El año en que llegó Matías

Crónica

Este texto forma parte del libro colectivo ‘Una insurrección de la mirada. Crónicas infrarrealistas’; es un relato emotivo, intenso, sobre dos experiencias capitales: la de ser padre y la de ser víctima del covid-19.

"El Real San José era un hospital de maternidad, pero en octubre de 2020 estaba reservado para pacientes covid". (Imagen generada con DALL·E)
José Luis Valencia
Ciudad de México /

“Me parece que ya lo había visto antes, ¿estuvo aquí hace poco?”, preguntó la enfermera. Levanté la mirada intentando reconocer el rostro detrás del cubrebocas. No lo logré. No había forma de descifrar quién era esa mujer con traje y casco de científico en película de accidente nuclear. “Mi hijo nació aquí hace cinco meses”, respondí entre toses. La mayor parte del tiempo estaba cansado, adormilado, si trataba de hablar venía esa tos que me dejaba sin aliento. Sus ojos, lo único que podía ver de ella, se conmovieron. “Claro, por eso me acuerdo de usted. Va a estar bien, no se preocupe.” Tuvo la delicadeza de no preguntar más.

Siete meses atrás el Real San José era un hospital de maternidad, pero en octubre de 2020 estaba reservado para pacientes covid. Recostado en la cama, miré el sillón que estaba a mi izquierda, era cómodo, lo sabía porque dormí ahí acompañando a Tania que, embarazada por primera vez, estuvo internada tres veces por sangrado y contracciones prematuras. Aún la recuerdo padeciendo dolores de parto y los torpes esfuerzos de una enfermera que no atinaba a introducir un catéter en su vena. Ahora era yo quien tenía uno en el brazo. Me canalizaban corticoides, vitaminas, suero y anticoagulantes. Un montón de ventosas en el pecho me conectaban a una máquina que monitoreaba ritmo cardiaco, presión arterial y saturación de oxígeno. No había nadie en el sillón de visitas, esta enfermedad deja sin aliento, sin aire y sin la gente que te quiere. Mi única compañía era un teléfono celular con cientos de mensajes que no tenía fuerzas ni ganas de leer. En la mesita de la izquierda estaba la pizarra que Tania me dio cuando me llevaron al hospital. Miré las fotos y una frase que escribió con plumón: “te vamos a extrañar, vuelve pronto”. Los médicos se turnaban y aparecían de tanto en tanto. Internistas, infectólogos, neumólogos, rehabilitadores pulmonares entraban y salían. “Todo va bien, hay que esperar”, decían, pero en sus miradas no encontraba señales de ánimo, a lo mucho se leía el cansancio por turnos interminables y demasiadas batallas perdidas. Las enfermeras aparecían con puntualidad inglesa cada cinco horas, medían manualmente temperatura, presión arterial y a veces tomaban muestras de sangre. No importaba si era de madrugada o estaba dormido, ellas llegaban, me despertaban y hacían su trabajo.

La enfermera dio opciones para la cena, me decidí por fruta, ensalada de atún y gelatina. La comida de ese hospital no era mala, pero no tenía demasiado apetito, ni ganas de nada que no fuera dormir. “Ya va a ver que todo estará bien”, insistía. Salió de la habitación y yo me quedé pensando que debía ser muy triste ser enfermera de maternal, en una época en que se despiden más vidas de las que se reciben.

***

Esa mañana lloré porque estaba feliz y porque tenía el llanto atorado de meses atrás. No es fácil estar embarazados, menos en pandemia, encerrados, asustados por un virus que provoca síntomas parecidos a los de la gripa, pero mata. Un bicho que le pega más a los viejos, a los obesos, a las embarazadas y que no se sabía bien a bien qué hacía con los bebés. Entonces no había vacunas ni medicinas ni tratamientos, solo desinformación. “El covid no existe.” “Es un experimento militar.” “Es solo una gripe fuerte.” “Nomás mata a los gordos y a los que ya están enfermos de otra cosa.” Hubo quienes aseguraron que la cura eran pastillas de dióxido de cloro, ajo o hasta medicina para caballos. Los cubrebocas se volvieron, al mismo tiempo, artículos de primera necesidad y de lujo. Los noticieros hablaban de cada vez más muertos, de hospitales públicos saturados y de una lista de clínicas privadas que serían exclusivas para pacientes covid. El que Tania y yo habíamos elegido para el parto estaba en la lista.

El embarazo pasó sin mayores contratiempos hasta el mes cuatro. Estábamos encuarentenados, salíamos a la calle solo por lo indispensable, no veíamos a nadie fuera de nuestros padres, mis hermanas, el tío Gerardo y su familia. La noche del 28 de marzo hice una excepción y salí a visitar a un amigo. No habrá pasado más de una hora cuando Tania llamó. Con voz llorosa dijo que había tenido un sangrado. Regresé de inmediato, la encontré aún en el baño. No lo hablamos, pero los dos pensamos en la posibilidad de un aborto. Llamé al ginecólogo, nos explicó que un sangrado no siempre es grave, hizo preguntas y su opinión fue que había que esperar y mantener a Tania en reposo absoluto. “Si el sangrado se repite o hay algún otro malestar me llaman y vamos al hospital.” No recuerdo qué respondí, pero luego de un silencio largo, como si hubiera escuchado en mi voz el miedo que no se borraba de los ojos de Tania, agregó que podíamos ir al hospital esa misma noche si así lo preferíamos. “Será como estar en casa, pero más vigilada, con atención inmediata si hubiera alguna complicación”, agregó. Nos decidimos por el hospital. Llegamos a urgencias, acostaron a Tania en una camilla, le hicieron análisis de sangre y una ecografía. Esperamos al doctor hasta las dos de la mañana, dijo que los estudios se veían bien, que de momento no había que preocuparse. Nos asignaron un cuarto, ese donde conocí el sillón de los acompañantes, y pasamos ahí tres noches. Nos dieron de alta con el apercibimiento de que los sangrados continuarían y que Tania debía estar en cama, nada de caminar, nada de subir escaleras, nada de yoga para embarazadas, nada de nada.

