El 19 de junio de 1982, 7 mil bloques de basalto dibujaban una cuña frente al Museo Fridericianum, la sede principal de la Documenta VII, en Kassel, Alemania. Se trataba de la escultura social 7000 robles que exhibía “la noción ampliada de arte” de Joseph Beuys, una pieza que sintetizaba la búsqueda de este artista nacido hace cien años en Krefeld, en el estado de Renania del Norte-Westfalia; un gesto conceptual poderoso que utilizaba el arte como una estrategia para activar políticamente a la ciudadanía, la cual se convirtió en coautora al retirar uno a uno los 7000 bloques para después colocarlos horizontalmente y justo a un lado plantar un roble, que crecería verticalmente, un juego visual proyectado en el futuro para reforestar la ciudad. En este llamado ecológico, Beuys planteaba que algo rígido, sin vida, podía transformarse en vida. Sus actos por la defensa del mundo natural se adelantaban a lo que ya se adivinaba: una guerra económica. La acción de mover piedras y plantar árboles tomó cinco años, finalizó en la Documenta VIII (1987), después de su muerte, el 23 de enero de 1986, en Düsseldorf, su hogar desde el fin de la Segunda Guerra Mundial.
Los 7000 robles plantados, que hoy dan sombra, son más que un testamento, más que una declaración de amor a la tierra y a la humanidad. Son la evidencia del concepto de proceso como un acto de imaginación promovido por Joseph Beuys, el chamán-artista que, aun en tiempos pandémicos, el 12 de mayo nos reunió para celebrar el centenario de su natalicio. Tan sólo en Alemania, más de 25 instituciones, repartidas en 13 ciudades, participan en la celebración de lo que se ha llamado “El año de Beuys”, a la que se han unido 17 países entre los que se cuentan Japón, Italia, Suiza, España, Bélgica, Chile y Australia, que revisarán el legado de este artista fundamental para entender el arte contemporáneo (beuys2021.de).
“¿Hacia dónde vamos?”, se cuestionaba Beuys, quien asumía que el arte se trata más de preguntas que de respuestas. ¿Es el arte una fuerza revolucionaria? ¿Cómo se hace un revolucionario? Provocador, transgresor, activista, artista, maestro, ciudadano, a partir de 1964 tejió su biografía a su obra, asumiendo su vida como un material más a moldear. ¿Megalómano? Quizá, pero, como pocos artistas, vinculó el arte con los procesos sociales, no desde la retórica del “arte político” —no le interesaba la reproducción de ideologías—. lo suyo era el arte con política, le preocupaba —y ocupaba— generar pensamiento y modelos que pudieran afectar materialmente el contexto. Deseaba que la materialidad de su trabajo pudiera accionar el entorno, le interesaba activar políticamente el presente para potenciar una energía creativa capaz de transformar el futuro. En 1972 instaló, en la Documenta V, la Oficina de la Organización para la Democracia Directa por Referéndum Libre, escenario de discusiones performáticas donde expuso sus principios durante los 100 días que se estableció, sin duda la exposición de ideas y pensamiento más influyente del mundo. Preocupado por el medio ambiente, fue cofundador del Partido Verde Alemán y, si bien militó algunos años, descubrió que “ser capaz de hacer política significa renunciar a todo potencial de ideas futuras”. Quizá por ello prefirió enfocarse en exaltar la capacidad política del arte.
Beuys afirmaba que “todo ser humano es un artista”. Observaba en las labores cotidianas, en nuestros haceres, una tarea que debía ser realizada desde la creatividad, desde la búsqueda de una expresión. Así nos invitaba a reconocer “la capacidad de una enfermera o la capacidad de un agricultor como potencia conformadora, y a reconocerlas como pertenecientes a un planteamiento de tareas artísticas”, tal como lo señaló en su texto Hablar del propio país: Alemania.
