David Toscana: “Leer es imaginar e imaginar es parte de la libertad”

Entrevista

El autor de El peso de vivir en la tierra explica su fascinación por la literatura rusa, a la cual le hace homenaje en su nueva novela.

David Toscana, novelista mexicano. (Foto: Araceli López | MILENIO)
Carlos Rubio Rosell
Madrid /

Hay en la nueva novela del escritor David Toscana, El peso de vivir en la tierra, una clara intención de invitar al lector a descubrir el imponente y maravilloso universo de la literatura rusa, sus autores y personajes, pero también las fascinantes historias que subyacen detrás de su creación, los empeños, penurias, delirios y excesos. Se trata, como dice el propio Toscana (Monterrey, 1961) en entrevista con Laberinto, de un gran homenaje que viene a ser la contrapartida de lo que en su momento habría hecho Cervantes en su Quijote, donde a pesar de que agravia la novela de caballerías, la obra termina convirtiéndose en un homenaje a esos títulos, pues hoy en día, recuerda el escritor regiomontano, “muchos de los libros de caballerías que sobreviven se lo deben a don Quijote”.

Toscana explica que en El peso de vivir en la tierra (Alfaguara, 2022) quiso, “quijotescamente”, pasar por el mismo camino, “aunque sabemos”, agrega, “que la literatura rusa no es de héroes, sino de antihéroes en su mayoría. Así que este Quijote mío antes que pensar en héroes, piensa en todas estas situaciones de la condición humana que no necesariamente tienen que ser muy bajas, pero tampoco son tan elevadas. Y el homenaje no es solo a la literatura rusa, sino a los escritores rusos, porque si echamos la vista atrás, hemos visto que Rusia ha sido un país que dentro del zarismo, después el comunismo y ahora con el putinismo, siempre ha tenido la bota encima de la libertad de expresión, y al documentar la novela prácticamente no encontré ningún escritor ruso valioso que no fuera perseguido, gulagueado, ejecutado, encerrado, siempre viviendo en un ambiente donde les empezaban a coartar la libertad de expresión”.

Esta obra, tu décimo primera novela —Toscana es autor, entre otros, de títulos como Estación Tula, Duelo por Miguel Pruneda, Los puentes de Königsberg o Evangelia— es también un claro homenaje a los grandes personajes de la literatura rusa de los siglos XIX y XX. ¿Por qué?

Lo valioso que tiene un escritor es su obra. Y en este caso tenemos una obra llena de personajes. Para un escritor lo más difícil es crear un personaje. Y los rusos tienen a Ana Karenina, a los hermanos Karamazov, a Raskolnikov, a un montón de personajes que se han convertido en emblemáticos de algo, incluso los menos leídos como Oblomov, personajes todos que representan algo más allá de la novela, como si se salieran de ese espacio. Así que por un lado tenemos a los personajes y por otro a los escritores, a quienes de alguna manera también convierto en personajes, porque tienen unas biografías muy interesantes por la forma tan intensa que tuvieron de vivir la literatura, a tal punto que estaban dispuestos a dar la vida por ella. Hoy nos tuercen un poquito por lo políticamente correcto y ya tenemos miedo a los juicios de Twitter o las redes sociales, y en cambio hay que ver a lo que se enfrentó esta gente. Pasternak mencionaba que lo estaban orillando al suicidio, y hay que imaginar su situación, cuando todo un país lo estaba condenando como un traidor por haber dado su novela a publicar fuera de Rusia. Mucha gente no entiende tampoco lo duro que era el destierro, porque gente como Solyenitzin no iba a recibir su Nobel porque sentía que después no lo iban a dejar regresar. Así que ellos como escritores le debían mucho a su tierra y sentían que si los dejaban fuera no iba a poder escribir, y se sacrificaban tanto económicamente como en sus propias personas por la escritura. Y esto es algo que abordo en esta novela.

¿Qué te lleva a la literatura rusa, porque esta literatura nacional y no otra?

No es elección, sino inclinación, como esos amores que llegan desde que comencé a leer muy joven. Los primeros dos libros que leí como enamorado de la literatura fueron Don Quijote y Crimen y castigo, dos libros que he leído y releído. Y en este libro está la presencia de los rusos, como el vaso de Dostoievski, que es el que mejor se destila con esos elementos del asesinato de la usurera, la tuberculosis, la prostitución, y sutil y argumentalmente está la novela de Cervantes. A partir de ahí, me he sentido cercano emocionalmente a Chéjov, quien también está muy presente en esta novela. En general, creo que la literatura rusa es muy imaginativa, valiente, rica, innovadora y, sobre todo, muy humana, cargada de una filosofía que verdaderamente se puede llevar a lo que es el ser humano y no a cuestionamientos extraños, como por ejemplo en Thomas Mann o en ese tipo de escritores. En la literatura rusa hay una filosofía que puedes llevarte cargando en el alma te pase lo que te pase o vayas a donde vayas.

