El año de la peste: el coronavirus de hace 355 años

Escolios

En el auge del Covid-19, vale la pena recordar la obra de Daniel Defoe que reconstruye la epidemia de fiebre bubónica que asoló a Inglaterra en el siglo XVII.

En 1665 la peste se extiendió en Londres. (Wikimedia)
Armando González Torres
Ciudad de México /

Casi todos los recuentos de las epidemias, desde Tucídides hasta Camus, comienzan así: una enfermedad sin causa y sin cura se propaga extensamente, afecta las certezas, mina las formas de convivencia, disloca las jerarquías, desata el pensamiento mágico y amenaza con instaurar el caos.

El Diario del año de la peste de Daniel Defoe reconstruye narrativamente, con precisión y fuerza alegórica, la epidemia de fiebre bubónica que asoló a Inglaterra en el siglo XVII y que el escritor vivió de muy niño. En 1665 la peste se extiende en Londres, todos los que tienen dinero inician un éxodo al campo con sus familias y sus sirvientes, el narrador, un acomodado comerciante de talabartería, duda en abandonar la ciudad, pues teme por la seguridad de sus posesiones y tiene un vago sentido de solidaridad cívica. Irresoluto, decide consultar la Biblia al azar y encuentra un versículo en el que interpreta que Dios lo protege, lo que lo convence de quedarse.

Poco a poco, a su barrio afluente lo rodea la peste, que primero se había ensañado con los arrabales. Tras las laceraciones de las primeras muertes, y ante la profusión de la mortandad, el llanto sale sobrando y sólo se instala una sorda tristeza y desolación en la ciudad. La extrema incertidumbre hace que muchos se refugien en la religión y otros en las supersticiones, profecías y amuletos. También proliferan médicos impostores y curanderos improvisados que esquilman a los pobres con pócimas falsas.

Las medidas de la autoridad son drásticas: las casas donde habitan infectados se marcan visiblemente y se clausuran con todo y sus habitantes (lo que a menudo condena a muerte al enfermo y toda su familia); se suspenden las pompas funerales; se decreta el sacrificio de todos los perros y gatos (aunque ello limita las defensas contra las ratas) y se cavan inmensas fosas para arrojar a los muertos, a las que muchos infectados acuden delirantes a enterrarse vivos. Cierto, no faltan aquellos que, mientras permanecen abiertas las tabernas, se reúnen para blasfemar y mofarse de los demás.

Sin embargo, a medida que la epidemia arrecia, la convivencia se descompone hasta el terror, muchos padres abandonan a sus hijos o viceversa y los cuidadores abrevian violentamente la vida de los contagiados. En la época más álgida de la epidemia, ya no es fácil salir de Londres, pues los habitantes del campo rechazan a los citadinos. Muchos pobres que huyen de la ciudad mueren, más que de la peste, de miedo o inanición; otros viven en la campiña como ermitaños o en pequeños grupos y, como Robinson Crusoe, tienen que hacer acopio de todo su ingenio civilizatorio para sobrevivir.

Cuando el desastre se vuelve inaudito, se produce un relajamiento funeral: todos se saben cadáveres y, apabullados sus egos, los inunda una mansa sociabilidad. El invierno se apiada de estos fantasmas y desvanece la enfermedad; un año después, el gran incendio de Londres terminará de purificar los miasmas de la epidemia.

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