Beuys es parte de una tradición, lo asumía, y lejos de intentar zafarse, la cuestionó al tiempo que se alimentó de ella. Nacido en el seno de una familia católica, se integró metafóricamente a la historia de su país. Durante la Segunda Guerra Mundial fue reclutado por la Luftwaffe. Tenía poco más de 20 años cuando un proyectil ruso alcanzó el Stuka que piloteaba provocando que se estrellara en un pueblito en Crimea, donde fue rescatado por nómadas tártaros, quienes le untaron grasa animal y lo envolvieron en fieltro durante ocho días para evitar que muriera congelado. Renació en aquella región de Krasnogvardeiski. Si bien muchos dudan de la veracidad del suceso, que fue mitificado por él mismo, lo cierto es que resulta la génesis del personaje Beuys. No sólo estos materiales, grasa y fieltro, lo acompañaron el resto de su vida, sino que el hecho impactó su entendimiento y su acción en el mundo: aprendió a reconocerse en otros materiales y a observar cómo la energía se transforma y nos transforma. Aquel día murió el joven piloto y nació el artista que por los siguientes 45 años inspiró e incomodó con su trabajo. Al terminar la guerra se matriculó en la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf.
Polémico, Beuys fue considerado un charlatán por algunos, mientras que otros veneraban al gurú en el que se fue convirtiendo hacia el final de su vida. Atraído por el chamanismo, lo estudió con la misma curiosidad con la que profundizó en la antropología y con la que se empecinó en entretejer ciencia y arte, como lo hizo en 1977 en la Documenta VI, durante la cual exhibió su concepto de circulación en Bomba de miel en el lugar de trabajo, una provocadora pieza que utilizaba la termodinámica como una estrategia para generar plástica social. Al activarse la bomba escondida en el centro del Museo Fridericianum, la miel y la grasa que la recubrían se diluían transformando la energía de los materiales en una metáfora visual del calor que, por si fuera poco, fluía recorriendo el inmueble.
Aunque criticado por mesiánico, no se puede negar que su enfoque como maestro cambió la enseñanza del arte. Si bien fue expulsado de la Academia de Bellas Artes de Düsseldorf, donde fue docente de 1961 a 1972 (y regresó como profesor invitado entre 1980 y 1985), para él la enseñanza era parte de su obra: “Enseñar es la función más importante que desempeño. Enseñar es mi mayor obra de arte. El resto es un producto gastado, una demostración, que sólo tiene la función de un documento histórico”. Para Beuys era evidente que para construir una sociedad más igualitaria era imprescindible diseñar sistemas educativos que respondieran a esta intención. Con este propósito fundó la Universidad Internacional Libre (FIU por sus siglas en inglés: Free International University), junto con el Premio Nobel de Literatura Heinrich Böll, el editor y publicista Klaus Staeck y el pintor Georg Meisteramann, entre otros. Se trataba de un modelo educativo interdisciplinario, abierto y no competitivo centrado en estimular una “creatividad integral”. Este método experimental, arraigado en la experiencia, buscaba inducir a los alumnos no sólo a pensar, sino a actuar, a hacer algo. Si bien no creía en los calificativos de estudiantes exitosos o rechazados (esta postura propició su rompimiento con el sistema educativo y aceleró su salida de la Academia de Düsseldorf), sí exigía un resultado, el que fuera, en cualquier formato: un libro, un dibujo, una escultura… La única condición era que ese “algo” demostrara que la creatividad es la “ciencia de la libertad” y que promoviera “el sentido revolucionario de la creación” como un mecanismo para transformar a la sociedad. Creía profundamente en el ser humano.
Son famosas sus Pizarras, que rociaba con fijador después de trazar sus ideas con gis. Estos dibujos públicos, parte de su legado, reflejan su postura: el arte debe intervenir en la realidad. Para Beuys, educar en el arte era la vía idónea para incidir en el ámbito público, una ruta alterna entre las formas de vida a las que nos condenan el socialismo y el capitalismo. Como otros de sus contemporáneos, trabajó el concepto de desmaterialización del arte, y si bien coincidía en que el arte era un activador de la realidad y del pensamiento, para él —como lo implicaba su “noción ampliada del arte”— una obra de arte verdadera debía transformar la conciencia. Beuys tenía claro que el arte debía cambiar, que debía abrirse y negarse a ser sólo descifrado por la burguesía y a visibilizar las cosas comunes.
