El arte de tropezar escribiendo

Café Madrid

"Teclear me confronta con mis vicios, con mi ignorancia y hasta con mi pereza; la práctica a lo largo de los años no disminuye el miedo a fracasar".

"Lo bueno es que en esto de la escribidera tropezamos todos". (Shutterstock)
Víctor Núñez Jaime
Madrid /

Yo no sé escribir. Por eso escribo. Me siento frente a la pantalla de la computadora después de acarrear un extenso repertorio de inseguridades, las acomodo a mí alrededor y enseguida me invade el miedo a fracasar en el intento. La práctica a lo largo de los años no disminuye esa sensación y, a estas alturas del partido, lo único que he conseguido es manejar con cierta destreza el arte de tropezar. La verdad es que teclear me confronta con mis vicios, con mi ignorancia y hasta con mi pereza. Depende de la fecha de entrega, pero suelo (¡necesito!) hacer varias versiones de un mismo texto. Después de poner el punto final, lo dejo reposar y, al volver a él, me pregunto: ¿es conciso, preciso y macizo o profuso, difuso y confuso? ¿El tono y el ritmo son los adecuados? ¿Debo tirar parte o, incluso, todo el trabajo? De acuerdo con el pomposo Borges, “uno publica para dejar de corregir”.

En realidad, casi siempre paso más tiempo corrigiendo que escribiendo. “El periodismo es más de nalgas que de cabeza”, me advirtió un día Carlos Marín, “hay que pasar mucho tiempo sentado, escribiendo y corrigiendo”. Releer un texto y sentirse fracasado, sin embargo, tiene sus ventajas: permite cambiar, añadir, liberar, equilibrar, crear. Pero, cuesta asumirlo, llega el momento en que uno vale más por lo que quita que por lo que deja.

No crean que ya tengo esto muy interiorizado. Todavía me enerva un poco porque padezco chorrera de palabras (o “escasa capacidad de síntesis”, que suena más fino). Poseo cierto confort al hacer un reportaje de largo aliento o hasta un libro y, en cambio, sufro como un cabrón cuando me enfrento a una nota o a una columna. “Si tienes problemas de espacio, deberías recurrir a la NASA”, me soltaron un día en la mesa de edición de una revista y entonces tuve que volver a mi escritorio, con cara de perro pateado, para disponerme a cortar un buen número de palabras, mientras los diseñadores, tiranos que imponen los espacios en blanco y las fotos enormes, se convertían en alegres pavorreales (porque, ya saben: llevamos un buen tiempo escuchando el oxímoron “los lectores no leen” y, por eso, ahora es necesario ofrecerles una gran “propuesta gráfica”, como si con ella, ay, ustedes se atreviesen a cambiar la adictiva Netflix, por ejemplo, por un puñado de párrafos. ¡Cuánta ternura destilan los gurús de mierda!).

Hubo un tiempo, también, en el que se apoderó de mí el barroquismo. Porque, antiguo como soy, me dejé llevar por talantes como el de Luis María Anson que, cuando dirigía el ABC, se ocupaba hasta de los pies de foto y, debajo de la imagen que ilustraba un reportaje sobre futbolistas, por ejemplo, se atrevía a poner: “Cientos de ojeadores europeos recorren el continente africano en busca de perlas negras para la corona del deporte rey”. ¿A que es lo más? A ver: es un poco ñoño, no lo voy a negar. Pero también muy épico y envolvente. No obstante, deja por los suelos el estilo sencillo, claro y directo que debe imperar en el periodismo. Así que, después del tropiezo, me vi en la necesidad de abrazar otras formas.

Lo bueno es que en esto de la escribidera tropezamos todos. Corrigen los consagrados y los principiantes (bueno, autores como César Aira y Karl Ove Knausgård se jactan de no hacerlo). Puede aplicarse aquello de “mal de muchos, consuelo de tontos”, pero no nos engañemos: reconforta saber que no estamos solos. “Siempre tengo el temor de no alcanzar lo que me propongo. Al encerrarme a escribir tengo pánico a fracasar”, nos contó hace poco Mario Vargas Llosa en este suplemento. Y también Nélida Piñón: “Yo tacho y corto y corrijo mucho. De La república de los sueños, por ejemplo, una novela de 700 páginas, hice siete versiones antes de publicarla. Es que a mí me encanta lograr un equilibrio entre las frases cortas y las frases largas”. Además, poco antes de morir, Toni Morrison nos dejó claro: “Escribir y leer significa ser consciente de lo que el escritor entiende por riesgo y por seguridad, de cómo alcanza serenamente el sentido y la responsable capacidad de respuesta, o de su sudorosa lucha por alcanzarlos”.

Así que un buen autor no sólo sabe escribir sino, sobre todo, corregir (aunque ello implique sufrir: “Odio escribir. Amo haber escrito”, dijo Dorothy Parker). Y así se nos va la vida a muchos. Pasados unos años, yo sigo intentándolo y no dejo de tropezar, pero a veces siento que cada vez tropiezo mejor. O no.

ÁSS

LAS MÁS VISTAS