza de contagio”, sino “fuerza moral”.
Si estoy entendiendo, lo que el subsecretario de Promoción y Prevención de la Salud, Hugo López-Gatell (quien, por cierto, ha hecho una excelente y puntual labor de difusión del progreso de la pandemia de Covid-19) quiso decir, a pregunta expresa de una reportera con respecto a si el presidente podía o no contagiar, o contagiarse, mediante sus apapachos a los habitantes de las comunidades que visita, es que su actitud infunde entereza en la gente.
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A eso es quizá a lo que se refirió López-Gatell como fuerza moral, necesaria cuando en México estamos a punto de entrar en una severa crisis de salud por la propagación del Covid-19. La fuerza moral del presidente, con intenciones políticas, sin embargo, es tan irresponsable como la del médico que basándose en información científica afirma que ese sujeto en particular no es “fuerza de contagio”. Hay maneras de alentar a la población, como líder, sin exponer ni dar el mal ejemplo a sus fieles seguidores, para que tomen medidas preventivas ante una contingencia sanitaria inminente.
Porque, sobre todo en estos tiempos en que cada una de sus acciones es monitoreada en directo por cientos de miles de seguidores y detractores, un líder es un ejemplo a seguir; esa es una de sus responsabilidades ineludibles. Recuerdo, por anotar una curiosidad, que en 1985, cuando Cuba lanzó una campaña contra el tabaquismo, que Fidel Castro, quien fumaba desde los 15 años de edad, dejó el cigarro para no ser mal ejemplo para la juventud revolucionaria. Y lo recuerdo porque mi padre, que es comunista y fue siempre fiel a Fidel y a la Revolución cubana, también dejó el cigarro por seguir a su líder.
Por supuesto que un gobernante tiene otras maneras, además del ejemplo, de ser “fuerza moral” y hacerse responsable de un asunto tan grave como una pandemia, y a manera de ejemplo quisiera referir aquí en lo que derivaron las acciones que se tomaron al inicio del siglo XX para erradicar la epidemia de fiebre amarilla, que rápidamente se fue extendiendo por tierras mexicanas, y, junto con los efectos de la dinámica Era moderna y la facilidad que los trenes daban para transportarse a territorios lejanos, pasó rápidamente de ser una epidemia endémica de las costas a cobrar ciudades enteras tierra adentro.
Entre las líneas del ensayo “Crónica de un siglo de salud pública en México: de la salubridad pública a la protección social en salud” (escrito por Octavio Gómez-Dantés y Julio Frenk y publicado por Salud pública de México en su número de marzo-abril de 2019), llamó mi atención la expresión que usó en 1905 el doctor Eduardo Liceaga, presidente del Consejo Superior de Salubridad, durante la inauguración del Hospital General de México. “Se dirigió a los médicos y enfermeras del flamante hospital y señaló: ‘Señores, no vais a recibir un edificio sino una institución’”.
Efectivamente, ese nuevo nosocomio no era un elemento aislado, sino que constituía la punta de lanza de un proyecto a largo plazo de asistencia social enfocado en la salud. Me parece un gran ejemplo de la “fuerza moral” de un gobernante. Y llamó mi atención por una contradicción, llamémosla ideológica.
Por un lado, históricamente nos encontramos en pleno Porfiriato, es decir, el periodo de la historia más estigmatizado, con razón, por su empeño en el crecimiento económico, en beneficio de una élite minoritaria, a costa del sacrificio de la enorme población marginada que vivía en condiciones paupérrimas. Tan es así que la situación fue insostenible y propició la Revolución mexicana, la cual volteó como un calcetín a la sociedad, la política y la economía. Por otro lado, sin embargo, la inauguración del Hospital General de México culminaba un largo proceso mediante el cual el gobierno se había esforzado por crear y mantener a largo plazo una política de salud pública enfocada en el exterminio y combate a los estragos de la llamada fiebre amarilla en todos los órdenes de la sociedad, principalmente entre los más marginados.
Si bien una de las razones para que la campaña contra la fiebre amarilla fuera prioritaria para el gobierno porfirista tiene que ver con la economía, como apunta Ana María Carrillo en su ensayo “Guerra de exterminio al ‘fantasma de las costas’. La primera campaña contra la fiebre amarilla en México, 1903-1911”, editado por la UNAM, la BUAP y el Instituto Alfonso Vélez Pliego en 2008: “Había una presión internacional para que los países latinoamericanos pusieran el acento en el saneamiento de los puertos. Estados Unidos, en particular, consideraba que la fiebre amarilla era la más peligrosa de las enfermedades epidémicas”.