A pesar de seguir las indicaciones al pie de la letra, las cosas se complicaron. La noche del 30 de abril aparecieron dolores en el vientre. Tania aseguró que era gastritis porque siempre minimiza lo que siente para evitar al médico. Llamé al ginecólogo, nos recetó varios medicamentos, salí a buscarlos. Tardé más de tres horas en regresar porque uno estaba descontinuado, pero solo me enteré después de visitar más de una docena de farmacias; consulté con el médico y compré otro, pero había que inyectarlo, así tuve que buscar quién supiera poner inyecciones. La odisea resultó infructuosa, a las dos de la mañana los dolores eran intolerables. De nuevo al hospital. Esta vez se trató de contracciones prematuras. El cuerpo de Tania quería que el parto sucediera ya, pero era demasiado pronto, los médicos no creían que el bebé estuviera listo. Le pusieron un catéter para darle otro medicamento que las detuviera. Funcionó, aun así nos quedamos nuevamente en el hospital. El ginecólogo recomendó inyectar corticoides a Tania para apresurar el desarrollo de los pulmones del bebé. “Es solamente una precaución, si tenemos un parto prematuro queremos que el bebé pueda respirar.” Tres días después ella ya se sentía bien. El 3 de mayo regresamos a casa. Los médicos recomendaron prolongar la hospitalización un poco más, pero ella no quería estar ahí. Mala decisión. Las contracciones volvieron a las diez de la noche del día siguiente. Estábamos en cama, ella intentando dormir para no sentir, yo mirando la televisión para no dormir. Cada quince minutos, cada veinte, cada diez, Tania despertaba y daba un gritito de dolor. Me explicó que comenzaba en la espalda baja, subía por ambos lados, recorría todo el vientre y se quedaba allí, punzando, hasta que solito comenzaba a disminuir de a poco. Bajamos una aplicación para llevar la cuenta de cuándo comenzaban y terminaban las contracciones. “Aún no es tiempo.” “Prepara la maleta.” “Llama a tu doctor”, eran las recomendaciones que aparecían en la pantalla después de cada conteo. Alrededor de las dos de la mañana, los dolores eran cada tres o cuatro minutos. “Cuando los intervalos sean de cinco minutos o menos significa que el niño ya quiere salir”, había dicho el ginecólogo. Faltaba un día para que cumpliéramos los siete meses de embarazo. Tomamos las maletas y nos fuimos al hospital.

***

Después de dos décadas haciendo publicidad, en noviembre de 2019 pude tomar un año sabático. Tania y yo habíamos planeado viajar, pasar tiempo en la Ciudad de México —donde vivíamos desde 2015—, pero también en Guadalajara porque ahí están nuestras familias. Necesitaba descansar, de todo, de todos, de los aeropuertos, de las noticias, de las crisis, de los egos, de los malabares, las maromas y tanto absurdo. Cerré mis redes sociales, quería no enterarme de nada, no angustiarme, no enojarme, no tener prisa, que ya no me doliera la espalda ni vivir con el estómago apretado; dormir ocho horas seguidas, leer, escribir, tenía ideas para un libro de cuentos y el borrador de una novela esperando en un cajón. Quería muchas cosas, pero “la vida es eso que pasa mientras estás ocupado haciendo otros planes”, sentenció Lennon. Los primeros días de noviembre de 2019 nos enteramos que estábamos embarazados. A inicios del 2020 el covid ya era algo más que una enfermedad de un país lejano. Para febrero se hablaba de una pandemia mundial. En marzo el mundo cerró, los gobiernos decretaron suspensión de actividades, todos a casa, todos con cubrebocas, sana distancia y otro montón de cosas que nos cambiaron la vida. Nuestros planes de viaje y fiesta se redujeron a un encierro obligado. Evitamos a la gente por el bicho, el embarazo y porque nuestros papás son población vulnerable. Salíamos solo para pasear a Jonás —nuestro perro— pedíamos comida y despensa por aplicaciones del celular, desinfectábamos todo lo que iba a entrar a casa, pusimos en la puerta de entrada un tapete con agua y cloro para limpiar las suelas de nuestros zapatos y una mesita con gel, cloro en espray y toallitas desinfectantes. Tomamos todas las precauciones posibles. Fuimos disciplinados durante meses, luego nos cansó el encierro. No sé exactamente dónde pesqué el bicho, pero la semana previa a los primeros síntomas estuvimos en un baby shower que, en realidad, fue una fiesta de adultos en la que no se respetó ninguna de las medidas de prevención. Un par de días después fui, con mis papás, a un centro comercial a comprar ropa de bebé. Para terminar, amigas de Tania, que viven en Estados Unidos, pero estaban de visita en la ciudad, fueron a la casa. Tiempo después, cuando ya estaba enfermo, nos enteramos que una de ellas salió positiva al regresar a Denver, resultó asintomática. Ella está convencida de que la contagié, yo creo que la tercera fue la vencida.

La mañana del 3 de octubre desperté con dolor muscular y de garganta. Decidí que era un resfriado y me autorreceté un antigripal. Apacigüé los síntomas casi una semana, pero el día que se terminaron las pastillas volvió el dolor, ahora con temperatura alta, 39 grados. Tania se alarmó y llamó a Mike, nuestro amigo médico de cabecera. Él sospechó de inmediato, hizo traer un oxímetro que marcó 89. “Tienes covid”, aseguró. Yo refuté, tenía que ser gripa. “Vuelve a medir”, exigí. 90, 88, 91, 87. “Si baja de 90, aunque sea un segundo, es porque algo anda mal”, insistió. Pidió que me hiciera una prueba PCR. La Universidad de Guadalajara ofrecía módulos drive thru para aplicar pruebas en todo el estado. Conseguí cita para las nueve de la mañana del día siguiente. Conduje hasta el lugar, me metieron un par de cotonetes por la nariz y la garganta y me regresaron a casa. El resultado llegó ese mismo día por la noche: negativo. Fue una victoria pírrica porque la fiebre y los dolores me tenían tumbado. La oxigenación seguía brincando entre 87 y 90. Estaba adolorido y cansado. Mike insistió con el covid. Me hicieron pruebas de dengue, influenza y orina para descartar una infección, todas negativas. Mike ordenó una tomografía de pulmón. Manejé hasta el laboratorio, me formé, hicieron el estudio, esperé los resultados y regresé a casa. Pedro, un infectólogo amigo de Mike, llegó a casa por la noche, después de un turno de más de veinticuatro horas en el pabellón covid del Hospital Civil. “Las pruebas no son cien por ciento seguras, es claro que tienes covid, uno muy leve, pronto estarás bien. En términos generales, 80 por ciento de los casos son leves, 15 grave y solo 5 crítico: son los que requieren terapia intensiva. Tú estás en el 80, así que no tendrás problema.” Me explicó que la tomografía mostraba pequeñas heridas en los pulmones. “Son apenas perceptibles, pero están y suelen aparecer por covid.” Dijo también que los exámenes de sangre indicaban una infección. “¿Te puedes quedar encerrado en este cuarto? Te vas a medir la oxigenación cada dos horas y me mandas foto de los números. Pasados quince días de la aparición de los síntomas ya no eres contagioso, solo ten en cuenta que los días ocho y diez son los más duros de la enfermedad, los síntomas se pueden agravar. Pero tranquilo, mientras sigas oxigenando arriba de 90, todo estará bien.”

