El castigo a Ovidio

Escolios

El poeta vivió su propia y horrorosa metamorfosis y pasó de ser un símbolo del éxito y el refinamiento urbano del Imperio romano a un hombre desterrado.

Ovidio, el autor de 'Las metamorfosis'. (Archivo)
Armando González Torres
Ciudad de México /

El estado edénico se caracteriza por la imperfecta distinción y por las constantes mutaciones entre hombres y animales. Esta época de desorden ontológico y frecuentes metamorfosis es maravillosa, pero aterrorizante, porque en cualquier vegetal o animal puede ocultarse un amigo o familiar castigado, un enemigo disimulado o un dios disfrazado; porque el hombre no tiene asegurada la permanencia de su identidad y porque puede mudar su condición orgullosamente humana a las formas más degradantes de supervivencia. Ovidio (43 a. c.-17 d. c.), el delicioso relator de Las metamorfosis, que constituyen la más excelsa e imaginativa síntesis de la mitología grecolatina, vivió su propia y horrorosa metamorfosis y pasó de ser un símbolo del éxito y el refinamiento urbano del Imperio romano a un hombre desterrado, que murió confinado en una alejada colonia, reducido a un estado casi salvaje y rodeado de hordas de bárbaros con los que tenía que comunicarse a señas.

Ovidio nace en una familia pudiente y recibe una educación esmerada que facilita su ascenso social. La destreza de su pluma, su temperamento aventurado y la respuesta que reciben sus primeros empeños estimulan y expanden su natural genio literario y lo llevan a practicar todos los géneros desde la didáctica amatoria (El arte de amar), el poema mitológico-cosmogónico (Las metamorfosis), la tragedia (su perdida Medea), la poesía heroica y de tema nacional (Los Fastos) y, por supuesto, esas obras testimoniales de su sufrido exilio que son Las Tristes y Las Pónticas.

En el apogeo de su fama, justamente cuando acaba de publicar Las metamorfosis, es exiliado por el emperador Augusto. El motivo de su castigo resulta un enigma histórico y hay numerosas teorías: el haber visto desnuda a la mujer del emperador; el ser cómplice de las hijas del soberano en su escandaloso desenfreno; el conspirar contra su soberano o el ser testigo de su vida incestuosa. Sin embargo, más allá del misterioso móvil concreto, suena lógico pensar en la añeja oposición entre poesía y poder. Cierto, Ovidio fue, por decir lo menos, encomiástico con el emperador y cierra sus Metamorfosis con un desmedido elogio a la estirpe de Augusto: “Porque de entre todos los actos de César, no hay ninguno que supere al de haber llegado a ser padre de Augusto”.

De cualquier manera, es muy probable que la tiranía moralizante de Augusto, que se inmiscuía en todos los aspectos de la vida pública y privada, se sintiera amenazada por un escritor libérrimo que brillaba con luz propia; que concentraba y conectaba saberes dispersos; que influía perniciosamente en las costumbres reivindicando el placer, las pasiones y las licencias personales y que, pese a su tono lisonjero, mantenía una discreta reticencia a participar en puestos y decisiones de poder, alegando su vocación poética. Así, frente a la prédica que se pretende única y unívoca, la indómita ambigüedad de la poesía resulta siempre sospechosa o, de plano, intolerable.

ÁSS

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