Al comienzo de ¿Cómo leer y por qué?, Harold Bloom dice a sus lectores: “Leer bien es uno de los mayores placeres que puede proporcionar la soledad (…). Lo devuelve a uno a la otredad (…). Leemos no solo porque nos es imposible conocer bastante gente, sino porque la amistad es vulnerable y puede menguar o desaparecer, vencida por el espacio, el tiempo, la comprensión imperfecta y todas las aflicciones de la vida familiar y pasional”.
¿Acaso estas líneas podrían aplicarse también a la experiencia de jugar un videojuego? Solía decirse, en las últimas décadas del siglo pasado, que los videojuegos eran cosas para niños. Algunos adultos veían en el aparatito conectado a la televisión una especie de juguete de mesa, de tiro de dardos electrónico. Lo decían con cierta razón porque miraban, de paso, juegos como Super Mario Bros que consisten en saltar plataformas e ir subiendo de nivel de dificultad. Era menos sabido que ya existían juegos complejos, con otras tentativas, merecedores del calificativo de obras de arte y que recuerdo les llamábamos entonces —unos con tedio, otros con veneración—, “juegos de leer”.
Por mencionar tres de esa época: Chrono Trigger (1995), de Akira Toriyama y Yuji Horii, unánimemente considerado como uno de los mejores RPGs, por su trama, música, mecanismo y personajes; Metal Gear Solid (1998), de Hideo Kojima, pionero en introducir escenas cinematográficas al género; The Legend of Zelda: Ocarina of Time (1998) de Shigeru Miyamoto, inmejorable historia de dimensión literaria. Desde entonces ha habido buenos y malos juegos. Los que quedan para siempre en la memoria y los que olvidamos a los pocos días. Tal como en literatura hay romance novels de sospechosas autorías y sacudidas en páginas escritas por O'Connor. En cine, películas palomeras de The Avengers y las que dirigió Tarkovski. Así sucede en el mundo de los videojuegos: pocos buenos y muchos malos.
Hoy los niños gamers de los ochenta y noventa son adultos. La industria evoluciona a su lado. El nivel de realismo gráfico es mayor. Los viejitos del presente declaran que “¡hasta parecen películas!”. Las herramientas tecnológicas que comenzaron siendo entretenimiento han cambiado hacia otras utilidades: se usan juegos de batallas de guerra como métodos terapéuticos en veteranos con traumas psicológicos, los analistas deportivos explican jugadas con un PS5, los simuladores de manejo sirven de examen en aerolíneas y empresas automotrices. Pero lo que más sobresalta es la influencia que está teniendo en medios cinematográficos, en comerciales, en el arte del cine, particularmente la realidad virtual ¿Cómo se desarrollará y será en el futuro? ¿Habrá un nuevo género? ¿Un híbrido entre el videojuego y el cine?
El cine carece de la sugestión imaginativa de los libros. En las películas los personajes y lugares se presentan en concreto. En los cuentos o en las novelas el lector tiene que inventárselos, crearlos conforme a la narración: es alto, chaparro, güero, moreno, vive en la esquina de tal calle, en tal ciudad. A veces hasta la página 83 se da uno cuenta que el personaje que pensó de cierto modo es en realidad chaparro y de ojos grandes. En el cine uno se deja llevar por la corriente de escenas. Si te duermes frente a la película esta continúa sola. Ahora, los videojuegos tienen una cualidad que no tiene ni el cine, ni la literatura: la libertad de movimiento del protagonista, el control. Puede uno moverse hacia adelante o hacia atrás, derecha o izquierda, girar la cámara o dejar de moverse, y esto es mina de muchas curiosas posibilidades. Los mejores ejemplos están en los videojuegos de mapa abierto como Red Dead Redemption 2, Death Stranding o Grand Theft Auto V. Uno puede adentrarse en esos espacios solo para vivir sensaciones, experiencias. Hugo Hiriart escribió que las experiencias que hemos vivido construyen las posibilidades de lo podemos sentir cuando soñamos. ¿Qué pasará entonces cuando juguemos tal calidad de complejidades con lentes, audífonos y controles en las manos? ¿Serán “cine” o “videojuego” palabras que suenen diferente a los oídos según el tiempo?
Vuelvo a la idea de Harold Bloom: nunca podré montar un caballo en el desierto de Arizona en tiempos de Porfirio Díaz, jamás tendré en las piernas un aparato que me ayude a correr a grandes velocidades, mucho menos volar una avioneta por los cielos de Los Ángeles para luego aventarme con paracaídas, pero los videojuegos seguirán buscando aproximarse a aquello, eso sí, en calidad siempre de espectadores… Apagas la pantalla, cierras la página y los días continúan, pasan los años...
El cine, la literatura y los videojuegos son formas de otredad, por lo que me quedo pensando: ¿el problema de la realidad virtual en exceso no es parecido a lo que le sucede al lector encerrado en su torre con libros, encorvado, hecho bola, y que al salir a la calle parece un náufrago del mundo real?
Alejandro Arras(Ciudad de México, 1992)
AQ