***

“No se preocupen, hay muchas posibilidades de que el producto sobreviva” dijo el ginecólogo. En mi cabeza resonaban las palabras “producto” y “sobreviva”. Me entraron ganas de romperle hasta el último hueso del cuerpo. Miré a Tania, vi que había perdido el poco color que le quedaba, tenía los ojos pelados, el llanto bordeando, le temblaban los labios. También estaba asustado, pero me tocaba aparentar seguridad. “Todo va a salir bien —dije sabiendo que no era a mí a quien quería escuchar—, ¿le llamo a tu mamá?” Ella asintió, hablaron y acordaron que mis suegros saldrían rumbo al hospital sin importar virus ni riesgos. Tania necesitaba verlos, pero todo fue muy rápido y no alcanzaron a llegar. Entramos al hospital a las dos de la mañana, el ginecólogo nos visitó a las tres, recetó medicamentos para detener contracciones, pero esta vez no cedieron, a las cinco confirmó que una cesárea era la única alternativa y a las seis entramos a quirófano.

En el parto el papá solo puede hacer tres cosas: tomar la mano de la mujer que está haciendo el trabajo rudo, filmar el parto y no estorbar. Eso fue lo que hice. Estuvimos algunos minutos en el preoperatorio, le tomé la mano como correspondía, dije un montón de obviedades, pero lo hice convencido. “No estoy asustado y cuando no me asusto es porque no habrá problemas, tengo una intuición para eso. Todo va a estar bien.” Le tomé algunas fotos y ella sonrió. Mande las imágenes a nuestros padres minutos antes de que llegaran los médicos. Ya en la sala de operaciones, el ginecólogo y el pediatra platicaban con la anestesióloga, le preguntaban por un novio que tenía o tuvo, ella sonrió y cambió la conversación, comenzó a hablar de mascotas. Se comportaban como si estuvieran en un asado, bebiendo cerveza, divirtiéndose y no en un hospital a punto de traer a un bebé al mundo. Tania estaba ahí, escuchando, pero sin sentir ni ver nada de lo que pasaba en su barriga. Seguía aterrada. El ginecólogo hizo una incisión en su estómago, metió las manos y sacó una cabecita diminuta, el pediatra la tomó y con una pera de goma le extrajo el liquido que tenía en la boca. Con sus manos, jaló la cabecita hacia arriba, salió todo el cuerpo y lo abrazó. Era un niño que comenzó a llorar mientras le cortaban el cordón umbilical. “¿Lo ves?”, preguntó Tania. “Sí, está escupiendo.” “¿Está bien?” “Está escupiendo, ¿cómo te sientes? ¡Los piececititos!” “¿Está chiquito?” “No tanto como pensé, pero sí.” La anestesióloga agregó que era de buen tamaño. El pediatra secó al bebé con una toalla, lo agarró como si fuera un muñeco, sin cuidado, sin cariño. Se lo llevó a otro cuarto y me llevó con él.

De pronto me vi en el vestidor de los médicos, no sabía cómo había llegado ni cuánto tiempo llevaba ahí. No había nadie conmigo, no me dijeron qué debía hacer ahora que todo había terminado. A Tania la sedaron y la llevaron a descansar. Al niño lo metieron a una incubadora en terapia intensiva, todo parecía estar bien, pero les preocupaba que los pulmones no se hubieran desarrollado lo suficiente. “Es un niño sano”, dijo el pediatra. Me miré en el espejo, aún tenía la bata azul que usé para entrar a la sala de operaciones y un gorro que apenas contenía mi pelo, en ese entonces, de chinos largos. Miré mi reflejo y me reconocí cansado, ojeroso, me dieron ganas de llorar, de reír y de gritar. Y lloré y reí y grité. Matías había nacido a las 6:47 de la mañana del 5 de mayo.

***

En 2017 compramos una casa vieja para arreglarla y convertirla en nuestro hogar. A finales de 2019 iban a entregárnosla, pero nunca previmos que algún día podríamos ser padres. No tenía una habitación para bebés. Al enterarnos que Matías estaba en camino hicimos algunas adecuaciones: el que sería mi estudio se convirtió en cuarto de bebé y el de visitas en el principal. El que originalmente sería nuestro está del otro lado de un patio, separado del resto de la casa. Es el más grande, tiene ventanales y baño propio. Un sitio ideal para parejas sin hijos o una cuarentena. Mike ordenó que todos los días me canalizaran corticoides, analgésicos y vitaminas. Pedro no estaba tan convencido y a los pocos días me quitó el corticoide. “Tienes que estar boca abajo el mayor tiempo posible, eso ayuda a la respiración y a los pulmones”, recomendaron los dos. Nunca tuve la sensación de que me faltara aire, pero si intentaba hablar me daban ataques de tos, todo el tiempo estaba cansado, con ganas de dormir, un día tenía dolor de garganta, al otro flemas, la fiebre subía y yo la bajaba a regaderazos de agua fría y puñados de paracetamol.

El 12 de octubre, cinco meses y siete días después del nacimiento de Matías, inició mi aislamiento forzado. Ese año no había salido de casa por el sabático y la pandemia, así que pasaba con él las veinticuatro horas, todos los días. Siempre lo tenía abrazado o acostado en mis piernas o en el portabebés junto a mi silla mientras escribía. Le hablaba, le cantaba, le daba biberón cada tres horas, mañana, tarde y noche, lo hacía eructar, lo mecía, lo dormía. Mi enfermedad nos hizo pasar del siempre juntos, a tener prohibido estar en la misma habitación; nada de abrazos, nada de arrullos, nada de besos, solo podía verlo desde lejos cuando Tania lo cargaba y lo acercaba a su ventana para que yo pudiera saludarlo desde la mía. Matías lloraba, no sé si por no estar conmigo o porque no entendía qué estaba pasando o porque los bebés lloran y punto.

Tania también lloraba, pero lo supe hasta mucho después.

***

Los primeros días de noviembre de 2019, Tania estaba ansiosa por un retraso en su regla. No era la primera vez en los siete años que llevábamos juntos, así que no le di importancia. Una mañana me despertó muy temprano para exigir que fuera por una prueba de embarazo. Me enfadé, tenía sueño y resaca, pero no hubo más remedio que levantarme. Salí a buscar tortas ahogadas y la dichosa prueba. Regresé directo a la cocina, me instalé en la mesa, preparé la torta y me puse a desayunar. Ella tomó la prueba y entró al baño. Salió unos minutos después con una angustia feliz pintada en el rostro. La abracé, le dije que no se preocupara, estábamos bien, nos iba bien, ella con 35 años, yo 42, era un buen momento para ser padres. También dije que esas pruebas de farmacia no eran confiables y que esperáramos a regresar a CdMx para ver a su ginecóloga. “No voy a soportar una semana con esta duda”, dijo y al momento consiguió cita para ese mismo día ver a un ginecólogo tío de una de sus primas. Un par de horas más tarde estábamos en el consultorio, el médico hizo un ultrasonido y confirmó la noticia señalando con su dedo un frijolito que se veía en la pantalla. Le pedí a Tania que no dijéramos nada a nadie hasta llegar al mes tres, porque sabía que hasta ese momento un embarazo está más o menos fuera de riesgo. “¿Tú crees que podré pasar tres meses sin beber sin que nadie me interrogue? No hay ninguna explicación coherente para eso, todos van a saber que estoy embarazada.” Estaba feliz y ansiosa por contárselo al mundo.

