Como nunca antes, las formas de socialización han sido alteradas por los efectos de la pandemia que suple la interacción continua y casi demencial por el encierro solitario o con la familia más próxima. Sin embargo, desde los anacoretas asiáticos o los padres del desierto hasta J.D. Salinger, pasando por los místicos rusos o los ermitaños europeos, existe una tradición de solitarios irredentos, cuyo ánimo de apartamiento contrasta con el carácter gregario de la especie. En su libro A Pelican in the Wilderness. Hermits, Solitaries and Recluses, la escritora inglesa Isabel Colegate se refiere a esta genealogía de excéntricos y realiza una digresión erudita y amena sobre esa perenne ansia de evasión y soledad.
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¿Quienes eligen el apartamiento? Disidentes o perfeccionistas religiosos, filósofos trascendentalistas, ecologistas radicales, artistas ariscos, chamanes, teósofos o aventureros. Los fugitivos tienen muchas razones de repulsa del mundo y adoptan varias modalidades de huida. Los padres del desierto, por ejemplo, conforman una temprana protesta contra las jerarquías y comodidades de la naciente Iglesia y aspiran a un paradigma de fe más puro y riguroso. En otros casos, el motivo es la búsqueda de la sabiduría o la inspiración artística, el llamado de la naturaleza o el rechazo a las convenciones de género (la subversiva y deslumbrante Isabelle Eberhardt). Algunos se encierran en una ermita o un monasterio; otros se recluyen en cabañas en el bosque, otros peregrinan y mendigan por caminos remotos y otros, como Simón el Estilita, se elevan sobre una inalcanzable columna en el desierto.
Hay varios rasgos que caracterizan al ermitaño: la renuncia a las posesiones materiales; la dieta frugal; el gusto por el trabajo manual; el ascetismo que a veces lleva a la mortificación (los denominados “locos de Dios” o los fakires); el sentido de comunión con todo lo vivo (la leyenda de su ascendencia sobre los animales salvajes) y la estricta vigilancia sobre sus propias pasiones (las tentaciones de San Antonio tan vivamente evocadas por Flaubert). El aislamiento voluntario, la sencillez de las costumbres y la vuelta a la naturaleza van constituyendo un ideal cada vez más amplio y, a partir de Rousseau y los románticos, se convierten en un popular rito de paso.
Se supone que la soledad potencia el poder de la reflexión, la meditación o la oración y ayuda a desarrollar la compasión, la humildad y otras virtudes sociales. El aislamiento y el enfrentamiento con uno mismo son requisitos para la adquisición de conocimiento o clarividencia y muchas veces el retiro es temporal o parcial, como el del chamán, que una vez cumplida su iniciación regresa al seno de la tribu, o el eremita que ofrece auxilio espiritual a multitudes. Así, soledad y sociabilidad pueden alternarse fecundamente y acaso, como sugería John Stuart Mill, estos gestos de fuga individual terminan purgando y fortaleciendo el cuerpo social.
ÁSS