Deja que te trague la selva

Café Madrid

'La vorágine', de José Eustasio Rivera, es famosa por su comienzo. Su autor, famoso por su misterioso final.

José Eustasio Rivera, 1888-1928. (Fotografía de autor desconocido)
Víctor Núñez Jaime
Madrid /

No es que me guste el chisme, pero hay cosas de las que uno se entera y es imposible dejar de comentarlas: la novela que actualmente está escribiendo el colombiano Juan Gabriel Vásquez (ya instalado definitivamente en esta capital, “la nueva Miami”) trata sobre la misteriosa muerte de su colega y compatriota José Eustasio Rivera, autor de La vorágine, obra canónica que este mes de noviembre cumple 100 años de haber sido publicada. Me enteré en la Casa de América, uno de los mentideros culturales más importantes de esta Villa y Corte (donde, por cierto, también se habló mucho de la nacionalidad que el gobierno español le ha “regalado” al mexicano Jorge Volpi —otro vecino de “la nueva Miami”; ¿queda alguien del otro lado del charco?— y de su inmediato nombramiento como director del Centro de Cultura Contemporánea Conde Duque, dependiente del Ayuntamiento de Madrid).

La vorágine, ya saben, es famosa por su comienzo (“Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia”), como también le pasa a Pedro Páramo o a Cien años de soledad, y por ser “la gran novela de la selva”, en cuyas páginas Arturo Cova y su amante Alicia viven una historia de pasión y venganza en medio de la Amazonía colombiana, donde un buen número de indígenas es esclavizado para obtener caucho. Es literatura de denuncia y un descenso a los infiernos de la sociedad y del alma humana, comparada con El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, y referencia ineludible para títulos como Canaima de Rómulo Gallegos, Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, o La casa verde de Mario Vargas Llosa.

José Eustasio Rivera fue un abogado, diplomático y poeta que, mientras formó parte de la comisión que definió la frontera entre Colombia y Venezuela, visitó en repetidas ocasiones la selva y se horrorizó al encontrarse un nivel obsceno de explotación humana. La mayoría de los lectores nos hemos sumergido en la quinta edición de la novela pues, según cuentan los filólogos, las cuatro primeras contenían un exagerado lirismo. Tal vez se debió, de acuerdo con los mismos expertos, a que el autor temía que le robaran el manuscrito y, por si eso ocurría, se esforzó por memorizar el texto y, claro, era más fácil aprendérselo en verso.

Rivera falleció el 1 de diciembre de 1928, cuando tenía 40 años, envuelto en un misterio que, hasta la fecha, nadie ha resuelto. Se sabe que ese año viajó a Nueva York para negociar la traducción al inglés y los derechos cinematográficos de La vorágine cuando, de pronto, cayó enfermo, supuestamente debido a las complicaciones de la malaria cerebral que contrajo durante sus días en la selva, y fue internado en el Hospital Policlínico de Manhattan. Su última aparición pública fue unos días antes, el 20 de noviembre, cuando despidió al piloto Benjamín Méndez Rey, al frente del que fue el primer vuelo Nueva York-Bogotá, a quien le dio dos ejemplares de la nueva edición de su novela, uno para la Biblioteca Nacional de su país y otro para el entonces presidente de la República, Miguel Abadía Méndez. Esa vez el piloto llegó a su destino y pudo cumplir el encargo, pero, cinco años más tarde, su avión tuvo un accidente y se lo tragó la selva.

Los entresijos de la muerte prematura y repentina del autor de la epopeya del infierno verde son el material con el que ahora trabaja Juan Gabriel Vásquez, quien va aprovechar las lagunas de la historia para crear en ellas una ficción que aclare el asunto. Vásquez ya se ha ocupado de las vidas de personajes como Joseph Conrad, Jorge Eliécer Gaitán, Sergio Cabrera y Feliza Bursztyn (en un libro acerca de esta escultora colombiana que publicará en breve) y ahora se encuentra en plena documentación sobre José Eustasio Rivera para escribir su historia.

Anoche comencé mi relectura de La vorágine. La leí por primera vez hace 22 años, cuando en la Universidad Autónoma de Madrid era alumno de Teodosio Fernández, el profesor que nos dejaba de tarea adentrarnos en una serie de libros que me hicieron descubrir que yo no sólo era mexicano, sino latinoamericano, pues en cada lectura que nos encargaba encontré una serie de rasgos que tenía en común con el resto de la región. Voy en la primera de las tres partes en las que está estructurada y he vuelto a maravillarme con su poderío verbal y su impresionante capacidad descriptiva. Me falta poco para dejar que me trague la selva.

AQ

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