Los primeros en enterarse fueron nuestros padres; invitamos a cenar a los cuatro. A Tania le costó trabajo convencer a mi suegro, ante su insistencia mi suegra intervino pensando que íbamos a pedirles dinero prestado. Al restaurante llegaron al mismo tiempo, se encontraron en el estacionamiento y se sorprendieron al verse. No les habíamos avisado que la cena era todos juntos. Nosotros ya esperábamos en la mesa. En algún momento durante la cena propuse un brindis. “Por los abuelos primerizos.” Matías iba a ser el primer nieto para todos. A mi papá se le iluminó el rostro de inmediato, preguntó si hablaba en serio, se levantó y nos abrazó. Mi mamá, sonrojada, hizo lo mismo. No podían ocultar la alegría que les cayó encima. Mis suegros se quedaron congelados, no entendían qué estaba pasando, tardaron minutos en reaccionar. “¿Es en serio?”, preguntó mi suegra. Tania es hija única y eso hacía aún más especial recibir esa noticia que no esperaban.

Días después mamá me contó que esa noche, al regresar a casa, papá se emborrachó solo en su estudio; le platicó a mi abue María que al fin iba a cumplir su sueño de ser bisabuela. La charla fue con una foto que estaba en un altar que puso por el día de muertos. Ella había partido apenas un año antes.

***

“Buena noche, Pedro, de oxígeno he estado bien, pero ayer tuve temperatura alta por la noche y en la mañana. La bajé con paracetamol. Hoy, hace un rato, llegué a 39, Mike dijo que tomara más paracetamol y adelantara la toma de stadium. Ya lo hice y me bañé dos veces. Bajó a 37.7, ¿debo hacer algo más? ¿Otra medicina?” “Si sigues con fiebre mañana inicia prednisona, 50 miligramos cada 24 horas, pero esperemos ya no vuelvas a tener fiebre. Ya vas de salida.”

Esos días lo pasaba dormido, un poco por falta de oxígeno y otro tanto porque dormir siempre ha sido una manera de evadir la realidad. Si hay un problema, si estoy asustado, si algo me preocupa, duermo. No es algo que decida, el cuerpo se me pone pesado, dolorido, los párpados se me cierran, la cabeza me exige descanso y el cuerpo obedece. En mi covid, no bien salía el sol, bajaba las cortinas de la habitación para evitar la luz. Tania protestaba. “Nada de encerrarte, quiero mirarte todo el tiempo, quiero ver que estás bien.” No lo pensé entonces, pero ese “ver si estás bien” significaba asegurarse de que siguiera vivo. No pensaba mucho en nada, no tenía ni fuerzas ni ganas, no leía, no veía televisión, no revisaba el celular, lo puse en silencio para que no me despertaran las llamadas. No quería leer los mensajes, por el cansancio físico y porque me agotaba tener que fingir que todo estaba bien y que estaba de buen ánimo. Lo hacía con Tania y con mis padres para no preocuparlos, pero no me alcanzaba para hacerlo con nadie más.

Durante el día estaba más o menos estable, por las noches la oxigenación se caía. Tenía que medirla cada dos horas y era un calvario. No sé cómo explicar el terror, la angustia, la desesperación que sentía al ponerme el aparato en el dedo y esperar los segundos que tarda en dibujar un número en la pantalla. A veces cerraba los ojos esperando un tiempo prudente a que el silencio se mantuviera, pero si la oxigenación no era la correcta, el aparato comenzaba a sonar. Escuchar ese pitido o mirar un ochenta y tantos en la pantalla me aterraba. Se me secaba la garganta, me temblaban las manos, el estómago se me ponía frío. Cada que el aparato marcaba un número malo tomaba una foto y se la mandaba a los médicos. “Pedro, tengo 39.3 de temperatura, sigo sin poder levantarme de la cama, hoy dormí bien y la mañana estuvo tranquila, pero conforme pasa el día me empiezo a sentir cansado, con frío, luego sube la fiebre, hoy he tenido tres bajones de oxígeno. Siento rasposa la garganta, no todo el tiempo, cuando respiro profundo y al pasar el aire siento cosquilleo y luego la tos. También siento un ligero dolor detrás de los ojos, muy leve, como punzada.” “Esos bajones de oxígeno son esperados, recuerda que tienes algo de inflamación pulmonar, lo mas importante es que te estás recuperando, los pacientes que tienen neumonía grave no se recuperan. Empezaste a superar la fiebre. Esto es un proceso lento, pero ahí vas. Sigues con inflamación, pero así es esta enfermedad”.

***

Tania decidió que el ginecólogo que confirmó el embarazo sería el responsable del seguimiento y el parto. Íbamos a visitarlo cada mes, veíamos en la pantalla cómo el frijolito iba creciendo, le salían manos, piernas y, en algún momento, sin preguntar, nos dijo que era niño. Fue un accidente afortunado porque Tania quería fiesta de develación de género y yo no, me ahorró una discusión en la que seguro terminaría cediendo. Iba a todas las consultas y miraba crecer la barriga de Tania, pero no sentía eso de ser papá. Sabía que iba a serlo, era una idea dentro de mi cabeza, no una emoción; tenia preocupaciones, pero nada de ese amor absoluto e incondicional del que hablan los que ya son papás. Entre las semanas once y trece de embarazo toca hacer examen de síndromes, un estudio en el que revisan si el bebé padece alguna enfermedad. “Si se detecta algún síndrome, ¿se puede hacer algo?”, pregunté. “No, pero están a tiempo de tomar decisiones”, respondió el médico. “¿Decisiones?”, insistí. “Decidir si continúan o no con el embarazo.” Afortunadamente, Matías no tenía ninguno, pero algo pasó mientras hacían el estudio. Mientras revisaban su corazón, escuché sus latidos a través una bocina, tac, tac, tac. Escuché su corazón latir y comencé a llorar. Escuché su corazón latir y entendí que el frijolito de la pantalla estaba vivo, que iba a ser papá, que tendría un hijo. Ese latir, ese tac, tac, tac, es la música más hermosa que he escuchado jamás.

