El cine más allá de la pantalla

Reseña

Álvaro Ruiz Abreu nos traslada a una época dorada del séptimo arte en México con un libro que es parte novela, parte relato autobiográfico, parte ensayo y parte investigación.

Portada de 'El arte del engaño', de Álvaro Ruiz Abreu. (UJAT)
María Teresa Mézquita Méndez
Ciudad de México /

El tentador título de El arte del engaño (Ediciones UJAT, Colección Josefina Vicens, 2023) es solo el principio. En parte novela, en parte relato autobiográfico, en parte ensayo e investigación, este libro es en realidad un gran regalo de Álvaro Ruiz Abreu (1947), una obra de largo aliento que se descubre como una especie de caja de sorpresas donde la nostalgia acompaña al dato y donde el relato, a través de una trama en la que están imbricados los recuerdos y la ficción, despabila al lector que inevitablemente se reencontrará, página tras página, con memorias y experiencias entretejidas con su propia vida.

Así, en principio se podría decir que El arte del engaño es un libro sobre cine. Más aún: sobre cine mexicano. Y sobre cine mexicano “de la época de oro”. Pero el texto es todavía mucho más. Su génesis está en efecto en un viaje cinematográfico y autobiográfico que expande esta mirada desde el autor al entorno de la amistad, la vida cotidiana, la relación del espectador con el cine, los lugares periféricos a lugar de la proyección (bares, cafés, parques, plazas, tiendas, caseríos); es decir, el contenido se propaga y diversifica más allá de la sola asistencia a una función, hacia todo lo que ese mundo “del engaño” tiene de cierto, de vital, de humano, de presente en las conversaciones diarias, de aludido y fantaseado en las elucubraciones y parloteos de habitantes y paisanos.

Como el mismo Ruiz Abreu explica, en esta obra hay ficción y autoficción. Y están por supuesto las notas del investigador universitario, las inserciones de textos del amigo que invita a amigos y amigas a escribir y participar con sus propias vivencias —incluidas confesiones, rechazos, esperanzas no cumplidas y aspiraciones inalcanzadas—, y sus recuerdos y evocaciones; todo bajo el gran signo del cine mexicano, frente a la prometedora pantalla grande de aquellos años de esperados estrenos, de salas oscuras y atiborradas, de divas mexicanas y de canciones, sobre todo de canciones.

Son siete los capítulos en los que ha distribuido Álvaro su libro: “Mi corazón abrió la puerta”, “Espulgar el pasado”, “Tú me acostumbraste: 1957”, “La memoria como libro de texto”, “¿Así es el paraíso, abuelo?”, “Sombra verde” y “Miénteme más”. En cada uno, entendemos, está la voz (las voces) de quienes colaboraron con él enviándole textos sobre sus propias relaciones con el cine en muy variados entornos experienciales, y a continuación la historia que el autor-personaje relata para nosotros, con el cine Victoria como su pequeño Comala, espacio situado en la Barra de Santa Ana, en Tabasco, estrecha franja de tierra situada entre el Golfo de México y la Laguna del Carmen.

Allí, en el Victoria y sus periferias y en aquellos días cuando era presidente Ruiz Cortines, se fundían los sueños de los espectadores con los protagonistas inalcanzables y la información insólita que sobre ellos circulaba de boca en boca, con las noticias de moda y espectáculos, con los deportes, especialmente el boxeo, tan lleno de dolor y pasión como la vida misma.

El Victoria era, en la población de “El Porvenir” el cine que soñó el padre del narrador y que administró el tío Luis Antonio. Espacio que se fue transformando en tres hitos o momentos que el autor describe y que dieron lugar a casi tres cines distintos. Y yo me permito decir que todos tenemos nuestros “cines Victoria” nuestros espacios idos que regresan cuando nos reunimos con las personas con las que compartimos lo que ya no está pero que nos resulta más presente que lo actual.

Decíamos que este es un libro sobre cine pero es mucho más que un libro de cine, porque también lo es sobre música: en sus páginas los títulos de canciones y sus gallardos cantantes y bellas intérpretes nos asaltan entre líneas y nos orillan a buscar en Spotify o YouTube el “cómo iba” aquella canción, o bien a cantarla quedito, distrayéndonos de la lectura: “Cielo nublado”, “Amor perdido” o “Cuando el destino” en la voz de María Luisa Landín; pero también “La múcura” (la múcura (está en el suelo —y ay mamá no pueeedo con ella), en la pegajosa interpretación de Beny Moré, amén de “Usted” (Usted es la culpable), “María Cristina” (María Cristina me quiere gobernar, sí señor) o “Bonito y sabroso”, más todo el repertorio sentimental y bravío del ídolo Pedro Infante. Algo así, nos atrevemos a decir, como la banda sonora de la vida del narrador, cuajada de un cúmulo de evocaciones.

Pero además El arte del engaño es un libro de imágenes: fotografías de Andrea Palma, Juan Domingo Soler, Marga López y Rodolfo Acosta; de una escena de Allá en el rancho grande, con Esther Fernández y Tito Guízar; la maravillosa imagen de Emma Roldán en Los hijos de María Morales de Fernando Fuentes, y la de Amelia Wilhelm y Delia Magaña, más conocidas en “La Guayaba” y “La Tostada” de Nosotros los pobres, de Ismael Rodríguez; una imperdible instantánea del “Enmascarado de plata” en El Santo contra los zombies de Benito Alazraki, 1961 o una toma impecable de Salón México del inmortal Emilio “El indio” Fernández, de 1948; valioso acervo proveniente de archivos de la UNAM, la Cineteca Nacional y Pecime.

El cine Victoria era también una sugerente ventana para imaginar otras ciudades de nuestro país, en particular la inmensa Ciudad de México. Cito el texto: “Gracias a las películas nada actuales y que de manera esporádica, Películas Nacionales distribuía y pasaba el cine Victoria, uno podía escuchar a Los Panchos y Los Tres Diamantes, ver la coquetería de Ana Luisa Peluffo y de Lilia Prado, las caderas de Ninón Sevilla y los labios sensuales de Ana Bertha Lepe y los ojos como dos aceitunas de Elsa Aguirre, uno de los rostros más atractivos de la época; trasladarse a la Ciudad de México y ver sus barrios elegantes y los miserables, y de paso subirse a los tranvías —que yo veía como enormes alacenas para guardar hechos y olvidos, canicas y hombres—, en movimiento. Sabía que lejos de esa costa había una ciudad gigante, monumental, hermosa en blanco y negro.” (p. 157)

El libro avanza hasta una abrumadora contemporaneidad, hasta encuentros filiales con el pasado presente, cuajados de nostalgia y que el lector debe descubrir. La fecha final, que revela el proceso creativo de Ruiz Abreu es más que contundente: Madrid-México, enero de 2001, abril de 2019. Un largo proceso de casi dos décadas para contar, en poco más de dos centenares de páginas, cómo ante el aparente “engaño” del entretenimiento de plata, la mirada termina plena de una realidad, si cabe, todavía más humana.

María Teresa Mézquita Méndez

Directora de la Feria Internacional de la Lectura Yucatán (FILEY).

AQ

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