En plena época de formular las intenciones para el año nuevo recuerdo la frase del escritor satírico Mark Twain (1835-1910): “Ahora [fin de año] es el momento aceptado para hacer los habituales buenos propósitos anuales. La siguiente semana podremos comenzar a cubrir el camino hacia el infierno con ellos, como es la costumbre. Ayer todos fumaron su último cigarro, tomaron su última copa y maldijeron por última ocasión. Hoy somos una piadosa y ejemplar comunidad”.
Pedimos al amable lector pensar en algunos propósitos que no haya podido cumplir, y para tratar de averiguar a qué se deberá tan común como penosa situación que nos sucede a todos, mediante dos formas complementarias de verlo intentaremos la riesgosa tarea de analizar (deconstruir es una mejor palabra) las usuales —y fallidas— explicaciones del estilo de “me falta fuerza de voluntad”, “tengo que echarle más ganas”, “necesito planear mejor” y similares, porque esos engañosos argumentos no bastan para comprender las causas de los repetidos fiascos.
En una entrega anterior, al tratar de responder la inocente pregunta de si existe el futuro, comentamos cómo la usual confusión entre presente, pasado y futuro nos lleva a pensar la vida como un inacabable enfrentamiento ante decisiones por tomar, y entonces nos mortificamos tratando de elegir la mejor posible, para muchas veces arrepentirnos porque hubiera sido mejor haber tomado una decisión y no otra.
Por supuesto, se puede y debe estudiar, analizar y decidir si escoger A en lugar de B, o titubear o hasta lanzar una moneda al aire, pero nada de ello es reversible una vez que sucedió. Realmente no se puede hablar de que yo tome una decisión, sino de que yo sea mi decisión, asumiendo por tanto las consecuencias de mi acción irreversible. Lo único que cabe, si acaso, es asimilar la experiencia de una mala elección para intentar no repetirla en el futuro, pero de nada me sirve ni servirá seguirme recriminando por ello.
Las decisiones, sobre todo las existenciales, las que se refieren a quién soy —o voy a ser— en el mundo, no solo se toman; más bien se “son”, se ejercen, y en ese momento ya es demasiado tarde como para arreglar algo arrepintiéndome, lamentándome, enojándome o mil cosas similares, además de ser una desviación egocéntrica que tan solo se sirve a sí misma, como luego veremos.
La mítica (más bien falaz) fuerza de voluntad no existe en realidad, pues las decisiones que yo tomo en la vida no tanto las escojo sino que en realidad las asumo: las soy (conscientemente o no, da igual). Mi decisión respecto al tema “X” es un camino (¡único, una vez que lo recorrí!) que me conduce de donde hoy me encuentro hasta ese lugar del futuro —cuando en efecto yo ya sea o tenga ese “X”—, y poco lograré al engañarme con la ilusión de que debo esforzarme por alcanzarlo, o de no cejar en mi empeño por mantenerme fiel a esa supuesta decisión, pues mientras esta no sea asumida como un camino de la vida, solo será un espejismo más en el abierto mapa de posibilidades futuras… que aún no soy, y por tanto las contiene a todas en paralelo. Pues bien; de todas esas yo solo seré una.
Hoy fumo, y sé que eso es malo para la salud y molesta a los demás. Me propongo, pues, dejarlo. Me cuesta un enorme trabajo, y entonces acudo a mi supuesta debilidad o falta de fuerza de voluntad como pretexto para entender por qué fracasé en mi empeño; ya llegarán tiempos mejores, y quizá mientras yo deba “fortalecerme” de alguna incierta forma para más adelante asumir el desafío. No llegaré lejos con este autoengaño, y más bien solo me llenaré de reproches como respuesta ante mi aún no percibida incapacidad de convertirme en mi decisión, pues no podré avanzar mientras la siga considerando como una más de entre la enorme cantidad de variantes —externas a mí— que me depara el incierto futuro.
