Un barco, y más uno pesquero, es un país. Una isla flotante en la que los habitantes deben adaptarse a lo que hay: lenguas diversas, multitud de malhumores y cabrones, e incomodidades múltiples. Aparte de los peligros inherentes a la actividad. No así en los cruceros de varios pisos que se adaptan a los caprichos de los viajeros renuentes a abandonar el confort cotidiano de sus pingues vidas.
El viaje, cualquier viaje, comienza al cerrar la puerta por fuera. Al volver, ya nada será igual. Así debe de ser. De eso trata El cóndor en el agua (Yuri Soria-Galvarro, 2022, Ficticia), de las aventuras que se suceden allá donde la tierra dobla y los hombres no se doblan. Tal vez porque ya están doblados por dentro. Así nos lo hace saber el narrador: “el barco por dentro continuaba funcionando con la normalidad de un psiquiátrico”. Este barco que se va convirtiendo en un sitio hospitalario, es decir, en un hospital. Todo aquel que pisa el mar ha de poseer un espíritu impermeable y un estómago irreductible para adaptarse.
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Al leer este relato me invade la nostalgia y la envidia por aquellos que aún pueden aventurarse por sitios inhóspitos a los que hay que adaptarse de una u otra manera. Ya no es así, el sitio ahora debe adaptarse al turista. El turismo deviene de tour, es decir, de un trayecto circular en el que se ha de regresar al mismo sitio y a lo mismo. El turismo es de ociosos y de gente poco aventurera que no quiere dejar nada al azar, o que se somete a un azar programado y controlado. El turista se limita a ver, y ya ni de manera directa, sino a través de su camarita. Colecciona imágenes de un mundo que torna en museo. El turista es un vagabundo con medios que se aburre en todas partes.
Caso contrario a lo que sucede en este pesquero con tripulación de sicóticos y que “Entre todos los comemierdas destaca el cocinero Abelardo”, que no es como el pajarraco amarillo de gran tamaño de Plaza Sésamo, sino todo lo contrario. Un barco de bullying en pleno derrotero. Pero es lo que hay: “Este barco, aunque no nos guste, es nuestra casa. Una casa de mierda, llena de pelotudos, pero igual que en las familias, acá tampoco se puede elegir”.
Gran parte del chiste de la literatura es disfrutar las desventuras de otros al amparo de una chimenea, pipa y güisqui. Así disfruté esta crónica viajera de Yuri, quien ha realizado un largo viaje para llegar hasta al viajero que sabe que la aventura está a la vuelta de la esquina, aunque en el océano no hay esquinas porque es un desierto. Entonces, más que en tierra firme, busca lo exótico en la superficie mínima de esta embarcación, en la infinita complejidad que implica un bonche de hombres en determinado volumen. El espacio es limitado, pero es ahí donde la exploración de Yuri encuentra la inmensidad.
La desgracia que persigue a estos hombres se debe, en parte, a que no se quedan quietos en su habitación, en su casa, como recomendaba Pascal. La otra parte se debe a que tienen que trabajar por aquel berrinche de Dios de ganarse el pan con el sudor de la frente. Aunque no sé si a esas temperaturas de los mares del sur se pueda sudar. Aunque aquel hijo de Dios multiplicó lo peces y tal vez por eso se enojó su papá. Así que Dios, dicen, odia a los desocupados y solo permite el descanso si se trabaja un montón de tiempo.
A los peces hay que ir a buscarlos y, en este caso, bastante lejos. Así el hombre ha expandido la geografía por lo que Marx llamaba la aniquilación del espacio a través del tiempo. Los que conocemos a Yuri sabemos que es un travieso. La travesura proviene de atravesar, de travesía. Yuri viaja por esta vida como en un chiste, pero en serio. Lo que sucede en este barco podría no tener sentido, pero tiene un sentido total.
El libro es breve y su lectura es rápida. Bien decía Quirarte, no Fernando, sino el escritor, que “La velocidad siempre es mucha y nunca es bastante.” Y aún así, el relato está plagado de imágenes poéticas porque en esta vastedad del desierto de agua se presta para cosas como un cóndor atrapado por el agua helada. Acá, mientras, entre tanto que ver, ya no vemos nada. Parece que por allá hay mucho lugar donde estar solo. Por acá sobra la gente y uno a menudo se encuentra solo. Por allá los kilómetros son más largos que mil metros.
Este libro nos recuerda que por más que siempre somos unos intrusos. Un cartel en una isla de ingleses advierte: “Si ve un chileno robando, déjelo, está en su cultura. Ladrones y traidores, somos una raza de mierda los chilenos”.
Este libro de un barco lleno de locos a punto de matarse unos a otros, me hizo recordar aquellos maravillosos paisajes del fin del mundo que tuve oportunidad de recorrer con mis padres hace cosa de cincuenta años. Lo que uno puede imaginar de tales parajes es superado por la realidad. Las imágenes que guardo las llevo puestas. Ahora, hasta tienen que inventar turismo de aventura, haga usted el favor.
Recomiendo ampliamente que lean El cóndor en el agua, pero que antes de hacerlo lo compren, porque “Quién desea escuchar el relato de un viaje fatal…”.
AQ