Sabía que iba a ser papá, pero ese día lo sentí por primera vez.

***

“Me siento bien en general, pero la inflamación no cede. En los resultados de los estudios que me hice hay dos indicadores de covid, la ferritina, que tengo muy alta, por eso la inflamación, pero aun así no me pone en zona de riesgo, no es grave, pero provoca que oxigene mal. El otro indicador, dimero D, está en orden, es el que podría generar problemas, pero en ese estoy bien. Por la tarde me van a hacer otra tomografía de tórax para compararla con la primera, sobre eso van a decidir si sigo en casa o me llevan a hospital, pero es solo por prevención. Así que tranquilo, todo esto es normal en casos de covid simples, es decir, no estoy grave ni nada, los médicos están siendo precavidos. Así que todo bien papá, dile a mamá que todo bien”, escribí.

Días después el oxímetro marcó 73, un número malo tratándose de oxígeno. Mike dio instrucciones para que llevaran a mi casa un compresor de oxígeno y me pusieron unas mangueritas en la nariz. La ferritina marcó más de 1 000, cuando el nivel más alto permitido es de 300 y el dimero D 485, a nada del límite que es de 500. La infección estaba por las nubes. Pedro iría verme por la noche, pero sabíamos que la hospitalización era inevitable. Tania pasó la tarde buscando espacio en algún hospital, para ese entonces todos estaban saturados por pacientes covid. Después de varios intentos encontró lugar en el Real San José. Pedro confirmó que me había movido al 15 por ciento de casos graves, pero insistió en que nos íbamos por precaución. “Por si pasa algo tener todo a la mano, pero no pasará, estate tranquilo.” “¿Cómo me voy? ¿Debo pedir una ambulancia?” “¿A cuál?” “Real San José.” “Yo voy para allá, tengo pacientes que visitar, te llevo en mi auto.” “¿En serio? ¿No te da miedo contagiarte?” “Tengo meses metido en la cueva del covid, basta con usar el cubrebocas para evitar el contagio.” Hice una maleta con ropa, tomé un par de libros, mi computadora y me despedí de Tania y Matías desde lejos. En el trayecto intenté escribir un mensaje para avisar a mi papá, pensé que sería mejor llamar para que no se asustara tanto, pero no tenía voz, si intentaba hablar tosía como tuberculoso. Le pedí a Pedro que hablara y le explicara. Mi papá es médico, siempre fue de carácter fuerte —mamá dice que es un victoriano—, pensé en hablarle porque él manejaría mejor la situación con mamá y mis hermanas. Marqué, puse el altavoz, quise saludar, pero no hice más que toser. Como pude le dije que iba al hospital, que no se preocupara, que Pedro le iba a explicar. Conversaron en términos médicos, papá respondía con monosílabos y la voz rota.

Ellos entendían lo que estaba pasando, yo lo imaginaba. Con la oxigenación tan baja, las células del cuerpo mueren y eso no es bueno, tratándose de covid, cuando todo lo demás no funciona, el último recurso es intubar. Sabía de qué se trataba por lo que pude leer en internet. Para intubarte te tienen que dormir completamente y te quedas así durante muchos días, semanas, meses. Meten un tubo por la boca que va conectado a los bronquios para aumentar el flujo de oxígeno. Durante el proceso los riesgos son muchos, que el tubo cause daños, que el cuerpo la rechace o simplemente que no funcione. En 2020 solo dos de cada diez personas sobrevivían. Había leído cientos de historias de pacientes que fallecían por negarse a ser intubados y otros tantos que aceptaban y ya no despertaron.

Llegué al hospital alrededor de las nueve de la noche del 22 de octubre. Todo estaba cerrado. A través de una ventanilla Pedro le explicó al recepcionista que me quedaría y que él tenía pacientes por visitar. Yo agregué que Tania ya había hablado y reservado un espacio. Nos mandaron a la puerta de urgencias. Pedro llenó unos papeles y subió a hacer sus visitas, yo llené otros antes de que me dejaran solo en la sala de espera. Pasaron horas antes de que me llevaran a un consultorio, me pusieran oxígeno y me volviera a quedar solo. Me recosté en una mesa de exploración, intenté dormir, pero no lo logré. A la una de la mañana llegó el médico de guardia, hizo preguntas, ordenó que me sacaran sangre para estudios, me hicieron una prueba PCR y me mandaron por una placa de los pulmones. Casi a las tres de la mañana me subieron a un preoperatorio, una especie de sala de espera para quienes van a entrar a cirugía. No son tan diferentes de las habitaciones, solo un poco más pequeños, sin puerta ni baño propio. Me colocaron un catéter en el brazo, me pusieron las ventosas, me conectaron al oxigeno y me dormí. Habían pasado seis horas desde que llegué.

Por la mañana me llevaron a un cuarto normal. La PCR salió positiva. “Aunque ya sabíamos que era eso, lo bueno es que ya le pusimos nombre”, dijo Pedro. La radiografía mostró que donde antes había pequeñas heridas, ahora parecía un campo minado. Mis pulmones estaban repletos de un montón de manchas oscuras. Me dio diarrea. Regresó la fiebre. El oxígeno seguía bailando entre 88 y 93. Con todo, no sé si por la certeza de saber que era covid, por la tranquilidad de estar en el hospital o por sentir que ya no era un riesgo para Tania, que ya no tendría que cuidarme y podría concentrarse en Matías, descansé.

Portada de ‘Una insurrección de la mirada. Crónicas infrarrealistas’.

***

Matías pasó dieciséis días en terapia intensiva por su necedad de salir antes de tiempo. De haber llegado a los nueve meses hubiera nacido en plena crisis hospitalaria, en algún hospital repleto de pacientes covid, así que hizo bien en adelantarse. Me gusta pensar que sabía que tenía que llegar antes y que por eso apresuró las cosas. Nació de un kilo ochocientos gramos y con apenas cuarenta y cinco centímetros. Era pequeño pero larguirucho, flaquito, negrito tirándole a morado, todo arrugadito y con los ojos rasgados. Siempre pensé que todos los recién nacidos son feos y que agarran forma con el tiempo, pero yo lo miraba convencido de que era el primer recién nacido guapo de la historia. Hoy reviso las fotos de sus primeras semanas y reconozco que lo veía con ojos de amor.

La sala de terapia intensiva es un mundo aparte dentro del hospital, una zona restringida en la que, para entrar, era necesario que lavarse, ponerse bata, gorro y guantes quirúrgicos. Había un área común con incubadoras colocadas una junto a otra, cada una con un banco alto para las visitas, pero también cuartos privados con una sola incubadora y otras máquinas, para pequeños con problemas graves. Las enfermeras fijaban en cada una letreros con los nombres de los bebés, mensajes de ánimo o felicitaciones por su cumplemes. Recuerdo un pequeño que llevaba cuatro meses ahí, toda su vida en una caja transparente. Se necesita mucho estómago para mirar a tu bebé a través de un cristal, sin abrazarlo, sabiendo que está luchando por su vida y no puedes hacer nada más que sentarte a su lado sin siquiera tomarle de la mano.

