Durante 40 años, Daniel Mordzinski (Buenos Aires, 1960) ha retratado a los habitantes de la República de la Letras. Viajero infatigable, el fotógrafo trabaja en un “ambicioso ‘atlas humano’ de la literatura”. El corresponsal gráfico de El País celebra en 2018 cuatro décadas de la captura de su primera fotografía de un autor —Jorge Luis Borges—. Fotógrafo entre escritores, Mordzinski tiende puentes entre imágenes y palabras, con un gesto de camaradería infinita. En esta entrevista, conversa sobre el oficio de fotógrafo y los letraheridos, aborda la complicidad creativa y la pasión por su trabajo, y pondera la obra de Gisèle Freund y Henri Cartier–Bresson.
¿Cómo suelen recibir los escritores tus propuestas estéticas y simbólicas en cada fotografía?
Soy totalmente intuitivo, improvisador, juguetón, divertido, travieso. Una fotografía de una persona tiene mucho del retratado. En mi caso, procuro que tengan mucho de sus universos literarios y claramente algo de mí, porque si no serían fotomatones, fotografías de pasaporte. Si algo me he ganado en estos 40 años retratando la literatura es el respeto de los escritores. Ellos saben que nunca los voy a traicionar. Estamos en el mismo bando, no hago trampa. En las puestas en escena que propongo es muy difícil que un escritor le diga que no a un lector y yo soy un gran lector. Tengo pequeños truquitos para cuando veo que se la están pensando demasiado. Les he dicho “como el personaje de tu último libro”. Recuerdo que cuando acompañé a Vargas Llosa a Estocolmo para recibir el Nobel había escuchado que iba a llegar alguien de la Fundación para ayudarle a vestirse y entonces le dije a Mario: “Me encantaría estar en el cuarto mientras te estás vistiendo”. Me dijo: “Estás loco, Daniel. ¿Cómo vas a estar ahí?”. Le contesté a Mario: “Como se admira a un torero”. Cuando sabes los gustos de los escritores —a Vargas Llosa le encanta la tauromaquia—, es el argumento decisivo. Luego la foto que le hice dentro de la cama leyendo con una vela es una evocación de El pez en el agua. Yo recordaba que narró que cuando era chico se quedaba por las noches leyendo, pasaba su madre y decía: “Mario, apaga la luz”. Y qué hacía Mario: se metía abajo de las sábanas y seguía leyendo con una linternita. La producción no dio para una linternita pero se consiguió una vela e hicimos esa foto.
¿Qué opinas del trabajo de Gisèle Freund, cuya colección de retratos la incluye en la categoría de “fotógrafa entre escritores”?
Para empezar, la retraté. Mi retrato con Gisèle Freund fue evidentemente fruto de una admiración. Fue como pedirle a Messi: “¿Te puedo hacer una foto?”. Yo no me retrato, en general, con escritores. Prefiero estar en la esencia. Me encanta que se reconozca una fotografía mía sin leer el pie de foto y no necesito aparecer en ella. A Gisèle Freund y a mí nos unen un montón de cosas, como una especie de barco común. Procedemos de familias de origen judío. Ella escapó de la Shoah y yo de la dictadura militar argentina —proporción guardada—. Hay historias cruzadas comunes y que en mi caso alimentan aún más mi admiración. Sobre todo en la época en la que ella retrató a los grandes cuando eran jóvenes. Quiero decir que un grande cuando todavía no lo es tiene un valor suplementario. Los jóvenes que fotografío van a ser los Carlos Fuentes, los García Márquez, los Vargas Llosa de mañana. Entonces estaré aún más orgulloso de haber apostado por esos jóvenes.
¿Cómo percibes la obra de Henri Cartier–Bresson, otro “fotógrafo entre escritores”?
Todo lo hizo bien. Fue un especialista en todo. También lo quise retratar. Nunca lo había contado. Me acerqué simplemente con educación y tal vez no supe encontrar las palabras justas. Siempre es difícil decirle a un desconocido cuánto lo admiras y cuánto le quieres y cuánto han contado sus imágenes en las tuyas. Tal vez no supe decirlo. En todo caso le pedí hacer una foto y no aceptó. Hubo desilusión porque una persona que se pasa la vida pidiéndoles a los otros que se dejen fotografiar creo que podría aceptar. Aunque no te guste, como a mí. Yo no tengo ningún placer especial en salir en las fotos. Pero cómo me voy a negar a fotografiarme por un colega. Cuando te pasas la vida jorobando a los otros, lo mínimo es aceptar también, pero no juzgo, como tampoco juzgo a los personajes de las novelas que leo. Tal vez no era un buen momento, pudo ser un mal día: todos los tenemos. En todo caso, no pude conservar una imagen de él y lo cuento porque sí lo logré con Gisèle Freund.
