“Lo que afecta a una nos afecta a todas. No igual, por supuesto, hay inmensas, abismales diferencias de circunstancia y de riesgo y de consecuencias. Pero todo se nos clava y de algún modo se nos queda…”
Laia Jufresa, Veinte, veintiuno
Quizá fue la pequeña maleta color rosa Barbie, o la bolsa de diseñador con mi macbook dentro, o simplemente el miedo natural de una viajera sola en Sinaloa no podía ocultarse en mi rostro, el caso es que M (digámosle así para preservar su identidad) sintió solidaridad de género por mí desde que nos bajamos juntas del taxi colectivo que tomamos en el aeropuerto de Mazatlán. Después de cruzar sanas y salvas por el kilómetro 1201 de la Carretera Internacional, M ya se había convertido en mi compañera de viaje, al menos en lo que ambas esperábamos nuestro respectivo autobús en la central de Tufesa. Cuando le dije que en Sonora a esa línea de autobuses le decíamos “Tufosa” por la cantidad de accidentes que solían tener, M no sonrío ni por cortesía. Entonces me di cuenta de que este viaje, de 12 horas en teoría —14 en la práctica, no iba a ser para nada gracioso.
Al despedirse de mí en la sala de espera —su autobús a Los Mochis salía una hora antes que el mío—, M se levantó discretamente la sudadera y me mostró una cangurera negra pegada a su cintura. “Vigila tu maleta en cada punto de revisión, no te duermas y siempre lleva las cosas importantes pegadas a tu cuerpo”, me dijo, compartiendo generosamente la sabiduría que solo una viajera sola por las carreteras del desierto de los migrantes puede llegar a alcanzar.
Viajar por carretera ese día no era mi plan original. Si eres mujer y viajas sola por México, y sobre todo por el norte, viajar por carretera nunca puede ser el plan original. No obstante, esa era mi única opción si quería llegar antes del mediodía a Hermosillo para tomar ahí mi primera conexión de regreso a mi casa en Escocia después de las vacaciones de fin de años. Todo porque al llegar al aeropuerto Benito Juárez de la Ciudad de México para tomar mi esperado vuelo a Hermosillo resultó que este había sido afectado por la suspensión internacional a los aviones Boeing 737 (todos vimos esa puerta volar por los cielos australianos).
Una viajera, sola o no, sabe que lo inesperado también es parte del viaje. Así que, con el tiempo en mi contra, me apresuré a comprar el siguiente vuelo disponible a cualquier aeropuerto nacional que me dejara medianamente cerca de mi destino. Y ese vuelo fue a Mazatlán. Desde ahí, la única posibilidad para alguien con licencia de conducir vencida y años de no manejar, solo era tomar un autobús que atravesara el norte de Sinaloa y el sur de Sonora, por el desierto.
Ese desierto, sin embargo, no era cualquier desierto, sino ese, el de los migrantes en su largo y sinuoso camino “al otro lado”. Y claro, también era ese mítico desierto convertido en paraíso para el narcotráfico, en la mera intersección entre el Triángulo Dorado y la frontera con Arizona. Ese desierto que todos hemos visto en las noticias, en las películas, en las fotografías que ganan premios y logran atraer la atención a sus múltiples problemas sociopolíticos-medioambientales, pero que no impiden que el espacio cambie. Ese desierto estaba presente en mis primeros viajes de niña, cuando con mi familia recorría la ruta del narco al revés: Mazatlán estaba a la mitad del camino entre nuestra casa en Hermosillo y la de mis abuelos en Durango. Me sabía de memoria las ciudades y pueblos que había que pasar por esa carretera seca, recta y atravesada casi solamente por aparatosos pick-ups y tráileres. Sin embargo, nunca la había recorrido sola, de noche y rodeada de extraños.
“Suegra, aquí le paso a mi novia”, le dijo a mi mamá el chofer de autobús que me había hecho el favor —aunque evidentemente a medias— de prestarme su celular porque yo tenía problemas de conexión con mi celular extranjero. Debido al nada gracioso sentido del humor del chofer, mi afán desesperado por comunicarme con mi familia que no sabía de mí desde que me subí al avión en CDMX, se convirtió en una noche sin dormir para mi mamá. Por más que le aseguré que estaba bien, que había sido una broma del chofer, yo era una mujer viajando sola por esa carretera y lo cierto es que no estábamos para bromas.