Las visitas eran dos veces al día, a las once, a las cuatro, y solo una hora por vez. Tania estaba en casa, la dieron de alta dos días después del parto. El ginecólogo regresó a lo del reposo absoluto para que cerrara la herida que dejó la cesárea. Le prohibió ir diario y menos ambos turnos. Eso le dolió más que las contracciones. Dieciséis días pueden no parecer demasiado, pero en ese momento se sintieron como toda una vida. Matías tenía su lugar en el área común, su nombre estaba en un letrero color verde, con un Tribilín bebé vestido de mameluco y un conejo de origami hecho con una toalla. Estuve con él todos los días, lo miraba dentro de la incubadora, con mangueritas que le entraban por la nariz para darle oxígeno, dos cables pegados en su pecho para medir signos vitales, otro en el pie y uno más en su manita. Llevaba un gorrito en la cabeza para protegerlo del frío y guantes para que no se rasguñara la cara. Desde mi teléfono le ponía música, Beatles, Rolling y Calamaro en versión para bebés, Kind of Blue de Miles Davis; pero su favorita era “What a Wonderful World”, juro que sonreía cuando la escuchaba. También le leía El principito, Pinocho, Peter Pan, Tom Sawyer. Cuando las enfermeras lo permitían, le tomaba la mano y no hay forma de describir la sensación de su manita apretando mi dedo. Quería que me supiera ahí para él, que no estaba solo, que mientras yo viviera nunca iba a estarlo.

Daniel entró a terapia intensiva el mismo día que Matías, él nació de cinco meses. Le tocó cuarto privado. A su mamá la vi poco, supongo que su médico ordenó reposo absoluto. Al papá lo vi todos los días, nunca hablamos, no supe su nombre, apenas nos saludábamos con un movimiento de cabezas cuando nos encontrábamos en el estacionamiento. Recuerdo haberle puesto atención solo en dos ocasiones, una cuando lo vi discutiendo por la cuenta con los administrativos del hospital y otra durante una de las visitas matutinas; las alarmas del cuarto de Daniel estuvieron sonando, enfermeras llegaban, revisaban, apagaban el ruido y se iban, al poco rato todo se repetía. El papá salía a buscar ayuda cada que se encendían las alarmas. Terminó la hora de visita y nos fuimos cada quien por su lado. Ese mismo día, Tania me acompañó a la visita vespertina. Ella se adelantó porque íbamos retrasados y no quería desperdiciar ni un minuto de nuestra hora permitida. Mientras buscaba un lugar para estacionarme ella subió por el elevador. Al entrar a terapia intensiva la vi llorando. El cuarto de Daniel estaba vacío. El pequeñito había muerto. “Apenas esta semana dejaron que su mamá lo abrazara, ella estaba muy feliz”, dijo Tania mientras miraba a nuestro hijo.

No mucho después Matías respiró solito, sin necesidad del oxígeno de la incubadora y lo llevaron a terapia intermedia. Ahí pudimos abrazarlo, nos enseñaron a darle biberón, a hacerlo eructar y más cosas que necesitábamos saber para cuando estuviera en casa. El ambiente era alegre, más libre, pero hubo que competir con otros padres por la música. Los papás de una bebé que estaba en el cunero frente a Matías diario llegaban antes con una bocina. Me venía mal que siempre ponían canciones de películas de Disney, no las buenas como “Gato jazz” o “Lo más vital”. No, ellos elegían las de princesas. El suplicio no duró mucho, el 21 de mayo nos dieron de alta y fuimos a casa. Sus cuatro abuelos nos esperaban para conocerlo y no recuerdo haberlos visto tan felices.

Esa noche Matías durmió en nuestro cuarto, en una pequeña cuna de madera, la misma en la que durmieron Tania y la mitad de sus primos cuando bebés. No cerramos los ojos ni un minuto. Si lloraba nos preguntábamos por qué lloraba; si no lloraba nos acercábamos para ver por qué no estaba llorando. Ahí supimos del amor y la angustia que no nos van a abandonar el resto de nuestras vidas.

***

“Sí puedo respirar y todo, pero la oxigenación me bajó a 73 y, cuando mucho, sube a 88.” “¿Necesitan ayuda?”, preguntó Weren. “Esperemos que todo bien, me van a poner el oxi y me van a canalizar. Yo me siento bien, es decir, mejor que los días pasados.” “Eso dile a Tania, está nerviosa porque no le cuentas nada. Dale calma”, agregó.

“Cuando salió pensé que no nos volveríamos a ver”, confesó Tania. La noche que me llevaron al hospital se quebró, lloró, creyendo que me iba a morir. Supe después que todo el tiempo que estuve encerrado en el cuarto ella no durmió, pasaba las noches parada en la ventana del cuarto, mirando hacía donde yo estaba, esperando que moviera un pie o me levantara al baño. “Quería saber que seguías vivo”. Cuando llegó el momento en que tuve que enviar mi oxigenación a los doctores cada dos horas, ella escribía o llamaba si no recibía las fotos. Yo las mandaba si salían bien, pero me las guardaba si estaban mal. No quería que se preocupara, bastante tenía con Matías y la casa y los doctores y llevar los trámites con la aseguradora. Dedicó una tarde a buscarme un hospital. Se hizo cargo de todo. Tania lo pasó mal, quizá peor que yo. Nunca pensé en eso durante mi encierro. Yo sabía cómo me sentía, tenía sueño de tiempo completo, dormía mucho, me comunicaba con los médicos todo el tiempo. Ella supo lo poco que le contaba, las versiones de Mike, Pedro y lo que pudo ver por la ventana. Además de la desinformación en las redes, las notas con cientos de miles de muertos por todo el mundo. En aquel momento, se creía que los enfermos de covid que iban al hospital ya no saldrían.

Para mí fue diferente, no tuve miedo de morir, nunca pensé que me fuera a morir. Me aterraba el oxímetro, me angustiaba que, en lugar de mejorar, todo se alargara cada vez más. Me entristecía ver a Tania cruzar el patio que nos separaba, mirar en su carita el miedo y el cansancio. Me angustiaba escuchar llorar a Matías y no poder correr a abrazarlo. Me preocupaban mis papás, no quería saber que estaban tristes. Me bloqueé, mucho dormir, mucho comer, pero no pensaba en el peor escenario, no me permití sentir ninguna emoción por mí porque si lo hacía me iba a desmoronar y no podía hacerlo, tenía que cuidar de Tania, de Matías, de mis padres.

