Deseamos —cómo deseamos— pertenecer, ser aceptados. Queremos que nos acojan, pero, en cuanto nos sentimos integrados, empezamos a excluir a otros. La argamasa de las alianzas es, demasiadas veces, la enemistad compartida. Las identidades nacen con una opinión muy favorable de sí mismas, pero crecen con una mirada hostil hacia los diferentes. Tú conociste muy temprano ese desprecio: en el patio de niños como en el redil de adultos, marginar al frágil refuerza la solidez del clan.
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Nuestra historia refleja esta paradoja del humanitarismo selectivo: colaboración dentro de la tribu, salvajismo fuera. En su trilogía El mar, Pío Baroja retrató una de sus formas extremas: la trata. Recurrió a recuerdos familiares, ciertas dosis de ficción y abundantes documentos verídicos. Escogió el género en apariencia ligero de la novela de aventuras para mirar allí donde la literatura no quería asomarse, constatando lo rentable que fue para Europa deshumanizar a millones de africanos raptados para el tráfico. Las inquietudes de Shanti Andía nos lleva a bordo de El Dragón, barco negrero —así lo llaman ellos mismos, sin tapujos— propiedad de una sociedad franco-holandesa, al mando de un vasco llamado Zaldumbide. “En el fondo, el capitán era más avaro que cruel. Su única preocupación era reunir dinero”. Repetía su frase favorita: más allá de la línea, todos son enemigos. Compraba hombres y mujeres a cambio de fusiles, pólvora, aguardiente y baratijas. A bordo, los nombraba como mercancía inanimada. Bultos de ébano. Fardos. Surtido. Género. Al llegar a destino, más de la mitad había servido de pasto a los tiburones. Aun así, el negocio era rentable. Ante todo —solía decir Zaldumbide—, seriedad comercial. La indagación sobre esta barbarie continúa en otra novela, protagonizada por el capitán Chimista y el joven Embid, semblanza de Los pilotos de altura y sus bajezas.
En la misma época que describe Baroja, narró su vida Juan Francisco Manzano, cubano nacido en la esclavitud durante el periodo colonial. Se atrevió a firmar como poeta en una sociedad que le prohibía no solo publicar sino incluso leer y escribir. “El esclavo es un ser muerto”, clamó Manzano. Su Autobiografía es el primer testimonio en español de esta muerte en vida, redactado a petición de un grupo de ilustrados que en 1836 organizó una colecta para comprar su libertad.
Según el historiador Hugh Thomas en su Historia del tráfico de seres humanos de 1440 a 1870, el movimiento abolicionista decimonónico centró su denuncia en la atrocidad de las rutas comerciales. Nadie podía defender las expediciones que viajaban a África con la misión de secuestrar a gentes libres, matar a gran parte en el proceso y vender a las supervivientes. El hacinamiento despiadado de los pasajes se usó para sacudir conciencias. En opinión de Thomas, la esclavitud se abolió gracias al empeño de individuos concretos, como Montesquieu o el turolense Isidoro Antillón, asesinado quizá por manifestarse contra los traficantes. El sistema esclavista nutrió las entrañas mismas de una sociedad que se jactaba de ser la flor y nata civilizada, pero ejercía su humanismo con ciertas personas más que con otras. Y esa mentalidad no murió con la prohibición.
Ahora, cuando oleadas de exiliados y migrantes llaman a las puertas, olvidamos convenientemente aquel pasado de explotación. Los mares que nos bañan vuelven a teñirse de trata y muerte. En Apuntes para un naufragio, el italiano Davide Enia desvela el Mediterráneo que no queremos mirar. Lo que todos saben y fingen no saber. Los reglamentos que obstaculizan rescates. La externalización de la brutalidad fronteriza en manos de autocracias sobornadas. “Cuando sucede una gran catástrofe, la costa se ve invadida de féretros y televisiones. Después, todo prosigue como de costumbre. Naufragios de lanchas atestadas y desatendidas. En Lampedusa, las manos callosas de los pescadores, los relatos de cadáveres encontrados sistemáticamente al izar las redes”. Hoy como ayer, humanitarismo selectivo. La palabra “humano” proviene del latín humus —tierra—, raíz de “humildad”. Sin embargo, siempre negamos nuestro territorio y deshumanizamos precisamente a los más humildes.
AQ