Hace ciento cincuenta años, Dostoyevski participó en una discusión sobre si el arte debía ser libre o tener alguna responsabilidad, congruencia o utilidad. En favor de su argumento, se transporta a Lisboa en 1755, justo el día del fatídico terremoto.
“La mitad de los vecinos de Lisboa han perecido; las casas se tambalean y se derrumban; las fortunas se disipan; cada superviviente ha perdido algo. Los vecinos vagan atribulados por las calles, enloquecidos de horror”.
Entonces pasa a hablar de un célebre poeta portugués que al día siguiente publica en el principal periódico unos versos que hablan de “gorjeos del ruiseñor” de “plata de los raudales” y “mutaciones seductoras de rostro encantador” o bien, que “en las oscuras nubes, púrpura rosada, ambarino fulgor”, y cosas así.
- Te recomendamos Si se agotan los materiales, ¿colapsan las civilizaciones? Laberinto
Dostoyevski vaticina que los lectores “darían muerte en el acto, allí mismo, coram populo, a su poeta célebre”, pues la jornada anterior no habían escuchado “trinos de ruiseñor” sino el rugir de la tierra, y “hasta se les antojó ofensiva y antifraternal la conducta del poeta, capaz de cantar cosas tan triviales en tan graves momentos de la vida”. Según criterios dostoyevskianos, ahora los escritores debemos ocuparnos del virus. Otro tema sería antifraternal y ofensivo.
Así se ha venido haciendo. Prosistas, poetas y celebridades de mala pluma se han consagrado a transmitir su experiencia en tiempos del coronavirus. Y ya empezamos a notar que el virus no da para tanto, pues a menos que haya un talento que vea más allá de lo visible, la experiencia de encierro de alguien se parece demasiado a la de los demás, y en busca de un toque dramático y original, se cae en mayor banalidad, tratando de convertir en miseria y desventura el mero hecho de ayudar a los hijos con las tareas escolares o subir un kilo o perder la cita con el peinador o el psicoanalista.
Tanta puerilidad hace que surja otro tipo de articulista: aquél que se cree la única persona sensata en el mundo, el único que lleva con estoicismo su encierro y entonces se da el lujo de pontificar con frases de misal: “Si los seres humanos nos diéramos cuenta de lo bella que es la vida, no hallaríamos consuelo en el odio, sino en un amor que nos llevara a convivir unos con otros en paz”.
Quizás Dostoyevski tenga razón, pero su ejemplo es de terremoto. Algo que dura unos segundos aunque tenga consecuencias más prolongadas. Cuando las cuarentenas se alargan a cincuentenas o sesentenas, el estribillo se gasta. A estas alturas, mi querido Fiódor, yo prefiero unos versos sobre los gorjeos del ruiseñor y el albarino fulgor.
Y no hace falta ser Bertrand Russell para notar que este texto se contradice a sí mismo.
SVS | ÁSS