En Y Pasavento ya no estaba, Enrique Vila–Matas recuerda que fotografiaste a Borges con una Nikkormat que pertenecía a tu padre. ¿Cuáles son tus cámaras fotográficas predilectas?
No le doy gran importancia. Me acuerdo de que cuando era chico había una gran fascinación por los coches. Yo nunca me supe la marca de los coches. Para mí eran cajas de metal con cuatro ruedas que nos permitirían movernos de un punto a otro. En el caso de las cámaras es importante el dominio de la técnica, pero no hay que ser esclavo de ella. La técnica sin sentimiento, sin pasión, sin humildad, no sirve para nada. Hice mis primeras fotos con la vieja Nikkormat de mi padre, como dice en el homenaje el gran Enrique Vila–Matas. Soy un groupie total de su literatura. Yo lo adoro. Seguramente conoces la foto en la que se está abriendo el abrigo y adentro están los vilamatitas.
Me encanta esa fotografía. Es muy acertada en el contexto de la obra vilamatiana.
Tuve que preparar las fotos y colgarlas en el interior del abrigo. Convengamos que tiene mucho que ver con él, con la mise en abyme. Una vez en París, con Paula de Parma, me contó algo que me pareció tan tierno y que es el más grande piropo que me pueden hacer de una fotografía. Me dijo: “Esa foto es la preferida de mi mamá”. Pensé: “¡La consagración total!”.
¿Cómo recuerdas el encuentro con Borges, el primer escritor que fotografiaste, la “letra Aleph” de tu cartografía literaria?
Estoy escribiendo no para publicar sino para no olvidar. Sabes cómo son los cajones de la memoria. Se van perdiendo cosas o no recuerdas en cuál cajón las has guardado. Soy afortunado por la gente que conozco, por el lugar que me dan en sus vidas, por la intimidad que puedo penetrar. Hay historias que me ha tocado vivir y que puedo compartir con otros letraheridos. Entonces es para no olvidar. En este ejercicio de rescribir tu propia vida vienen recuerdos, aparecen en los sueños y seguramente a veces los completas inventándolos. En el caso de Borges, recuerdo con una gran nitidez que yo estaba estudiando en el Colegio Nacional 17. Tenía una profesora de Literatura. Era muy generosa y dictaba cursos de cine, de fotografía y de literatura extracurriculares y gratuitamente. Me enseñó a leer y me enseñó a mirar. Cuando terminé el colegio secundario me inscribí en la Escuela Panamericana de Arte. Ahí conocí a mi profesor favorito, Ricardo Wullicher, que había tenido éxito con la cinta Quebracho. Un día después del curso me dijo que le gustaría que yo estuviese presente en un nuevo rodaje. Me dieron cita en la Biblioteca Nacional y cuando entré a la gran sala vi al poeta ciego sentado. Como era mi primer día de rodaje evidentemente estaba muy atento porque iba a aprender, no quería que pareciera que me aprovechaba de mi trabajo para hacer fotos. Entonces esperé un intervalo. Me acerqué y me presenté. A Borges le gustó que lo hiciera, seguramente porque, al ser ciego, podría haber hecho fotos sin consultarle. Le dije mi nombre, que estaba trabajando en la película y que no tenía cámara pero que mi papá me había prestado la suya y que quería hacerle unas fotos. Seguramente mi voz, que temblaba, llamó su atención. Me volvió a preguntar mi nombre, lo repetí y ahí, tras un silencio, le comenté que lo había leído y que me gustaban mucho sus cuentos y poemas. Entonces Borges me buscó con la mirada sin mirarme, me tomó del brazo y me preguntó: “Joven, ¿qué le gusta de mis cuentos?”. Te imaginas: yo tenía 18 años. Intenté estar a la altura de semejante pregunta. Esa tarde no solamente hice mis primeros retratos de un escritor, sino que aprendí cosas esenciales de la literatura, la fotografía y el cine, y una de ellas es que la humildad es un rasgo fundamental del artista. Y eso no lo olvido 40 años después. Borges fue el primero. Luego han venido muchísimos más con los que procuro conservar esa pequeña torpeza fresca del jovencito. A pesar de que le puedes tener mucho respeto a una persona, respiras hondo, te acercas, pides la debida autorización y guardas instantes de vida. A veces me cuestiono: “¿Qué haces, Daniel? ¿Por qué no cuelgas los guantes? Llevas 40 años retratando la literatura en una suerte de mito de Sísifo imposible”. Cuanto más subo la montaña más me caigo. Cuanto más retrato escritores más me faltan por fotografiar y me doy cuenta de lo maravilloso que es vivir, porque en el fondo no lo resumo a una cifra, no se trata de retratarlos a todos —no es una guía telefónica—, sino de disfrutar y hacer disfrutar en cada uno de mis encuentros, de pasar un momento divertido, de aprender del otro. Lo que estaba arrinconado en esas 18 velitas cuando fotografié a Borges sigue vivo en mí. Por eso no cuelgo los guantes.