Ecos de Don Rubén

Café Madrid

Rubén Bonifaz Nuño encontraba en la poesía y en la escritura una placentera libertad.

Rubén Bonifaz Nuño, poeta y clasicista mexicano. (Foto: Pedro Valtierra | Cuartoscuro)
Víctor Núñez Jaime
Madrid /

La primera entrevista periodística que hice en mi vida fue a don Rubén Bonifaz Nuño. Apenas habían pasado unos meses desde que había empezado a estudiar, lleno de vocación y convicción, la carrera que (¡oh, iluso de mí!) pensaba que me daría una profesión. Al final no fue así, sólo perdí el tiempo y ya nada puede remediar mi chunga vida, pero esa es otra historia. Baste decir que aquella vez me bañé, me vestí de domingo y llegué hecho un manojo de nervios a la Biblioteca Central de mi inútil universidad. En una de las oficinas de ese emblemático edificio, con unas vistas espectaculares de un campus mundialmente famoso, me esperaba un hombre elegante, de canas alborotadas, verbo preciso y ojos casi ciegos que luego, entre preguntas y respuestas, me diría con su oronda voz una sentencia inolvidable: “muchacho, tú no le temas a la muerte. Témele a la vejez, esa sí que es jodida.”

Don Rubén, como Gabo, fue hijo de un telegrafista. Había estudiado Derecho, pero su meta siempre fue la literatura. Fue profesor de latín (con serias intenciones de “rehacer” el idioma español), célebre traductor de clásicos (gracias a su entusiasmo por la tradición grecolatina y náhuatl, en su empeño por descubrirle a los estudiantes los libros fundamentales para la Humanidad), funcionario con diversos cargos en la universidad y, sobre todo, poeta. Ese día, por cierto, sentí que tenía ante mí la encarnación exacta (¡exactísima!) de la autodescripción contenida en la última estrofa de su poema As de oros: “Y he cambiado. Sordo, encanecido, / una oficina soy, un sueldo; veinte mil pesos en escombros / y un Volkswagen, y la nostalgia / de lo que no tuve, y el insomnio, / y cáscaras de años devaluados”.

La verdad es que esa entrevista significó para mí el mejor comienzo en el oficio de preguntar (claro, todavía me faltaba mucho para aterrizar en la puta realidad). Si no se me olvida no es sólo porque haya sido la primera, sino por las lecciones que de ella obtuve. Don Rubén, por ejemplo, me dio un consejo: “tú enfócate mucho en la gramática, porque así podrás manejar las palabras con exactitud y sin confusión”. Me deslizó su legado: “traté de hacer de los clásicos un fenómeno vivo. Y creo que lo logré, porque los jóvenes leyeron a Catulo, Virgilio, Homero, Ovidio, Lucrecio… Mi gusto fue ese: darles a los jóvenes de México una traducción en lengua nacional”. Me habló de sus maestros (Erasmo Castellanos Quinto, Julio Jiménez Rueda y Agustín Yáñez) y de sus compañeros de generación (Henrique González Casanova, Jorge Hernández Campos, Fausto Vega y Ricardo Garibay). Recuerdo cómo se ajustaba un audífono en el oído derecho y su respiración dificultosa. También un raro y enorme aparato color café, quizá hecho especialmente para él, con una lupa de gran diámetro que utilizaba para poder leer.

“¿Cuál es la finalidad de su poesía?”, le pregunté con el arrojo de mi inexperiencia. “Yo siempre supe que la escritura”, respondió, “no era un medio para ganarse la vida, tener un sueldo o una chamba. Para eso estudié Derecho y luego Letras, dos carreras que me han permitido vivir. La poesía es una tarea estrictamente personal donde encuentro mi libertad. Escribir es un mero placer”, me dijo mientras hizo a un lado un puñado de hojas con la traducción de textos de Píndaro, el mayor poeta lírico de la literatura griega. “Haciendo cosas como esta resisto la vejez”, añadió con media sonrisa, al tiempo que Paloma, su atenta y amable secretaria, nos acercaba un par de vasos de agua.

Me he acordado de todo esto porque la delegación de la UNAM en España ha organizado unas jornadas sobre don Rubén, pues este es el año del centenario de su natalicio y del décimo aniversario de su fallecimiento. Como sólo participaron académicos, que parecían dirigirse única y exclusivamente a una audiencia especializada, para un neófito como yo las conferencias fueron tan aburridas como para dormir una vaca. Bueno, lo importante es que se siga hablando de su vida y obra, que se festeje su poesía y que sus libros continúen leyéndose. Para mí sigue y seguirá siendo una referencia constante. Confieso que leo y releo, sin orden, muchos de sus poemas (amorosos, sociales, populares, clásicos; llenos de ternura, cólera, melancolía, combate, cansancio, obsesión, esperanza y soledad), con la ilusión de que se me pegue el cadencioso ritmo de su escritura. Pero todavía no lo logro.

AQ

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