Que a Dios o a los gustos y ánimos de los dioses se les antoje encumbrar a alguien o abismarlo no genera juicios morales o jurídicos sino meditaciones metafísicas y teológicas. Y si Plutarco tiene razón y los oráculos dejaron de hablar en versos porque la gente ya no cree en los dioses, la prosa del mundo puede aspirar, cuando mucho, a significados razonables. Con la desaparición de lo sagrado se pierden casi todas las cosas que carecen de valor de cambio: el rito, la oración, la relación con el misterio... y el perdón; queda la información sujeta al juicio y la deliberación común. Despejar de dioses la información hace posible la ciencia. Wilhelm Nestle dio un paso valioso en la historia de las ideas con aquel libro, notable todavía: Del mito al logos (1940), que sigue esperando un traductor al español.
Pero en este mundo sin dioses, la justicia es inexplicable. ¿Por qué unos tienen y otros no? La inmensa mayoría de los afortunados carece del esfuerzo y la virtud para merecer lo que tiene y, al revés, los desposeídos no pueden sino esforzarse, no para volverse ricos sino para sobrevivir. Y, más allá de las riquezas, no hay justicia racional que explique el sufrimiento de los inocentes. La rebelión de la modernidad no es teológica, pero sí, como señaló Camus, metafísica. Y quizá su mejor exploración siga siendo Los hermanos Karamázov, y su leitmotiv: si Dios no existe, todo está permitido.
La pregunta metafísica, habiendo muerto Dios, tiene dos válvulas posibles: la salida por el azar o la traslación de la voluntad divina a otro actor. El azar es extraordinariamente complejo para los cálculos comunes. En cambio, el desplazamiento de Dios, o su muerte, traslada la voluntad y la responsabilidad a un agente: alguien es responsable, causante, del sufrimiento. Por supuesto, ni en la mente sencilla ni en los usos políticos es posible que la víctima sea responsable de su daño. Queda solamente la equivalencia entre el afortunado y el culpable.
Por supuesto, dicho esquema es un resumen muy tosco, pero de aquí emergen cuitas metafísicas y justicieras de Dostoievski y Nietszche, entre otros rebeldes metafísicos y, un poco después, de Max Scheler, con un breve y terrible libro: El resentimiento en la moral. (Lo tradujo José Gaos, hay una edición en Editorial Caparrós; por ahí en las redes se puede pepenar el pdf).
Con buenos argumentos, Scheler discrepa de Nietszche y se pone, a regañadientes, del lado de Dostoievski: no cree que el cristianismo sea una moral del resentimiento, pero concuerda con Nietszche en que el resentimiento es una fuente de juicios morales.
Los hermanos Karamázov termina de publicarse en 1880 y parece presagiar proféticamente los resentimientos que desembocarían violentamente en una Revolución movida más por el rencor y el odio que por la voluntad de progreso. La genealogía de la moral es de 1887 y parece intuir que el resentimiento es una fuerza más poderosa, y mucho más cohesiva, que las consideraciones de clase de Marx. A fin de cuentas, los sentimientos (resentimientos) nacionalistas se impusieron violentamente sobre la unión cosmopolita que habría de transformar al mundo. Scheler escribe su libro en 1913, ya en el umbral de la boca del diablo y la I Guerra. Son obras muy distintas. Coinciden en ver el resentimiento como una fuerza inmensa que sólo lleva a la desolación.
Sin embargo, Dostoievski expone el horror con un distingo: las ideas... Digamos, la misma idea, en dos sujetos distintos. Es la turbulencia metafísica de Iván: si Dios no existe, todo está permitido, y un hombre superior debiera ser capaz de matar sin culpa. Iván cavila, medita y se atormenta. Nunca haría algo así. Pero Smerdiakov, el siervo rencoroso, que atiende y escucha con cuidado a Iván, es perfectamente capaz del crimen.
Scheler lo pone de esta manera: “Los niños y las naturalezas serviles tienen la costumbre de disculparse diciendo: ‘¿No han hecho también otros lo que he hecho yo?’ La comunidad en el mal... se convierte ahora en el aparente ‘derecho’ a transformar lo malo en ‘bueno’. Así es como los rebaños de los resentidos multiplican su número y toman su conciencia gregaria por un sucedáneo del ‘bien objetivo’, que empezaron por negar”.
Cuando un grupo ha llegado al poder y se justifica diciendo que otros hicieron lo mismo que ahora hacen ellos, ya no estamos en las disquisiciones metafísicas, ni entre los dioses y sus favoritos, sino en el terreno del resentimiento, donde el sucedáneo de la justicia es la venganza.
AQ