Wilson y la historia de ideas en ruinas

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Algunos libros se vuelven viejos pronto y, luego, parecen resurgir como ruinas magníficas; es el caso del monumental Hacia la estación de Finlandia.

Hay obras viejas que hallan valor nuevo después de muertas.
Julio Hubard
Ciudad de México /

Todos los libros se hacen viejos. Los más, caducan y ya; otros se enriquecen de su vejez y otros más, después de parecer vetustos, regresan con otro rostro, parecido al de las grandes ruinas históricas.

Pienso en la reconstrucción digital de las esculturas o los retratos, que ofrecen una imagen que renueva la percepción y la estimulan; pero las esculturas en las que el resultado es con frecuencia horrendo: vulgar, ingenuo, kitsch. Acostumbrados al mármol y su palidez, de pronto ver a Artemisa con colorines o a Augusto ostentando sus colores originales, nos estropea muchas concepciones automáticas. No nos es posible el goce estético de quienes las conocieron en su policromía. ¿Toleraríamos que se reconstruyera el Coliseo romano como si no fuera una ruina, o juzgaríamos que hacer eso es una vulgaridad imperdonable?

Algunos libros se vuelven viejos pronto y, luego, parecen resurgir como ruinas magníficas, tal cual, en tanto que ruinas. Obras viejas que hallan valor nuevo después de muertas. Es el caso de Hacia la estación de Finlandia de Edmund Wilson, una obra de historia de las ideas (subtitulado A study in the writing and acting of History) que se suele parangonar con la monumental obra de Gibbon o, como lo ha hecho Mario Vargas Llosa, con las grandes novelas de ambición épica, por “los caracteres que figuran en él —Renan, Taine, Babeuf, Saint-Simon, Fourier, Owen, Marx y Engels, Bakunin, Lassalle, Lenin y Trotski— que, gracias al poder de síntesis y la prosa de Wilson, se graban en la memoria del lector como los personajes de Los Miserables, Los hermanos Karamázov o Guerra y paz”.

La novela es el terreno que la antigua épica renta a la prosa, actual dueña del mundo. Y es que la épica resultó particularmente susceptible. No hay manera de que la Ilíada y la Eneida caduquen… pero hay cientos de grandes obras que no han logrado reponerse aún de su senectud. Dante todavía dudaba entre la grandeza de Virgilio o la de Lucano, y mientras la Eneida se mantiene medular, la Farsalia ahora mira el desfile desde las gradas. Hacia la estación de Finlandia es una épica en prosa, pero su estirpe va mejor con la tutela de Virgilio que con el recuento de datos y documentos de la historiografía. Wilson equivocó muchos juicios, fue candoroso y entusiasta respecto de Marx y Engels, del furioso Bakunin, y mira a Lenin y Trotski todavía con la esperanza de quienes fueron jóvenes socialistas en la década de 1930. Y se detiene ahí, sin advertir cómo una voluntad de bien y salvación, una vez adoptada, se transforma en Moloch y se alimenta de sufrimiento y abyección. Fue miope, o decidió no ver hacia los lados. Error personal, pero tal vez haya sido mejor. ¿Cómo no entusiasmarse con la llegada de Lenin a la Estación de Finlandia; cómo no lamentar el descomunal crimen que de ella surgirá?

Lenin odió sobre todos a Eduard Bernstein, un revolucionario socialista que fue transformándose en socialdemócrata conforme los obreros iban ganando recursos económicos y jurídicos y mejorando su situación. En Rusia, la intransigencia zarista, en vez de dar lugar a las transformaciones, persiguió a sus críticos y adversarios. Lenin no toleraba ideas reformistas o conservadoras, ni soportaba los cambios de ideología. Pero nadie hubiera imaginado que la represión zarista sería un juego de niños comparada con la que vendría de la generosidad salvífica del nuevo santoral.

Ahí se detuvo la épica de Wilson. Escribió un “Sumario” en 1940, y se pregunta: “¿Y entonces ya no queda nada del marxismo? ¿Ninguna idea marxista básica es todavía aceptable como verdadera?” Termina diciendo que “las fórmulas de los distintos credos marxistas, incluida aquella que es común a todos, el dogma de la Dialéctica, no merece más el rango de sacralidad que las fórmulas de otros credos. Para llevar a cabo una tarea semejante, necesitaremos un insomne ejercicio adaptativo que combine a la razón con el instinto”.

Para leer la gran novela, o la épica, o la historia de las ideas de Edmund Wilson conviene abrir un doble registro, no sólo de instinto y razonamiento sino en la percepción de la obra: admirarla en su majestuoso mármol blanco, o en su ruina, y desear, en un registro paralelo, que a nadie se le ocurra pintarla de colores chillones. La admiración de los socialismos marxistas comparte con las esculturas pintadas ese horror de la vulgaridad. Mejor sus ruinas que sus restauraciones.

AQ

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