En la literatura clásica, el individuo común tiende a ser desconfiado y medroso, concentra sus afectos, lealtades y certezas en un círculo muy pequeño y próximo, generalmente la propia familia, la tribu o la ciudad. También tiene la propensión a considerar al ajeno a este círculo como un intruso potencialmente subversivo. En la épica y la tragedia griega, a menudo la actitud de un extranjero que transgrede los principios de la hospitalidad constituye el resorte del conflicto y el comienzo de la desgracia. Sin embargo, desde la época helenística existe una tradición que, más allá de los apegos y arraigos locales, señala la relatividad del origen, exalta la dignidad intrínseca de lo humano, y proclama el universalismo. Estos primeros cosmopolitas, los cínicos, son unos provocadores recordados por los desplantes de Diógenes, quien se reputaba ciudadano del mundo rechazando las adscripciones griegas y esgrimía su desafiante autosuficiencia ante los poderosos como Alejandro Magno (“pídeme lo que quieras”, “no me tapes el sol”). El cosmopolitismo inicial de los cínicos, y luego de los estoicos, abstrae al individuo de sus circunstancias (nacionalidad, género, fortuna, rango social, poder) y lo asimila al concepto más amplio de la humanidad, asumiendo la posibilidad de ciertas obligaciones de reciprocidad y solidaridad, simplemente por compartir esa condición. La noción de los derechos humanos universales, las intervenciones humanitarias, la ayuda trasnacional ante desastres naturales y muy diversas formas de cooperación e interacción internacional están fundadas en estos remotos y excéntricos antecedentes.
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En su libro La tradición cosmopolita. Un noble e imperfecto ideal (Paidós, 2020), Martha Nussbaum rastrea, desde los filósofos grecorromanos hasta Hugo Grocio y Adam Smith, la historia de la aspiración cosmopolita y plantea los problemas recurrentes para definir y materializar derechos de justicia globales y obligaciones mutuas en materia internacional. Para Nussbaum, la idea de resistencia de la dignidad humana a cualquier circunstancia exterior (pobreza, esclavitud, enfermedad) en la que creían cínicos y estoicos llevó a descuidar las bases materiales que inciden en la capacidad del ser humano para desplegar sus virtudes. Porque, como se pregunta la autora, ¿hasta dónde se degrada el concepto de humanidad en circunstancias extremas de desigualdad, inseguridad, privación material, carencia educativa o desposesión política? Por eso, su pesquisa apunta hacia una visión realista de los límites y posibilidades de la tradición cosmopolita, que equilibre intereses nacionales y aspiraciones universales y mejore la cooperación global y el bienestar general. El atractivo moral de su postura se combina con la afable erudición y la claridad expositiva. Se trata de un oportuno seguimiento de las huellas de la noble tradición cosmopolita, más amenazada que nunca por el solipsismo, el aldeanismo y la beligerancia divisiva de la política contemporánea.
AQ