Richard Rorty es el abuelo del movimiento woke y debiera resultar, por eso, un tipo espantoso, pero no. Es un autor raro. Comparte con Harold Bloom una suerte de parecido físico y de disposición conversadora: irónicos, sonrientes, punzantes y algo quejicas. Pero Bloom reconoce, asume y continúa un canon, mientras que Rorty es el enterrador de su tradición.
Filósofo formado en la tradición analítica, discípulo de W.V.O. Quine y Donald Davidson y, como ellos, afín al pragmatismo, que comienza siendo una filosofía hermana del empirismo, pero termina en un paraje muy distinto.
Quine y Davidson son, o intentan ser, siempre claros. La elegancia va bien con la claridad, pero requiere de la austeridad. Casi toda la tradición analítica quedó en escritos breves, ensayos cortos, artículos. Rorty, que terminó amando más a la literatura que a la filosofía y como era buen escritor, dejó librotes de muchas páginas. Ya sea la antología The Linguistic Turn (sólo se han traducido al español su prólogo y los epílogos, pero no la antología), su disertación sobre Las consecuencias del pragmatismo, y sobre todos, Contingencia, ironía y solidaridad (Paidós, 1991), un libro ambicioso y unitario, con un argumento de tres pasos y una no-conclusión que, sin embargo, concluye… de algún modo.
Comienza rompiendo con la filosofía. No acepta ya la necesidad. Ni siquiera en lógica, geometría o matemáticas. Toda verdad es contingente. Se independiza de sus tutores, de Quine, de Davidson y se va a habitar un paraje solitario, lunar, porque no se puede describir como “lunático”, fuera del territorio de una filosofía que no puede dejar de buscar, con éxitos pasajeros, una relación real entre el pensamiento y las cosas o los actos, los hechos. ¿Volverse o hacer de Robinsón? Es valiente y elige volverse agreste. Es un agro sedente, pero su silla no es ya la del filósofo sino la de alguien que contribuye a la calidad de la conversación, como “un interlocutor edificante”.
Pero no deja de pensar con orden lógico ni de discurrir por escrito. Inventa la segunda parte y posición del libro: la ironía. No es la eironéia de Sócrates, ni la sonrisa del escéptico mientras pregunta sabiendo. Es una ironía que distingue un “léxico último” en todo ser humano: esas palabras en que uno hace reposar su propia idea del yo, del bien, de lo que importa en la vida, y que se definen siempre de modo circular (es decir: carecen de conocimiento empírico) y, al fin, en su contingencia, son perfectamente sustituibles por otras que resulten mejores. “Los metafísicos piensan que los seres humanos desean por naturaleza conocer… Creen que ahí afuera, en el mundo, hay esencias reales”. El ironista, a diferencia del palurdo metafísico, sabe que no hay esencia alguna y se halla facultado para distinguir “nuestra incapacidad de salirnos del lenguaje a fin de compararlo con alguna otra cosa”. El ironista de Rorty tiene tres condiciones: “1) que tenga dudas radicales y permanentes acerca del léxico último que utiliza habitualmente… 2) advierte que un argumento formulado con su léxico actual no puede ni consolidar ni anular esas dudas; 3) … no piensa que su léxico se halle más cerca de la realidad”.
Como no es una mala bestia, Rorty prefiere el pensamiento edificante y propone como valor compartido el de la solidaridad. No hay bien o mal en sentido ontológico ni metafísico. Todo juicio de valor puede ser redefinido para acabar en sentido contrario. Pero se halla bien en el mundo liberal porque todo liberal está necesariamente abierto a tomar en serio argumentos y posiciones contrarias a las suyas”. Y toma de Judith Shklar la definición: “la crueldad es la peor cosa que pueden hacer”. En conciencia, su campo ya no son los argumentos de verdad sino las analogías y hace dos muy buenos recorridos con Nabokov y con Orwell.
Repite y vuelve a repetir Rorty: la humildad es indispensable. El escepticismo, la ironía, no pueden hacer militancias. Podemos decir que la verdad no existe; si existe, no la podemos conocer; si la podemos conocer, no podemos comunicarla. Pero en el agro sedente de la reflexión, no en la práctica cotidiana. Él mismo supo que su lugar escéptico tiene valor en el ámbito privado y no el público. Debiera ser, y restringirse, a una batalla teórica, de cubículos, artículos y pizarrones. Pero no se supo estar entre cuatro paredes; le ganó la inquietud y exudó seres destemplados al contagio público. Pero absolvamos al abuelo de las culpas de sus nietos.
AQ