Leo sobre Proust. Comenzó a escribir En busca del tiempo perdido desde 1907, cuando murió su madre, pero no fue sino a partir de 1914 que el escritor decidió encerrarse a trabajar en su habitación, acostado en aquella cama con la colcha azul que ahora se encuentra en el Carnavalet, el fantástico museo que atesora los lugares y los objetos de la historia de París. Ahí está reproducido con gran detalle el claustro parisino de Marcel Proust, sus paredes forradas de corcho, la cómoda que guardaba sus papeles. Ahí, alimentándose prácticamente de café y pan, la salud cada vez más mermada por el asma y las manías, Proust creó la novela más importante jamás escrita sobre el tiempo y la memoria humana, y dejó para la posteridad un retrato a ratos delicioso, siempre sagaz y a menudo muy cruel de la sociedad parisina de finales del siglo XIX y comienzos del XX.
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Encerrado en su habitación, seguirá las noticias de la guerra de 1914, saldrá de noche a veces al hotel Ritz para entrevistarse con personajes a los que les pide que le recuerden detalles que utilizará en su novela y escribirá largas cartas a sus amigos. Aquella habitación cerrada y ese cuerpo que con la inmovilidad, la alergia y la magra dieta va perdiendo forma y calor, empollan la obra enorme, importantísima: una larga novela circular en la que la recuperación del tiempo, el tiempo de vida recobrado, permite, a su vez, escribir la novela.
Pienso en Proust en estos días de guardarse: ninguna biografía de él omite aquel enclaustramiento que podría parecer excéntrico pero que marca, de alguna manera, la especificidad del personaje. Proust sin la cama de la habitación de la rue Hausmann no es Proust.
Quizá la vida de los escritores no ha cambiado tanto con la obligación de quedarse en casa por la pandemia.
Es verdad que muchos de nosotros necesitamos el encierro, la quietud física para que las neuronas apropiadas divaguen por otras geografías. Pero cuando es involuntario no es tan disfrutable; el caminar del inconsciente pide en muchos casos del caminar de los pies, amén de que no se vive sólo de la escritura. Acostado, escribiendo en su pequeño cajón, Proust se comunicaba permanentemente con amigos a quienes importunaba con toda clase de preguntas sobre el pasado, pero también sobre la marcha de la Primera Guerra; así estamos también ahora, pegados a las redes, al zoom, a las noticias cada vez más enloquecidas y aterradoras: se va la vida y desaparecen nuestros espacios. Pero nadie escribe En busca del tiempo perdido y el tiempo se nos va. O quizá sí. En lo que nos lamentamos del encierro, ¿quedará un tiempo después de este tiempo para recuperarlo y reflexionar sobre él?
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