Esa fría noche de enero viajé inesperadamente por mi país como muchos extranjeros sin documentos suelen hacerlo cotidianamente y con mayor planeación que yo. Ellos con mochila al hombro y yo con una maleta rosa. Ellos con ropa discreta, camuflajeados con el oscuro paisaje y yo con los colores más brillantemente inadecuados para la travesía. Ellos con toda clase de snacks y burritos de los más variados olores y yo un desabrido sándwich comprado en la cafetería de la estación.
Al menos mi asiento se reclinaba y era medianamente cómodo y, mucho mejor noticia, mi compañero de viaje fue un niño de 10 años muy ocupado con su videojuego y al que seguramente lo habían instruido en no hablar con extraños. Dormí intermitentemente algunas horas, a pesar de las recomendaciones de M de no hacerlo; estaba exhausta, no había mucho más que hacer y yo siempre he podido dormir fácilmente en autobuses. Claro, hay de autobuses a autobuses y entonces recordé mis largos viajes por el norte de Argentina en una primera clase que incluía cena y vino mendocino.
Debido a estas amenidades, quizá, los viajeros globales nos hemos olvidado que históricamente el viaje implicaba salir de nuestra zona de confort y ser capaces de adaptarnos a lo inesperadamente incómodo y a ese sentimiento de riesgo que por supuesto era, sigue siendo, mayor para las mujeres. En sus viajes por África, relatados en Una luna, el escritor argentino Martín Caparrós llegó a la conclusión de que el actual “hiperviaje” en cómodos aviones transatlánticos nos hace olvidarnos de las implicaciones de trasladar físicamente el cuerpo de un lugar a otro. Aunque para las mujeres siga siendo más difícil olvidarnos de las implicaciones del cuerpo en un lugar extranjero, e incluso en nuestro lugar de origen, es verdad que la gran masa de viajeros internacionales cruzando océanos, valles y desiertos por placer o por trabajo cada vez más nos distanciamos de esos viajeros que cruzan fronteras por vía terrestre y por la más opresiva necesidad.
No creo que nadie pase 12 o más horas en un autobús mexicano por el mero placer de viajar. En mi caso ni la lectura ayudó: el único libro que traía a la mano era Casas vacías, de Brenda Navarro, sobre una niña desaparecida en México. No tengo nada en contra de la novela, pero simplemente no era el mejor momento para leerla. Los retenes militares solo incrementaban mi sensación de incertidumbre. Más de tres veces hombres armados y cubiertos hasta los ojos nos detuvimos en medio de la oscura y fría nada para inspeccionar nuestras pertenencias y cuestionar nuestros motivos para estar ahí y no en otra parte, cualquier otra parte.
El último retén militar fue alrededor de las cuatro de la madrugada. Estábamos tardando más de lo “normal” y me refugié en el techo de lámina de una pequeña tienda de abarrotes, la única, al lado de la carretera. Acostumbrada al frío europeo, era la primera vez que realmente sentía el viento helado colarse entre mi ropa. Ansiaba una bebida caliente, pero me había acabado casi todos mis pesos mexicanos en el mencionado sándwich de la cafetería y una cartera con libras esterlinas en ese contexto era totalmente inútil y, si hubiera tenido entonces ánimo de reírme, terriblemente gracioso. Entonces, como la famosa Blanche de Tennessee Williams que siempre dependía de la bondad de los extraños, esa noche me alegré tanto de que el extraño muchacho de la tiendita me regalara el Nescafé instantáneo más delicioso de mi vida, solo porque sí y sin esperar nada a cambio.
—¿Cómo se llama aquí? —le pregunté.
—El desengaño —me dijo, sin esperar ninguna ironía de mi parte al respecto, mientras miraba detenidamente la libra que le regalé en agradecimiento por su generosidad. Sí, la libra valía mucho más que aquel vaso de café, pero en medio de esa carretera la moneda era un exótico souvenir.
Mi maleta rosa fue de las primeras en regresar al oscuro sótano del autobús. “Hemos pasado el último retén militar. Pídanle a Dios que nadie más nos detenga”, dijo tan en serio el chofer que no me hubiera sorprendido que alguien sacara el rosario y nos pusiera a todos a rezar. Porque en ese autobús completamente lleno, fui la única en bajar en Hermosillo. Al resto les quedaban más de 10 horas de viaje hasta Tijuana, el fin de la ruta de ese autobús, aunque para muchos no iba a ser, todavía, el destino final.
AQ