El arte de la resiliencia: cómo aprender a ser menos infelices

Filosofía de altamar

No se trata de autoengañarnos, sino de desmenuzar cada pieza del pasado, del trauma o del duelo, hasta sus últimas consecuencias, y aceptarlo.

"Resiliencia" es un término acuñado por el psiquiatra Boris Cyrulnik. (Ilustración: Antonella Macchiavello)
Julieta Lomelí Balver
Ciudad de México /

Me permito una confesión personal. En 2009, ayudé a un amigo, un filósofo italiano, afinando mínimos detalles de estilo a un prólogo que él había escrito en español para uno de los libros más vendidos de un filósofo alemán. El libro era del pesimista Arthur Schopenhauer, quien, llegada su vejez —como a muchos hombres y mujeres les sucede—, al mirar que su reloj de arena estaba por desprender los últimos granos de vitalidad, le dio la vuelta a su actitud pesimista, ya que al reloj interior no le podría dar la vuelta tan fácil.

El filósofo alemán empeñó algunos años de su madurez en pensar cómo se podía ser menos infeliz. No es casualidad que explícitamente no hubiera pensado mejor “cómo ser feliz”. Eso arruinaría su amargo sistema para explicar que la naturaleza, el origen, el fundamento del mundo, es una insatisfecha e irracional Voluntad, que, individualizada en cada ser humano, lo vuelve el títere enganchado a las cuerdas del deseo y el dolor. Oscilando entre necesidad y encontrar eso que podría llenarla, no deja de sentir siempre un tormentoso vacío. Así toda la vida, piensa Schopenhauer, es como un agujero sin fondo, al que le puedes echar muchas cosas: amor, dinero, viajes, sexo, lujos, etcétera, pero eso no implica que no volverás siempre al estado primigenio de la voluntad que nos constituye: la insatisfacción.

Por eso Schopenhauer no escribió sugerencias existenciales para ser feliz, sino, respetando la lógica de esa teoría edificada con pesados argumentos de pesimismo, se dedicó a idear consejos para ser menos infelices. Ya que la infelicidad, al menos en Schopenhauer, es la regla de la vida, quizá lo más congruente fue publicar fragmentos, o aforismos de alto contenido filosófico, para enseñar a un amplio público cómo podemos aprender a ser menos infelices: un arte de vivir al mero estilo resiliente.

Vuelvo a mi confesión personal, mi querido amigo y filósofo italiano editó los fragmentos del acre filósofo alemán en varios idiomas. Yo, una estudiante, su aprendiz eterna, tenía veinte años. Leía entonces esas páginas que antecedían y explicaban el origen de los aforismos “optimistas” del amargo Schopenhauer. Franco Volpi, mi amigo, tituló dicho prólogo como: “Un manual para la vida”, y cada apartado que escribió estaba seguido de fabulosos subtítulos como: “La filosofía práctica y sus fuentes biblioterapéuticas”, “¿Pesimismo o felicidad?” y “El arte de vivir”. En ese momento entendí el sentido más profundo de la filosofía —usando las palabras que Volpi escribía en esas páginas— como una disciplina que “no es una teoría abstracta, sino un prontuario de sugerencias dirigido a adoptar frente a la vida una actitud práctica capaz de orientarla hacia su forma más lograda, del mismo modo que el artista procura infundir a su obra una forma hermosa”.

Estos Aforismos sobre el arte de vivir (Alianza, 2009) que nos legó el agrio Schopenhauer, son un tipo de pedagogía existencial al estilo de la resiliencia: ¡si la vida te lanza limones, quizá no sea posible hacerte un mojito, pero sí una limonada! Si la filosofía es adoptada de una forma muy genuina, como una estética existencial que nos ayude a esculpir nuestra propia vida de un modo bello, como ese “arte de vivir”, gran parte de la psicología colinda con la frontera de la filosofía.

Una serie de pensamientos magníficos me han llevado a actualizar, y a practicar, desde una visión más contemporánea y terapéutica, este arte de vivir, pero desde la idea de la “resiliencia”, un término acuñado por el psiquiatra judío Boris Cyrulnik. Quien, tras haber cruzado los horrores del Holocausto siendo un niño de seis años, no recuerda su infancia como una pesada tragedia. Boris, al igual que muchos pensadores judíos —otro ejemplo es Viktor Frankl y su idea de logoterapia— hicieron del horror y la tortura emocional, motivos para darle la vuelta a la actitud pesimista. Encontrando las formas de narrar su dolor, para conocer la verdad, y después superarlo. Sólo así podrían también darle voz a las voces apagadas por la violencia del nazismo: hacer justicia por medio de la reconstrucción narrativa de la memoria.

El psiquiatra Boris Cyrulnik en Me acuerdo…exilio de la infancia (Gedisa, 2020), su autobiografía —una muy peculiar, porque está escrita desde esos ojos iluminados por la madurez y la total conciencia de los episodios en Auschwitz cuando tenía seis años—, descubre y nos comparte esa grandiosa posibilidad de ser felices. En cierto sentido y al igual que en Schopenhauer, para Boris, el dolor es lo inevitable e incluso, es determinado por causas ajenas, sin embargo, para el psiquiatra judío —a diferencia del filósofo alemán— el sufrimiento es lo opcional.

En este sentido, el arte de vivir de Boris sí da cabida a la felicidad por medio de una memoria que haga de ese pasado sufriente, una memoria sana que no se queda en el cíclico y obsesivo ejercicio de “coagular” y encapsular los momentos dolorosos. La resiliencia es mucho más que dejar de ser infeliz: es desmenuzar cada pieza del pasado, del trauma o del duelo, hasta sus últimas consecuencias, y aceptarlo. Lo cual no significa autoengañarnos, sino simplemente agradecer lo positivo —aunque sea mínimo— y así ponerle más cinta a nuestro casete, para poder tener espacio para recuerdos futuros. Porque cundo nos quedamos atascados en la infelicidad, escribe Boris, “la memoria coagulada que se impone, es el recuerdo circular del infierno, y así es imposible amar, jugar, trabajar".

Liberarse del peso de situaciones traumáticas antes implica reconocer que nos afectaron y que nos han dejado detenidos en el sufrimiento, y para ello hay que narrarlo a alguien más. En esa narrativa ya hay un voto de confianza por el otro, una vuelta a sentir que no todos son malos, que no todos nos engañan, que no todos nos traicionan, y que, a pesar de perder a alguien, existe alguien más a quien llegar a amar. Ese es el ejercicio de una memoria que avanza: comienza con la reconstrucción privada de las piezas faltantes del rompecabezas, para después lograr confiar nuevamente en la vida, en el prójimo.

Vuelvo a la tan egótica confesión, y transcribo un mensaje que mi amigo, el filósofo italiano, me mandó un poco antes de morir: “No basta decir —como yo mismo a veces digo por sencillez y para hacerme entender— que la filosofía tiene consecuencias prácticas para la vida, o que es una aplicación de la teoría a la práctica. Hay que decir otras cosas importantes que nadie hace. Y no, no es que sea fatalista, es que sé que no nos perderemos y que la vida nos ofrecerá muchas oportunidades para filosofar juntos. Y si la vida no nos las ofrece, las buscaremos nosotros".

La memoria que sana es evolutiva porque logra librar el duelo, y así consigue encontrar lo que la vida no le ofreció en el pasado, y comenzar con una nueva historia.

ÁSS

LAS MÁS VISTAS