Otto Dix y Francisco Goya son de mis pintores favoritos. De este último, en especial, soy admirador de Los desastres de la guerra, una serie de grabados donde se muestra la guerra de manera dura y penetrante. Las estampas ofrecen un mundo de pesadilla; Goya no juzga las atrocidades, ni los monstruos, sólo los expone.
Por su parte, Otto Dix ilustró los horrores de las batallas en el frente occidental durante la Primera Guerra Mundial, en sus muy famosos grabados de nombre La guerra. En esta obra podemos presenciar la guerra desde dentro, desde la intimidad, donde se observan animales muertos, vísceras, cuerpos humanos regados por doquier, atorados en los alambres de púas, desmembrados. Se puede oler la putrefacción, las deyecciones y el olor a pólvora. El sexo, la prostitución y el asesinato van de la mano organizando un viaje sórdido hacia nuestro interior.
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Si existe una estética de la violencia, de lo terrible e incluso de la miseria, entonces, como bien lo menciona Eduardo Báez, también podemos hablar de una estética de la guerra. Y en literatura hay grandes ejemplos, aunque tal vez para mi gusto uno de los más refinados y agudos sea Isaac Babel en Caballería Roja. Otro de ellos, sin lugar a dudas, es Eduardo Antonio Parra con su nueva entrega, Laberinto.
Laberinto cuenta la historia del profe, un antiguo profesor venido a menos tras haber sido testigo presencial y víctima de una masacre que acabó casi con un pueblo entero en el norte del país: El Edén. La historia tiene reminiscencias de hechos verídicos que hacen pensar en San Fernando, Tamaulipas, o Allende, Coahuila. Pero eso, a pesar de ser crucial y de hacer una crítica como un latigazo sobre las políticas presidenciales de Felipe Calderón, es sólo el punto de partida de la construcción narrativa que propone Parra.
El profe se encuentra ahora viviendo en Monterrey, deshecho, fragmentado, y ya no le encuentra sentido a la vida. Pasa sus días en automático, cumpliendo con un horario laboral a regañadientes y gastando el resto de las tardes bebiendo en una cantina de mala muerte que es atendida por Renata. Una mujer más o menos de su edad, deshecha físicamente por la vida que ha llevado, bebiendo y acostándose con un hombre diferente cada noche. El profe entre ellos.
Mientras la existencia de este antiguo maestro se va desgastando con la misma lentitud que los hielos de las cubas que consume, un día cualquiera, a punto del ocaso, reconoce entre los parroquianos a Darío, un antiguo alumno de la preparatoria. El profe comienza a rememorar los bellos días de su vida en que todavía conservaba una vocación, cuando le apasionaba compartir sus conocimientos con los jóvenes y aportaba su granito de arena para que se acercaran a la lectura. Y Darío desde entonces era un chico especial, un chico con estrella a quien todos veían con admiración. Darío era novio de Norma, una muchacha precoz que tanto alumnos como profesores deseaban.
El profe, conmovido por tan gratos recuerdos, decide tomar valor y hacer algo, lo que sea, por primera vez en mucho tiempo. Y ese algo es ponerse de pie y acercarse a Darío a saludarlo. El antiguo alumno también lo recuerda con afecto. Ya no son ni por asomo lo que eran por entonces. Ahora son dos viejos derrengados, abatidos por la vida y sus circunstancias, que buscan refugio en la bebida para adormecer un poco su triste realidad.
Ambos comienzan a beber en la misma mesa y se adentran en la noche de la memoria, donde poco a poco se van develando las historias que los unieron, no solamente por haber compartido ese espacio geográfico, y una escuela, sino por haber presenciado hechos terribles que los hermanaron en la tragedia. La noche en que El Edén fue el campo de batalla entre dos grupos criminales, dos fuerzas antagónicas en la que los habitantes del lugar murieron asesinados por docenas. Ambos son sobrevivientes y comienzan a contar la tragedia en fragmentos, desde la trinchera que a cada uno le tocó protagonizar.
La novela orbita en cuatro personajes principales, y va profundizando en cada uno de ellos: el profe, Darío, Norma y Renata. A través de las miradas de los propios personajes, a través de sus propias voces, vamos pelando las capas de la historia como si fuera una cebolla. Cada uno de ellos se va mostrando en sus profundidades a medida que se van quitando las primeras capas. La novela es un ir y venir en el tiempo.
Narrar el horror, narrar la vida. Y como el propio profe lo dice en alguna parte del libro, no son más que “Dos viejos amigos que se reencuentran después de muchos años y se ponen al tanto de lo que han sido sus vidas”. El profe en contrapunto va contando la historia desde su punto de vista. Lo que no pudo ver Darío, sí lo vio él. Y lo mismo por parte de Darío, lo cual va generando un polifonía dentro de la prosa que se agradece infinitamente. La historia se mira desde los ojos de los cuatro personajes, cada uno en su momento. Cada uno de ellos tiene su propio solo.
Con un tratamiento similar al de Otto Dix en su obra La guerra, la sexualidad en Laberinto es un elemento fundamental que rememora a dicha obra. Eros y Tánatos van de la mano en cada línea, y la manera de representar la tragicomedia de la vida recuerda mucho a Isaac Babel.
Y ante esta vasta combinación de violencia, atropellos, sexualidad desbordada, temor deseo y codicia, estos dos personajes toman cartas en el asunto. El profe para sobrevivir. Darío, en cambio, sale de la seguridad de su casa acompañado de Norma para rescatar a Santiago, su hermano menor. Y esta decisión, sin proponérselo, lo lleva a hacer un recorrido por los diferentes círculos del infierno. No sabía con lo que se iba a encontrar y cómo le iba a cambiar la vida.
“La rapiña, dentro del desastre y el desamparo, continúa en la actualidad”, pareciera querer decirnos el autor. La codicia, el hambre y las necesidades primarias. Claroscuros de la condición humana, luz y sombra no solo en la técnica sino también en las diferentes formas en que se puede manifestar un ser humano. Con toda la ternura y toda la crueldad que a veces ni la imaginación es capaz de bordear. Parra, al igual que Goya en Los desastres de la guerra, no juzga las atrocidades, ni los monstruos. Solo los muestra. La guerra es vivida desde dentro, desde la entraña y los lectores acompañamos en primera fila esos desastres, esa crueldad, ese “todosevale” con tal de sobrevivir.
Acompañamos a estos personajes durante una noche, Parra utiliza sus virtudes escriturales como una lámpara que ilumina esas zonas oscuras de sus personajes para entregarnos un cuarteto de figuras entrañables, casi humanas. Figuras hechas de palabras, no de carne, que se vuelven entrañables ante nuestra presencia.
A través del largo viaje de la noche, reconocemos una cantina como escudo del pasado, como centro del universo, como agujero de seguridad que nos invita a dialogar y a repensar nuestra realidad de otra manera, menos superficial, más profunda y humana.
ÁSS