Por otra parte, se menciona en el ensayo, también existía una razón moral, ya que se contaba con la certeza de que “la falta de un tratamiento efectivo contra la enfermedad provocaba que la letalidad fuera altísima. A menudo las personas eran abatidas ‘como por el rayo’, y morían en pocas horas ‘con la piel toda teñida de amarillo, vomitando sangre negra, con espantosos sufrimientos’ ”.
Entre las conclusiones de Ana María Carrillo quiero resaltar la siguiente:
“La lucha contra el vómito negro [o fiebre amarilla] favoreció la consolidación de la medicina académica: por fuerza, pues se obligó a la población a recibir atención médica; y por convencimiento, pues por vez primera una enfermedad pareció erradicada de México. [...] Las instituciones sobre las cuales se organizarían más tarde los servicios de salud, y que harían posible la centralización de las actividades sanitarias por el Departamento de Salubridad Pública, heredero del Consejo de Salubridad, [...] desde el punto de vista legal tuvieron su sustento en la Constitución Política de 1917, y desde el punto de vista operativo fueron posibles por el largo proceso que llevó al establecimiento de la salud pública moderna durante el Porfiriato”.
A pesar de sus motivaciones económicas, no deja de ser paradójico el hecho de que el gobierno más cruel con los pobres sentara las bases de la seguridad social y, en el extremo opuesto, que por razones políticas el presidente que se dice más amigo de los pobres no tenga la sensibilidad para servirles de ejemplo, justamente a los pobres, en una situación de emergencia sanitaria. No cabe duda de que, como pensaba Albert Camus, la ideología, sea cual sea su tendencia, es un virus, y nadie puede predecir su proceso infeccioso y sus consecuencias. En un ensayo sobre la novela Nemesis, del norteamericano Philip Roth, la cual aborda la epidemia de poliomielitis de 1944 en Estados Unidos, J. M. Coetzee hace un recuento del proceso de degradación moral que sigue una sociedad asolada por una epidemia:
La psicopatología de las poblaciones bajo el ataque de enfermedades cuya transmisión es misteriosa fue explorada por Daniel Defoe en su Diario del año de la peste, el cual pretende ser la crónica de un sobreviviente de la peste bubónica que diezmó Londres en 1665. Defoe registra todas las fases típicas de una comunidad infestada: supersticiones con respecto a signos y síntomas; vulnerabilidad al rumor; la estigmatización y el aislamiento (cuarentena) de familias o grupos sospechosos; el señalamiento de los pobres y los mendigos como indeseables; el exterminio de toda clase de animales repentinamente aborrecibles (perros, gatos, puercos); la fragmentación de la ciudad en zonas sanas y enfermas, con una vigilancia agresiva de sus fronteras; la huida del sitio donde se localiza el centro de la enfermedad, sin importar que de ese modo el contagio se extienda a lugares lejanos y crezca más allá de las fronteras el número de infectados, y por último la descontrolada desconfianza de todos contra todos, que trae como consecuencia un colapso general de los órdenes sociales.Albert Camus conocía el Diario de Defoe: en su novela La peste, escrita durante los años de la guerra, lo cita y en términos generales imita el tono del narrador de Defoe sobre la catástrofe que le rodea. Por el nombre, que se refiere a un brote de peste bubónica en una ciudad argelina, La peste también invita a ser leída como una alegoría de lo que los franceses llamaron “la peste parda” de la ocupación alemana durante la Segunda Guerra Mundial, y más generalmente como una reflexión en torno a la facilidad con que una comunidad puede ser infectada por un bacilo como la ideología. Concluye con una seria advertencia: “El bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás; puede permanecer por décadas, dormitando en los muebles o el lino; espera pacientemente en los dormitorios, los sótanos, los baúles, los pañuelos y los papeles viejos, y quizá llegue el día en que la peste despierte a sus ratas otra vez y las mande a morir en medio de una ciudad feliz”.
¿Por qué un virus no muere? Porque de hecho nunca está vivo. Entra en actividad cuando una célula viva lo aloja. Por sí mismo no está vivo sino como una posibilidad. Una vez que el virus ha caído dentro de una célula sana, ésta toma su información genética como parte de su propio ADN y, engañada, lo reproduce. Así cobra vida lo casi muerto y abre el camino de la muerte a lo vivo. Un virus, podría decirse, es una frontera: una delgada frontera entre la verdad y la mentira, con la capacidad de destruir.
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