Un narcisista para algunos y para otros un genio, Beuys retó a su tiempo y a las convenciones artísticas desde su participación en el movimiento Fluxus, pasando por acciones posteriores como El silencio de Duchamp está sobrevalorado, de 1964 (siempre consideró que su propuesta era tan sólo una provocación burguesa: “Duchamp no es digno de discusión ni de crítica. Hay que tomarlo tal como es, un objeto de arte que tiene su sitio en el museo. Mis obras, por el contrario, son herramientas que proporcionan el debate y la participación”), hasta sus conmovedoras acciones como Me gusta América y a América le gusto yo —también conocida como Coyote—, que en 1974 se presentó en el espacio de su galerista alemán, René Block, en Nueva York. La pieza comenzó al bajar del avión. Beuys, apoyado en un bastón de pastor, se envolvió en una manta de fieltro y fue conducido en una ambulancia hasta la galería, donde convivió durante tres días con un coyote salvaje. Al público se le entregaba un paquete de “herramientas de transformación de la realidad” (un bastón, guantes, una pieza de fieltro, una linterna y una copia del Wall Street Journal) para luego observar, tras una malla metálica, el ritual en el que el artista-chamán y el coyote convivieron hasta reconocerse y abrazarse. O la acción realizada durante los 100 días de la Documenta VI, en la que, uniformado de sí mismo, se sentó detrás de una mesa para presentar y representar a la FIU, la universidad libre que había cofundado un lustro antes, y que proponía, entre otras cuestiones, romper “precisamente esta Historia concebida como Historia del Arte y originar una Historia donde todo se conceptualice a partir del arte”.
Beuys no era un romántico, pero sí el heredero directo del idealismo. Así lo evidencia su postura por unir arte y ciencia, su necesidad por restaurar la unidad entre lo humano y la naturaleza. Quizá por eso se dejaba guiar por la intuición; escuchaba en los materiales otras presencias, así como los poderes invisibles y la magia de esos otros seres con los que compartimos el planeta. Le importaba, también, el lenguaje como un proceso paralelo que le otorgaba expresión a lo espiritual; por ejemplo, en Cómo explicar los cuadros a una liebre muerta (1965) lo ideal y lo real convergen evocando aquella plástica social.
Hacedor de preguntas, revolucionario, conservacionista, gurú, quizá su apuesta ha sido deglutida por el mercado del arte; sin embargo, Joseph Beuys es más que una figura clave del siglo XX; es un creador de futuros, un hombre —¿genial?— que supo moverse con la presión del tiempo y no contra ella. Aun en el siglo XXI, la polémica lo persigue; a pesar del reconocimiento pareciera que fracasó esa revolución interior que él deseaba provocar en la gente. ¿Habrá zozobrado también su noción ampliada del arte? Incluso su ideal de “todo ser humano es artista” parece ya un eslogan; sin embargo, como pocos, asumió la responsabilidad de entenderse como un sujeto político cuya estrategia de transformación es la creatividad.
Quizá para muchos sigue siendo un charlatán o un personaje de culto impreso en camisetas de algodón orgánico, pero el impulso creativo que lo distinguió en vida, su filosofía, su creencia en el arte, sigue contagiándonos. Beuys no creía en el éxito (aunque lo gozó) ni en el fracaso; una obra de arte debía ser efímera, como la vida. Confiaba en el ser humano y en el compromiso del cuerpo social en el arte. ¿Se equivocó? Muchos pensarán que sí, aunque hoy su ímpetu creativo, sus gestos, sigan impulsándonos a la reflexión y a la acción. Esta es su impronta.
Sus preguntas aún nos acompañan en el proceso de dibujar. Sus 7000 robles siguen creciendo en Kassel y este año, una vez más, han reverdecido. En su centenario, Joseph Beuys nos demostrará a través de esta bellísima y conmovedora escultura social que la materia no se crea ni se destruye, sólo se transforma.
No se equivocó: la creatividad es imaginación en proceso.
AQ