Mi partida al hospital desató una avalancha de amor. Weren tuvo el tino de llamar a Tania justo en el momento que salí rumbo al hospital, hablaron, ella pudo desahogarse y él trató de tranquilizarla. Alejandra, que de muchas maneras ha sido un ángel en nuestras vidas, fue a casa en cuanto se enteró de mi hospitalización y, apenas al abrir la puerta, le dio un abrazo fuerte. “Me vale madre el covid”, dijo. En cuanto se enteró, Sánchez tomó un avión desde la Ciudad de México y se quedó cuidando de Tania y Matías. Rafael, de pocas palabras, me encomendó a los dioses, me escribió un te quiero, y se encargó de que todo lo que se pudiera hacer, sucediera. Gavilán fue a pasar la noche con Tania y Matías. Paola y Luis llevaron despensa, como lo habían hecho toda mi enfermedad, pero esta vez se quedaron con Tania. Mike no dejó de cuidarnos, mañana, tarde, noche, siempre estuvo al pendiente, ocupándose de todo lo médico que era posible hacer, haciéndome reír, dándole ánimos a Tania. Y muchas personas más, las que se enteraron, estuvieron atentas, llamaron, escribieron. Nunca estuvimos solos. Muchas personas, más de las que imaginé, más de la que merezco, se preocuparon por mí, por nosotros.

En el hospital descansé por primera vez. Había dormido mucho, sí, pero hacerlo no siempre equivale a descansar. Las enfermeras eran muy atentas, la comida era buena, el cuarto bonito, había una tele pequeña; por primera vez durante la enfermedad vi programas, series gringas traducidas al español, La ley y el orden, Magnun, El residente y otras por el estilo. Se fue la fiebre y el dolor muscular, la oxigenación se quedó arriba de 90. Seguía canalizado, el primer día me dio diarrea, pero Pedro consideró que era por los nuevos medicamentos que me estaban dando, los cambió y todo estuvo bien. Una mañana me cansé de la cama y me senté en un sillón para embarazadas. Me acerqué una mesita y encendí la computadora. Me siguieron haciendo análisis, la ferritina y el dimero D comenzaron a bajar, es decir, la inflamación comenzó a ceder. Las nuevas tomografías salieron mejor. Parecía que las cosas iban, por fin, mejorando. Una tarde le escribí a Pedro preguntando si podía pedir una cocacola y una hamburguesa. “Claro que sí, eso es señal de que ya te estás recuperando”, respondió entre risas.

“Si todo sigue igual, mañana te damos de alta.” “No, Pedro, mejor hasta que esté ya todo bien, prefiero quedarme.” “No, ya pasó la etapa de riesgo, es mejor sacarte para no exponerte a que agarres alguna infección, en los hospitales hay muchas bacterias.” “¿Seguiré encerrado en el cuarto?” “Por lo pronto, sí.” Al día siguiente, el 27 de octubre, me mandaron a casa, me subieron a una camilla encapsulada, como si fuera un paquete de desechos tóxicos. Recorrimos los pasillos del hospital y salimos por la puerta trasera, rociaron cloro delante y detrás de mí durante todo el camino; un par de paramédicos cubiertos de pies a cabeza me subieron a una ambulancia y me llevaron a casa. Tania ya estaba fuera, esperando, cuando llegué. Si basta con que una ambulancia estacione en tu calle para llamar la atención, cuando de ella surge una camilla-cápsula, en época de pandemia, es peor. Todos los vecinos salieron a mirar. Sentí vergüenza. Tania estaba feliz.

***

A Matías le dieron corticoides estando en la panza de su mamá para que al nacer pudiera respirar. A mí me inyectaron corticoides para que pudiera seguir respirando. Respirar es bueno, los corticoides no tanto. Se usan para varias enfermedades, cáncer, por ejemplo. Sirven para reducir inflamación, pero también debilitan el sistema inmunitario, es decir, todo lo que combate infecciones en el cuerpo. Te dejan desnudo frente a cualquier otra enfermedad. Tomarlos tiene consecuencias. En adultos provocan presión alta, debilitan los huesos, hinchan el cuerpo y un largo etcétera. En un embarazo pueden, desde afectar el desarrollo psicomotor del bebé, hasta causar parálisis cerebral. Afortunadamente, Matías está bien, es un niño inteligente, aprende rápido, es necio, precavido, sociable cuando quiere —o con quien quiere—, y tiene la sonrisa más hermosa del mundo. Juro que está vez no es el amor el que habla.

La mayoría de mis amigos se convirtieron en padres apenas al salir de la universidad. Lo hicieron bien, se graduaron, consiguieron empleo, se casaron y tuvieron dos o tres hijos. Con el paso de los años se acumularon bautizos, cumpleaños, primeras comuniones y más. “Ser padre es difícil, te cambia la vida, pero es lo más maravilloso que me ha pasado.” “No lo cambio por nada.” “Lo volvería a hacer una y otra vez”, decían mientras yo los veía padecer más que disfrutar: niños llorando, haciendo berrinches, encaprichados, rompiendo cosas, desobedeciendo. El discurso de la paternidad se escuchaba encantador, pero no coincidía con lo que veía en la realidad. Tenía 42 años cuando nació mi hijo. Y fue al tenerlo en mis brazos, escuchando su respiración, cuando acepté que el cliché era verdadero. Matías es lo más maravilloso que me ha pasado jamás.

Decir que ser padre te cambia la vida para bien, es otro cliché, pero igual de verdadero. Hasta que Matías llegó a mi vida entendí realmente lo que son el amor y el miedo. Y cuando hablo de amor me refiero a ese que siento cada que Matías se queda dormido en mi pecho. Cada que pronuncia una palabra. Cada que dice “vámonos papá”, tomándome de la mano para que lo acompañe a donde sea que vaya. El amor es mirarlo sonreír o abrir sus ojos grandes cada que ve algo nuevo, escucharlo cantar, verlo bailar, salir a caminar a la calle y dejarlo correr. Amor es cuando dice “dormir aquí, papá” y se tira a mitad de la banqueta, cierra los ojos y finge que ronca. Amor es verlo reír y él ríe mucho. Amor es la sensación de que todo es nuevo: la primera vez que escuché latir su corazón, la primera vez que su manita apretó mi dedo, la primera vez que le di biberón, la primera vez que lo abracé, la primera vez que durmió sobre mi pecho, la primera vez que se sentó solito, la primera vez que gateó, la primera vez que caminó y otro montón de primeras veces que he vivido junto a él.