Si quiero dejar de fumar debo, en el momento en que así lo decida, asumirme como una persona que no fuma; ser un no fumador; muy posiblemente eso no disminuirá mi deseo por seguirlo haciendo ni mi desesperación por la falta de nicotina, pero sí acortará la distancia entre quien soy y quien (me) digo que soy, y allí reside la clave de esta —y de cualquiera otra— decisión: soy mi camino, este que actualmente recorro, y no una hipotética y deseable posibilidad futura. Podría parecer demasiado abstracto, pero es lo único real: lo demás son suposiciones ilusorias o hasta perversa y egocéntricamente falseadas acerca de alguien que no soy; de una eventual imagen de mí que alguien, no importa quién, me dice ser… pero no es cierto: ni lo asumo ni lo soy —solo lo creo, lo pienso o lo digo—, y por eso fracaso.
La única opción viable para dejar de fumar —o cosas similares— es convertirme en una persona que no fuma; ninguna otra cosa funcionará.
Conviene ahora detenernos a examinar el segundo concepto fundamental: las relaciones entre el espacio y el tiempo, pues nos ayudará a completar nuestro entendimiento de por qué tantas veces fracasamos en los intentos por llevar a cabo nuestros planes o en mejorar malos hábitos.
Por su naturaleza, las ideas, y las palabras con las cuales pensamos, ocupan un lugar en el espacio físico, una hoja de papel, un circuito electrónico o, de alguna forma aún no bien entendida por la ciencia, en mi corteza cerebral en forma de memorias o intenciones: es allí donde residen.
En contraposición, las acciones (cualesquiera que sean) suceden en el tiempo, y ese es por tanto su dominio de existencia: una acción solo puede ocurrir en el presente… cuando ocurre, aunque tal vez ahora ya pertenezca al pasado —y es irreversible— o apenas acontecerá.
Todos sabemos que el espacio “normal” es de tres dimensiones, pero acaso no esté claro el concepto mismo de dimensión. El punto es el espacio de cero dimensiones (y no hay nada más que se pueda decir sobre él, porque tiene grado de libertad cero). La línea es el espacio de una dimensión: dado un punto cualquiera en ella, existe una forma unívoca de identificarlo mediante su coordenada; igualmente, dados dos puntos cualesquiera sobre ella, una sencilla resta describe la distancia entre ambos. El plano es el espacio de dos dimensiones: dado un punto cualquiera en él, existe una forma unívoca de identificarlo mediante un par de coordenadas, y en la escuela secundaria todos aprendimos la ecuación que describe la distancia entre dos puntos de una superficie. En el espacio normal —euclidiano, tridimensional— se requieren tres números para identificar un punto, y la ecuación para determinar la distancia entre un par cualquiera de ellos es similar a la del plano, pero un poco más elaborada. El espacio de cuatro dimensiones es por completo similar, y en la física moderna el tiempo cumple la función del cuarto número requerido para identificar plenamente los puntos (que ahora se llaman eventos).
Desde esta perspectiva decimos que las acciones suceden en el tiempo, pues las coordenadas espaciales no bastan para definir los eventos. No debemos confundir un pensamiento —frases textuales, residentes en el espacio o la memoria—, con las acciones que le “dan vida” en el tiempo, en forma similar a como nadie supone que puede comerse el platillo descrito por una receta sin antes haberlo cocinado.
Así como conviene no perder de vista la gran diferencia existente entre leer una receta para cocinar un pastel y el hecho de prepararlo y comérselo, tampoco resulta ni bueno ni práctico confundir los planes en los que he pensado con el muy diferente hecho de poner en marcha esos planes. Unos (las ideas, los ensueños, los grandes proyectos) simplemente residen en el espacio de mi memoria —y allí los “acaricio”, los contemplo, me regodeo con ellos, etcétera— pero, para llegar a ser, deben cobrar vida mediante mis acciones en el tiempo; si no les aplico un agente procesador para darles la posibilidad de ser, por sí solos no despertarán ni tendrán tampoco mayor valor real para mí. Ese agente procesador, por supuesto, soy yo (¿quién más podría serlo?).