Pensando en el panorama de literaturas nacionales, ¿qué detalles observas que singularizan a la literatura rusa?

Encuentro una fuerza que no hallo en otras literaturas. Si podemos hacer una comparación muy directa entre Ana Karenina y Madame Bovary, por ejemplo, para mí la rusa está llena de fuerza, de locura, trastorno, de personajes interesantes con psicologías torcidas, y la francesa se me queda un poco tibia en todo esto. Y no es que hable mal de la literatura francesa, es que uno simplemente no se enamora siempre de la chica bonita. No voy a discutir que la novela de Flaubert no pueda ser tan atractiva como la de Tolstói, pero uno no elige siempre de quién se va a enamorar.

¿Y cómo enmarcarías la literatura mexicana frente a la rusa?

Me cuesta trabajo ponerlas en una báscula. Siento que hay diferencias, aunque quizá sí haya una visión trágica de la vida. La mexicana también es una literatura de antihéroes. En México tenemos, por ejemplo, lo caciques, y en Rusia hay también un mundo rural que se manejaba de manera parecida; en Rusia había la nobleza y los siervos, y en México estaban los poderosos y los subyugados. Así que la sensación de que se vive en un mundo injusto está en ambas literaturas. Y hay dos revoluciones muy cercanas en el tiempo.

Raskólnikov, escribes, buscaba la razón, el argumento, cuando lo cierto es que habitaba el mundo de los locos. En esta novela todos parecen vivir en un mundo de locos.

Esto tiene que ver con la idea de que Raskólnikov cree que es muy racional, pero lo cierto es que es muy impulsivo y apasionado, y sus razones están al servicio de su ánimo y no al revés. Los griegos dicen que la razón tiene que controlar el ánimo, pero aquí tenemos un ánimo que él no siente que esté desbocado, y aunque él no lo cree, al leerlo nos decimos que sí está un poco trastornado. Y eso que mencionas también tiene que ver con don Quijote y su relación con Sancho Panza. En mi novela hay muchos Sanchos. Por otra parte, hay esa libertad que tienen los niños para imaginar mundos, algo que cuando creces te obligan a ya no vivir. Pero la invitación a modelar tu propia realidad es muy tentadora y la idea de que si no tuviéramos tantas presiones, estaríamos dispuestos a llevar a cabo, por ejemplo, reuniones en un café e imaginar que somos cosmonautas, como ocurre en mi novela, o a discutir la literatura no como algo intelectual, sino como algo más vital. Y empezaríamos a tender a cierto quijotismo o raskolnikovianismo, o incluso a un cierto karamazovianismo, pues en este aspecto hay tres tipos: uno que trata de ser moderadamente religioso; otro que trata de ser intelectual, y otro que trata de ser muy apasionado por la vida, hasta que finalmente los tres entran en corto circuito y dan esa novela tan maravillosa. La idea es, como decía Bertrand Russell, que la filosofía desde Sócrates moraliza demasiado y eso le empieza a cortar las alas al ser humano. Pero yo me pregunto: ¿qué sería el ser humano si se dejara llevar más por las pasiones, los sueños, la locura, el juego?

También escribes que las palabras cotidianas pueden conjurarse para crear belleza, libertad y vida.

La literatura es eso, por supuesto. Y la literatura es, por el simple hecho de haber sido escrita, un llamado a la libertad. Leer es imaginar e imaginar ya es parte de la libertad. Hay muchos libros que se escribieron en Rusia que fueron prohibidos porque expresaban a seres que pensaban por sí mismos. Y ese es el peligro de la literatura, aunque no vaya directamente a golpear alguna estructura del poder.

Otra idea de la novela es que el arte que hay en ciertos libros, como Crimen y castigo, trastorna más que los propios crímenes que narra.

Esta idea es de Boris Pasternak. La literatura trasciende todo cuando es gran literatura. Y Crimen y castigo no es una novela que te dé lecciones de vida, sino que te lleva a cuestionar un montón de cosas. Después de leer esa novela uno termina con mucho más preguntas que respuestas.

Y con otra moral...

Y con otra moral, sí, y eso es importante.

Hay un trabajo artesanal muy grande en esta novela, donde has ido encajando escenas y personajes, situaciones que vienen de la literatura rusa y sus autores y que se acoplan perfectamente en la narración. ¿Cómo trabajaste todo eso?

