La doble versión de ‘El doble’ | Por Ana García Bergua

Husos y costumbres | Nuestras columnistas

La sombra nos persigue siempre. Todo escritor joven es un doble al que el escritor mayor teme como una suplantación; y todo escritor mayor sería para el joven la sombra de una mejor versión corregida y aumentada.

"Siempre me ha llamado la atención el hecho de que 'El doble' tuviera un doble". (Eterna Cadencia)
Ana García Bergua
Ciudad de México /

Tengo una hermosa edición argentina (Eterna Cadencia, 2013) de las dos versiones que el ahora bicentenario Fiódor Dostoievski escribió de su novela El doble. En ella el investigador y traductor Alejandro Ariel González detalla cómo, ante el relativo fracaso de la primera edición, aparecida en 1846, Dostoievski pensó incesantemente en reescribirla, cosa que no logró, por vicisitudes de la vida, hasta 1866. Siempre me ha llamado la atención el hecho de que El doble tuviera un doble y que, como nos ilustra González en su exhaustivo estudio preliminar a los dos textos, “en la versión de 1846 el registro de aventuras, cómico y por momentos grotesco, casi desaparecía de la versión de 1866”. En la novela, Goliadkin el protagonista va desvaneciéndose frente a la sociedad, deshonrado y desplazado por su doppelgänger, el otro Goliadkin, que con todo y ser idéntico a él mismo, resulta favorecido por la fortuna, mientras el Goliadkin original cae en desgracia. ¿Sería en este caso la primera versión una especie de frívolo Goliadkin menor frente a la segunda, que se estableció como la definitiva?

Independientemente de las diferencias puntuales entre ambas versiones, tema que apasionará a los lingüistas, hay algo inquietante en el hecho de que una novela tenga una especie de sombra en una primera publicación y desde luego da pie a pensar si es posible ponerse a corregir lo escrito y publicado años después, cuando uno es tan distinto al que escribió aquella primera obra. ¿Sería Dostoievski el mismo a los 25 años que a los 45, después de haber pasado por Siberia? Desde luego que no; seguramente sería más él mismo, dostoievskiano, menos gogoliano —y debo decir que una de las cosas que me apasionan de esta novela es su parentesco con “La nariz” de Gogol—. En la reescritura el escritor funge de doble de sí mismo: al autor impulsivo de una versión se impone otro en apariencia más asentado y consciente, castigado por la vida, dueño de razones, motivaciones y amarguras distintas.

El hecho es que la sombra nos persigue siempre. Todo escritor joven es de alguna manera un doble al que el escritor mayor teme como una suplantación; y todo escritor mayor sería para los más jóvenes la sombra de una mejor versión corregida y aumentada, que ve lo que para el joven es imposible distinguir. Pero nuestra versión joven se escapa hacia infinitas posibilidades mientras que nosotros, los concretos, llegados a edades altas con grandes esfuerzos, soportamos esa vida fantasmal, ese ¿y si hubiera…?, que no deja de seguirnos y bailar a nuestro alrededor, como el doble que no se sabe si es una pesadilla, una locura o una absurda y gogoliana concreción.

AQ

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