Desde este abstracto y conceptual punto de vista, la pobre correspondencia usual entre mis deseos, mis propósitos y sus resultados suele deberse a esa confusión espacio-temporal que para nada me ayuda, además del innecesario hecho de complicar las cosas con el espejismo de la fuerza de voluntad… que no es sino un deseo más. Si no me convierto en mi decisión, esta —como simple receta textual y estática que es— seguirá ocupando tan solo el sitio en el espacio al que por definición está confinada, pues no es pasado ni presente ni futuro… porque no está en el dominio del tiempo y aún no es; solo puedo pensar en ella, y tal vez, por supuesto, engañarme a mí mismo creyendo que ya existe.
Para encauzar mejor mis esfuerzos entre voluntad y praxis (nótese que no dijimos fuerza de voluntad sino tan solo voluntad) me ayudará entonces comprender cómo en realidad mi plan o mi decisión solo pueden tomar vida si yo, como agente procesador, logro sacarlos del dominio del espacio de la mente o del documento para transformarlos en una acción práctica que se desarrolla en el tiempo, pues el tiempo es el dominio del ser y del hacer, no del pensamiento, que tan solo es textual. “La prueba del budín consiste en comérselo” reza un viejo refrán: o sea, dejemos de pensar o decir que vamos a hacer algo, y pongámonos a hacerlo… solo que no resulta tan fácil.
¿Qué hacer entonces para conseguir mis propósitos? En forma esquemática podría hablarse de varios acercamientos:
“Con fuerza de voluntad”: muy usual, pero suele desvanecerse en corto tiempo, por carecer de bases firmes, pues en realidad la fuerza de voluntad no es sino uno más de los múltiples deseos de los cuales tenemos llena la cabeza, y por tanto allí no está la solución. Recordemos que los deseos, los planes y los propósitos tan solo ocupan un lugar en el espacio —la memoria o el papel—, y a cambio las acciones suceden en el tiempo: para nada son intercambiables ni similares, y representan realidades muy diferentes; si las seguimos confundiendo únicamente complicaremos más las cosas y nos mantendremos alejados de conseguir esas intenciones.
“Solo por hoy”: método un tanto triste y de mediana efectividad empleado básicamente para resistirse ante los ataques de las adicciones y los malos hábitos; lo adoptó Alcohólicos Anónimos a falta de algo más profundo y más firme — aunque de ninguna manera pretendo aquí demeritar la importancia social ni el valor de esos esfuerzos—. Digo “triste” porque en realidad quien lo sigue es básicamente un rehén de su miedo de recaer, y nunca deja de temer el fracaso porque solo bordea, pero no habita, la confianza de ya no ser aquel que era. En realidad no se transforma; solo merodea temeroso en las cercanías del ser.
Convertirme en mi decisión: aunque acaso nos rebelemos ante la idea, es en realidad el único camino firme que existe, pues todos los demás métodos pueden con facilidad revertirse al dominio del espacio, de los pensamientos y de las necesidades del ego; de las palabras, la voluntad y los deseos insatisfechos; de los planes irrealizados o abortados y, en general, de la confusión entre el espacio y el tiempo: esa errónea y perniciosa identificación entre las ideas y las acciones que me enreda y me frustra impidiéndome avanzar. Si algo ha de ser, lo será en la dimensión kármica expuesta en un ensayo anterior: es allí donde se desenvuelven los actos.
Así, la prácticamente desapercibida aunque omnipresente participación del ego en todas mis cuestiones puede también explicar muchos de los “misterios” de mi actuación, como el (usual) caso de mi desesperación por mis repetidos fracasos en los proyectos que emprendo, pues suelo iniciarlos con entusiasmo pero pronto los abandono, y muchas veces no por flojera o falta de empeño, sino por causas más profundas que se me escapan. Ya habrá ocasión de tratar el peliagudo tema, y por lo pronto expreso a los hipotéticos y aguerridos lectores mis mejores deseos para el nuevo año.
Guillermo Levine
www.glevineg.com
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