La mayor parte del trabajo consistió en releer mucho. Finalmente lo más complicado del trabajo de construcción fue derribar, porque de manera espontánea me salía un edificio de cien pisos, pero yo sabía que eso no era posible y que para contar la historia que quería había que tratar de extraer la médula de las cosas y no desbocarse con todo lo que sabía de literatura rusa y con tantas citas valiosas. Así que tuve que trabajar mucho en exprimir y sacar la gota justa, puliendo y esculpiendo mucho, lo cual representó el trabajo de convertir una enorme roca en una estatua pequeña. La novela al final debe tener armonía y uno no puede pensar que todo lo que le gusta tiene que entrar en un texto.

Parece haber una especial cercanía de esta novela con La ciudad que el diablo se llevó, especialmente en la lúcida locura de los personajes, algo que quizá se esté convirtiendo en tu sello particular. ¿Es así?

Vuelvo al Quijote. ¿Por qué? Porque en el Quijote, desde la primera línea, se decide que el personaje es un caballero andante, una idea descabellada. Entonces con el Quijote aprendí que si una novela no la obligas a ser razonable tiene más posibilidades de belleza, su discurso se vuelve más bello porque los personajes ya no tienen que hablar de cierta forma para ser verosímiles, y lo que importa es que funcione para la novela sin que estés pensando si en la realidad las cosas son así; se hace un pacto con el lector en el que te divorcias de la realidad y avanzas con él contándole cosas. En el caso de El peso de vivir en la tierra lo justifico un poco con el alcohol, pero lo cierto es que el alcohol sirve solo para exacerbar ciertas escenas, y la mayoría de esta fantasía literario-espacial está ahí estemos sobrios o no.

¿Te sientes cómodo entonces en esa libertad quijotesca?

Hace tiempo que la busco de varias formas. La novela que tengo de cirqueros (Santa María del Circo), ya por el mero hecho de que aceptemos que los cirqueros no son gente como uno, le hace entrar al lector en un mundo desquiciado; en otra de mis novelas donde los personajes son dos retrasados mentales, mediante ese hecho les puedo crear un mundo imaginario, sus sueños, el lenguaje, lo que sea. Así que trato de romper ese famoso pacto de la verosimilitud. Siempre he pensado que no hay que ser necesariamente verosímiles, sino seductores. Yo no me creo en ningún momento que Gregorio Samsa se convirtió en un insecto; pero no me importa, porque me están contando algo fascinante y voy a jugar como un niño. ¿Por qué? Porque estoy dispuesto a la fantasía y no quiero meterle esta razón al texto. Cuando metes demasiada razón creo que se estropean las cosas y por eso muchos escritores que quieren ser muy razonables explican demasiado las cosas. Lo mejor es lanzarse y contar.

En tu novela, donde también hay un homenaje al mundo de los cosmonautas rusos, hablas de “astroescritores”, a quienes defines como aquellos que tienen fama y se creen estrellas; pero son muy pocos, agregas, los “cosmoescritores”.

Sí, hay muchas estrellas que ni siquiera dan luz y sin embargo tienen mucha capacidad mediática y suficiente vulgaridad en su prosa para comunicarse con un mundo igual de vulgar. Yo me considero un lector clásico que sigue buscando lo clásico en la literatura, y en la contemporánea sí lo encuentro; por ejemplo, para mí la gran novela de la narcoviolencia en México es poco violenta, pero es muy dura, y es la de Luis Jorge Boone, quien sin tanta sangre te hace sentir el peso de la violencia. Pero la gente como lo que quiere son balazos y policías y sangre, comprendo que no tengan la misma sensibilidad para entenderlo. Es evidente que a las librerías les pasa lo mismo que a la comida: hay mucho más hamburguesas y no platos bien hechos. Así como hay fast food, hay fast literatura.

Finalmente, ahora que llevas ya un tiempo viviendo en España, ¿cómo percibes la relación entre la literatura mexicana y el resto de literaturas que se escriben en español?

Hay un filtro editorial que estorba mucho el flujo de los libros. Pero también hay un exceso de publicaciones. Se publica tanto que de pronto parece que todo mundo publica y por otro lado que no todo mundo tiene oportunidad. Y es por lo mismo. Cuando veo libros que se publicaban en los años 70, salían con tirajes de hasta 50 mil ejemplares, y ahora, si te va bien, haces 2 mil y luego siguen reediciones de otros 2 mil y así. En España se publican más de 50 mil títulos al año, alrededor de 6 mil al mes. ¿Quién puede absorber tantos libros? Nadie. Y esto hace que el editor haya dejado de ser el filtro, que el editor ya no tenga nombre más que en las pequeñas editoriales. Si hubo un momento en el que los editores protegían a sus autores, ahora la situación es más grave, porque el exceso de publicaciones no deja tiempo para la promoción de los autores más que a nivel local.

AQ

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