Si Italo Calvino confiesa su admiración, deuda y hasta envidia, Milan Kundera tuvo que ir un paso más allá: en vez de solamente escribir sobre Denis Diderot, se vio compelido a reescribir Jacques el fatalista, pero no como narrativa, sino para las tablas y la escena. Y es que no queda sino imaginar el dilema para un narrador contemporáneo cuando de pronto se topa con ese Diderot desparpajado y dueño de todos los recursos que hubieran inventado Cervantes o Lawrence Sterne; por ejemplo, interpelar al lector y poner palabras en su boca sin dejarlo protestar.
Y Diderot ni siquiera vio publicadas sus novelas. Lo habían metido a la cárcel en 1748, por su Carta sobre los ciegos, y fue liberado en unos pocos meses, pero bajo amenaza: no podía publicar nada personal ni acerca de filosofía; solamente asuntos estrictamente científicos. El único autor ilustrado que entiende al lector y puede jugar con él como si su lectura le perteneciera era justo aquél que no podía publicar su obra... Más sorprendente: ese lector que hace aparecer tanto en Jacques el fatalista como en Esto no es un cuento funciona mejor en los siguientes siglos que en el suyo propio. El público parisino del siglo XVIII es un acertijo extraño en la historia: acechante, suspicaz, a la caza de toda creatividad que no cumpla todas las reglas, escritas o supuestas, para caerle encima a mordiscos; públicos que esperan sorprenderse pero gruñen a toda violación de sus reglas y denuncian como falta o vileza toda osadía del autor que no obedezca. Reacciona ahí y ahí regaña, muy airado, porque de eso sabe y entiende. Señalar el mal y error en el otro, sobre todo si es un autor importante, le produce un goce sustancial: al mismo tiempo ejerce su superioridad moral y cultural. No tiene nada de extraño que la poesía y la narrativa de la Ilustración resultaran tan pobres en comparación con los periodos anterior y siguiente: la buena educación estaba atrapada en la resolana del iluminismo.
Que Diderot tuviera prohibido publicar casi todo, excepto ciencia, le ahorró los engorros de lidiar con la censura doble: por un lado, el Estado; por el otro, un público como jauría de erinias. Algo como lo que hoy vuelve a suceder, que no hay quien publique en medios tradicionales, o en redes, sin hallarse en algún punto intimidado por las mismas erinias de la corrección política. Curiosamente, las transgresiones de Diderot son la imagen invertida de las actuales. Para escándalo de sus contemporáneos, ignoró diferencias entre los sexos, las razas, las clases y las religiones; exhibió ateos supersticiosos y religiosos ateos; era demócrata, tomaba perfectamente en serio a los ciegos, los sordos, los locos... y los hallaba igualmente risibles, igualmente libres, limitados y mortales.
Incapaz de obedecer las diferencias sociales, siempre fue un parvenu al que le importaban un cuerno la jerarquía y los prejuicios morales. Al grado de que Catalina la Grande –quien lo salvó de la pobreza, comprándole su biblioteca y contratándolo como bibliotecario y custodio– tuvo que interponer una mesa que la separara de Diderot porque en los encuentros anteriores, ella llevaba la peor parte: conforme la conversación daba en entusiasmo, Diderot comenzaba por golpearle suavemente las rodillas, pero luego le palmeaba los muslos hasta hacerle moretones –según cuenta Andrew Curran, Diderot and the Art of Thinking Freely, que debiera traducirse al español, luego de que algún editor repare la ausencia, al menos, de las tres novelas: La religiosa, El sobrino de Rameau y Jacques el fatalista. Ya hubo una excelente edición, con traducciones de Félix de Azúa y prólogo de Pierre Chartier, en Alfaguara, por allá de 1979. Poner en circulación de nuevo esas novelas sería agua fresca para una sed apremiante.
Entre sus contemporáneos se cocinaba una abrasiva rispidez entre clases. Ya no era la risa de Molière sino algo más oscuro y torvo, como en Beaumarchais, u ominoso, como en Rousseau. Toda aquella literatura parecía advertir, todavía con sonrisas, una incomprensión que derivaría en odios y cadáveres. En cambio, si Diderot hubiera circulado, quizá los revolucionarios y los luchadores sociales del siglo siguiente habrían comprendido el punto central de las relaciones entre amo y siervo, entre pobres, clasemedieros y aristócratas: no son sino accidentes que pueden cambiar. ¿Lo más sorprendente? Marx, que tenía una idea casi esencialista de las clases sociales, dijo que Diderot era su autor favorito.
AQ