Junto con Miguel Hidalgo, Benito Juárez representa, como lo ha llamado Vicente Quirarte, al “héroe ético”. De manera inmediata, la imagen que se tiene fundamentalmente del primero es la del libertador, y si bien al segundo también se le atribuye algo de ella, la que representa mejor es la del legitimador.
En El culto a Juárez. La construcción retórica del héroe (1872-1976) (Grano de sal-UNAM, 2020) la historiadora Rebeca Villalobos se detiene en especial en la figura del Benemérito de las Américas y ahonda en los rasgos que se le han asociado a lo largo de un siglo. Como advierte desde las páginas iniciales, no se propuso realizar un libro biográfico sino una investigación para que el lector piense la figura del héroe “de una forma poco habitual”. Para lograrlo, su estudio se detiene en las maneras en cómo la política, el arte y la cultura popular han participado en el encumbramiento de la figura de Juárez como héroe.
Antes de acercarnos a él, cabe mencionar someramente algunos datos históricos. En contra de los despistados que aún ahora creen que Juárez ocupó desde el principio la silla presidencial, es necesario aclarar que tras derrocar los liberales a Santa Anna en 1855, Ignacio Comonfort fue elegido presidente de la república y Juárez quedó como presidente de la Suprema Corte de Justicia. Cuando Comonfort se separa de los liberales, Juárez es nombrado por sus compañeros nuevo jefe de gobierno. Durante la Guerra de Reforma o de los Tres Años le tocó defender el orden legítimo; acabado el conflicto, inmediatamente le tocó enfrentar la intervención francesa y el imperio de Maximiliano de Habsburgo (1858-1867). Especialmente su triunfo en la intervención, garantizó su entrada al panteón de los héroes y, no sin razón, como lo recuerda Villalobos, se le considerará el verdadero consumador de la Independencia nacional. Su asociación con Hidalgo como uno de nuestros héroes fundadores no tardó en establecerse, pero al coadyuvar a fortalecer el régimen liberal es que adquiere la imagen que mencioné de legitimador que fortalecerá la cohesión social.
No resulta extraño entonces que su culto comenzara con su muerte como lo muestra la investigadora. Dividido en tres capítulos, en el primero, de corte histórico, estudia génesis histórica del culto y las cualidades asociadas al héroe. Villalobos destaca el ritual funerario, en el que predomina el elemento político, momento en que nace la imagen del “héroe civil e inmaculado”. En el ritual de la celebración de su muerte, el gobierno comienza la transferencia del sentido religioso al secular, e implanta un nuevo código. “En este contexto, la figura de Juárez adquirió una dimensión superlativa al convertirse en el bastión intangible, es decir simbólico de las glorias republicanas”, anota Villalobos. La imagen del héroe civil, así, fortalece la legitimidad del gobierno. Porfirio Díaz aprovechará esta imagen para reforzar la suya y las fastuosas celebraciones para inaugurar el Mausoleo y el Hemiciclo, lo demuestran. La imagen de Juárez como libertador fundacional junto con Cuauhtémoc e Hidalgo ya estaba fijada, y Díaz quería formar parte de esa constelación.
En cuanto a la representación visual, analiza cómo la pintura y la fotografía fijan y refuerzan la imagen del héroe civil: el gesto solemne y los objetos simbólicos (leontina, banda presidencial, los documentos que representan la ley). Un detalle que destaca la historiadora es que en determinado momento las representaciones estéticas del héroe en pintura, caricatura política y monumentaria corporalmente solo enfatizarán el busto y la cabeza, lo que hará decir a Monsiváis que Juárez es “el eterno guillotinado” de nuestra historia. Precisamente en el capítulo final, “Juárez sublimado”, Villalobos se detiene en el monumento la Cabeza de Juárez, para profundizar en las implicaciones políticas y estéticas del culto (el Mausoleo de San Fernando es otro de sus objetos de estudio); aquí, lo que hace es “proponer un orden de lectura que no ha sido explorado”; para ello la investigadora se apoya en las ideas que sobre lo sublime manejaron Longino (la trascendencia) y Kant y Burke (la emoción).
En la Cabeza convergen otros atributos ligados a lo sublime: la enormidad y lo terrible. El monumento pone fin de algún modo a la manipulación que el Estado priista hizo de la figura de Juárez; se encargó para celebrar el centenario de su muerte en 1972, pero se inauguró hasta 1976. La idea del artista Luis Arenal, heredero de los principios de la escuela Mexicana de Pintura, era que la obra conjugara dos cosas: la figura del héroe como reflejo de sus ideas de libertad e independencia y que integrara a la comunidad. Se ubica en una zona marginal y retoma las imágenes de Juárez en su parte étnica y como luchador social, que priorizaron los muralistas.
Por su monumentalidad y los materiales que se utilizaron, Villalobos encuentra paralelismos con la estética nazifascista en su voluntad de dominio. Su conclusión, que cae en lo sublime metafórico, es ligar el monumento al poder. Para el caso priista la Cabeza manifiesta la idea de mantenerse en el poder eternamente, sin embargo, por el fracaso del proyecto, el monumento queda como una premonición de su futura caída. Es una metáfora del poder que se va, el canto, no del cisne, sino de un dinosaurio que no tardaría en perder su hegemonía. Lo que Juárez ha representado ya no armonizaba con un régimen autoritario y corrupto; una situación semejante a la que vivió Díaz.
Así concluye Villalobos:
“Ubicada en las postrimerías de un régimen político ya desgastado, expresión ella misma de una tosca retórica, la Cabeza de Juárez constituye acaso un indicio de las contradicciones de la cultura cívica mexicana que ha celebrado en Juárez principios a veces tan contradictorios entre sí como la legalidad, la paz, la superioridad racial, la libertad y el poder”.
Con una exposición clara y ordenada, El culto a Juárez cumple con su objetivo de hacer que el lector reflexione la figura del héroe desde otra óptica.
AQ | ÁSS