También llegó el miedo verdadero. Me aterra que le pase algo malo, que se caiga, que se golpee la cabeza, que tenga pesadillas por las noches, que se enferme de lo que sea. Sufrí la primera vez que le dio fiebre y también sufro pensando en el momento en que le rompan el corazón o cuando conozca la traición. Me angustia no saber quiénes serán las personas que elija como familia. Me aterroriza el primer día que vaya solo a la escuela y la primera noche que no llegue a casa —¿cómo pudo conciliar el sueño mi papá las tantas veces que no llegué a dormir a casa?—. Me enloquece pensar en el mundo al que llegó: todo está contaminado, se está acabando el agua, los bosques y ni hablar de la violencia, del narco, de los desaparecidos. Me aterra cualquier posibilidad de que le hagan daño, por más lejana, remota o ridícula que sea. Este es un mundo enfermo y cada que leo sobre un niño perdido, golpeado o abusado, me duele la panza y se me rasgan los ojos. Me da miedo no estar para él, viajar, subirme a un avión y que se caiga. Antes nunca había pensado en esas cosas. Me aterra fallar, no saber cómo ayudarle a ser una buena persona, no saber qué hacer para que aprenda qué es bueno y qué es malo; lo importantes que son la honestidad, la lealtad y la sinceridad. No encontrar la manera de enseñarle el valor de la palabra y las palabras; cómo hacer para que no le falte nada pero que aprenda a salir adelante solo, a sobrevivir cuando llegue el desamor, a tener miedo pero nunca dejar de avanzar, a ser prudente, pacífico y a defenderse cuando sea necesario, a que sepa elegir a sus amigos y a cuidarlos, a ser justo, ser feliz y, en general, me aterra todo lo que no podré hacer y que dependerá sólo de él.

Desde que Matías nació todo me asusta y también soy inmensamente feliz. En palabras del señor Noble, “tu sonrisa se hizo el pan con dulce de mis mañanas./ Todavía no sé nombrar este amor que me desarma./ Cuando te veo así, panzón y filibustero,/ lo único que me importa, ahora sí, es llegar a viejo”.

***

“La oxigenación está en 92, 93, a veces sube a 95, en tres ocasiones ha caído a 87, 88, luego sube y se queda en 91, 92. La tos ha bajado mucho, pero sigue, cada vez menos frecuente y menos fuerte”, le escribí a Pedro a la una de la madrugada, pero no respondió. Insistí hasta la mañana siguiente. “Buen día, hoy amanecí con 98 y la tos cada vez menos.” “Buen día, apenas voy resucitando de la jornada de ayer, disculpa no haber respondido anoche.” “Me imaginé, por eso no insistí, ¿qué opinas?” “A partir del lunes eres libre, puedes abrazar a Tania y a tu bebé.” “¿Seguro? ¿No tendré que hacerme análisis de sangre y esas cosas?” “Segurísimo, claro que habrá que hacerte exámenes, pero ya no contagias.” “¿Y el oxígeno?” “Son dos cosas distintas, a partir del lunes puedes reactivarte, pero todavía vas a tener el síndrome post covid que se va ir quitando, pero los síntomas ya no te ponen en peligro ni a ti ni a tu familia. El compresor se va a ir retirando poco a poco, pero en breve lo vas a dejar también.”

A las 5:28 de la tarde del 2 de noviembre llegaron los resultados a mi correo electrónico. Al leerlos supe que las cosas ya no estaban tan mal. Llamé a Mike y a Pedro. “Ya puedes salir”, dijeron. Después de veinticinco días de encierro, de estar lejos de todos, era libre; no sano, aún me sentía cansado y la tos continuaba, pero podía salir. Pocos minutos antes tocaron el timbre de la casa, desde el ventanal vi salir a Tania, dejó la puerta abierta y se quedó afuera conversando con la persona que llegó. Salí del cuarto, caminé directo a donde estaba Matías, lo encontré recostado en la cama, me miró, comenzó a llorar y yo también; lo levanté, lo abracé, lo apreté a mi pecho; podía sentirlo, olerlo, escucharlo. Quizá recordó mis brazos o qué sé yo, pero dejó de llorar. Bajé por las escaleras y me senté en el sillón de la sala. Ese pequeño trayecto desde la habitación me había dejado exhausto. No dejaba de mirar a Matías, ni de toser, escuchaba a Tania platicar en la calle; hablaba de mi tos, decía que se escuchaba muy cerca, se despidió de la visita. “Voy a ver cómo está”, le escuché decir. Tardó algunos minutos más en entrar. Cuando nos vio ahí, sentados, sus ojos se abrieron grandes, creo que lloró, nos abrazamos los tres. Tania tenía muchas preguntas, yo tos por el esfuerzo; sentía como si hubiera corrido un maratón. Subimos a la habitación, ahora sí a la nuestra, me senté en la mecedora con Matías en los brazos, necesitaba descansar, pero no quería dejarlo.

No habrá pasado más de una hora cuando sonó de nuevo el timbre de casa. “Es un paquete de Amazon”, dijo Tania al asomarse por la ventana. Bajó para abrir la puerta. No había ningún paquete, regresó acompañada de mis papás y mis hermanas. Al verlos sentí ganas de llorar, miedo y felicidad. Los médicos decían que no, pero yo aún temía contagiarlos, eran población de alto riesgo y yo no quería que les pasara nada. No recuerdo si los abracé, espero haberlo hecho. Al poco rato llegaron mis suegros y bajamos a la sala. Todos parecían estar bien y yo por estar de nuevo rodeado de mi familia. El ambiente era de fiesta, mucho ruido, mucha comida. Todos hablando, riendo. Se movían de un lado a otro. Yo sentado los miraba, sin poder conversar demasiado por la tos, agotado desde el primer minuto, con dolor de cuerpo y sin poder pronunciar palabra sin que fuera acompañada de toses, pero no quería moverme, ni irme de ahí. Quería verlos, escucharlos, disfrutarlos.

Quería no estar lejos de ellos nunca más.


José Luis Valencia es autor de la novela La poeta gorda (2014) y los libros de cuentos Los tiempos de Dios, El barrio se respeta y otras consideraciones (2022). Ha participado en volúmenes colectivos como Libro Azul de Bengala: historias de policías y ladrones.

Una insurrección de la mirada. Crónicas infrarrealistas

Publicado por Rayuela diseño editorial y coordinado por Diego Enrique Osorno, cuenta con la participación de José Luis Valencia, Juan Pablo Meneses, Cesar Alan Ruiz Galicia, Alejandro Sánchez, Neldy San Martín, Melissa del Pozo, Vania Pigennnoutt, Caracol Lopez, Wendy Selene Pérez, Paula Mónaco, Luciana Wainer, Luis Mendoza Ovando, Beatriz García y Arturo de Dios Palma, además del propio Osorno.

AQ

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