El gozo de los placeres fugaces en el grabado japonés

Libros

El conocimiento de imprimir textos en planchas de madera llegó a ese país desde China, dice Andreas Marks, editor de un libro publicado por Taschen.

Pintores como Van Gogh y Monet se inspiraron en el grabado japonés. (Cortesía: Taschen)
Carlos Rubio Rosell
Ciudad de México /

En los comienzos del siglo XVII floreció en Japón un arte único y fascinante que se conoce como ukiyo-e o “imágenes del mundo ligero”, término que se refiere a la vida transitoria y que, según el budismo, de donde proviene la palabra, cada uno de nosotros debe hacer significativa y valiosa mediante la concentración en cualidades espirituales perdurables.

En la cultura urbana de Edo, hoy Tokio, donde este arte se popularizó alcanzado cotas de maestría inigualables, el concepto fue redefinido como “el gozo de los placeres fugaces”, ya que muchos de los primeros libros ilustrados mediante la técnica del grabado en planchas de madera que se publicaron son de naturaleza erótica y contienen imágenes explícitas, aunque muy pronto surgirían otros temas de la vida efímera, como actores, paisajes, flores y pájaros.

El conocimiento de imprimir textos en planchas de madera llegó a Japón procedente de China, y los más antiguos ejemplos que sobreviven corresponden a textos sobre rituales budistas del siglo VIII. Según explica Andreas Marks, especialista en arte asiático, director del Clark Center de Arte Japonés del Instituto de Arte de Minneapolis y editor del libro El arte del grabado japonés, que el sello Taschen publicó recientemente, el desarrollo de este arte japonés surgió de la estrecha colaboración entre editores, impresores y artistas, quienes trabajaban codo con codo en la producción de libros y estampas. “En contraste con lo que ocurría con una pintura, el grabador no tenía todo el control de sus obras, pues era el impresor quien ostentaba la posesión y financiamiento del proyecto. Bajo su dirección, el artista dibujaba un diseño que era entregado al editor, quien los trasladaba al tallador para crear una plancha, la cual era devuelta al impresor, quien hacía tantas copias como le ordenase el editor, siendo doscientas copias la cifra estándar”.

Este nuevo arte era asequible para la mayoría del público, de forma que permitió que se le abrieran las puertas al mundo del disfrute del arte, hasta entonces limitado solo a los ricos guerreros y comerciantes. Además, como se trataba de una forma de producir y comerciar arte relativamente barata, esta nueva industria editorial alimentó la compra del público con nuevos grabados, los cuales se adquirían más por afán consumista que para coleccionarlos, al tiempo que los compradores influían con la elección de sus adquisiciones en la fama, popularidad y éxito de los temas, formatos, artistas e incluso editores que los publicaban.

Marks relata que el fundador de esta nueva forma de arte fue Hishikawa Moronobu (fallecido en 1694), un pintor que se trasladó a Edo para establecerse ahí como ilustrador de libros y quien ya en 1680 era conocido como “el maestro del ukiyo-e”. “En aquellos primeros años —dice el editor—, el mercado editorial no estaba bien estructurado, como llegaría a estarlo posteriormente, y muchos de los primeros grabados no llevaban el nombre del artista o del editor, una práctica que más tarde se estandarizó en todos los grabados gracias al impulso de los clientes que fomentaron el reconocimiento de los artistas y editores, llegando a incluirse también el lugar de edición”.

Por lo general, los editores vendían los grabados en sus propios establecimientos, y en algunas ocasiones cooperaban con editores de otras localidades con el fin de maximizar las ventas. Los primeros editores reconocidos se localizaban en el distrito de Nihonbashi, el corazón de Edo desde donde comenzaban los principales caminos hacia el resto del Japón y donde los grabados podían venderse tanto a los habitantes de la ciudad como a los viajeros de cualquier provincia.

Marks explica que ya en los albores del siglo XVIII el grabado japonés popularizó las estampas de actores de kabuki, la primera de las cuales puede datarse con seguridad en 1698 y representa un retrato del actor Sawamura Kodenji en el rol femenino de Tsuyu-no-mae, diseñado por Torii Kiyonobu (1664-1729), quien en 1680 se desplazó de Osaka a Edo, donde no solo continuó pintando, sino que comenzó a crear anuncios y manuales de teatro, estableciendo así un monopolio para sí mismo y las sucesivas generaciones de sus discípulos que perduraría siglos, pues Kiyonobu fundaría la escuela de artistas Torii, la cual sigue existiendo, empleando su distintiva técnica de dibujo llamada hyotan-ashi mimizugaki, literalmente “dibujo calabaza con forma de pie, lombriz de tierra”, popular por sus líneas audaces y sus poses expresivas.

En cuanto a las dimensiones de los grabados, Marks señala que se fueron regulando en la medida en que determinados tamaños de papel se popularizaban en cada época. “Los pliegos de papel podían ser usados en su totalidad para un solo diseño o podían dividirse en distintos diseños cuyos segmentos eran calculados matemáticamente para después poder cortarlos y venderlos por separado. Un hosoban, por ejemplo, era un tercio de un oban y apareció por primera vez en 1700, antes de que predominara en el mercado entre 1740 y 1750, especialmente para grabados de actores. Los polípticos realizados en los hosoban, en su mayoría dípticos y trípticos, en los cuales una sola imagen se desplegaba en grandes pliegos, se convirtió en un formato más popular. Por ese tiempo, numerosos teatros kabuki funcionaban en Edo y sistemáticamente representaban nuevas obras todos los meses, las cuales podían ser parte de su propio repertorio, variaciones del mismo o estrenos absolutos. En ese ambiente, las celebridades de Edo eran los muy bien pagados actores y las cortesanas de alto rango (tayu y oiran), quienes se preparaban en el arte de la caligrafía, los arreglos florales, la ceremonia del té y otras formas de entretenimiento, y sus fans los seguían a través de los grabados, ya que solo unos cuantos podían estar físicamente cerca de ellos”.


Los albores

Los primeros grabados eran coloreados a mano mediante una brocha de forma individual, y se conocen como tan-e por el uso del pigmento naranja, aunque el amarillo también se empleaba, y a finales de 1710 apareció en el mercado un tipo de grabado que usaba el rojo (beni-e), el cual se caracterizaba por la aplicación de un pigmento de esa tonalidad extraído de la flor del cártamo. No obstante, más tarde se añadirían más colores a la paleta, especialmente el azul, el púrpura y el marrón. “En 1765 —precisa Marks—, el artista Suzuki Harunobu (1725-1770) perfeccionó las obras multicolor con sus calendarios, considerados los primeros ejemplos de grabados en colores vibrantes, los cuales fueron llamados nishiki-e o brocados impresos, debido a su parecido con los lujosos tejidos. Este tipo de grabados dejó prácticamente obsoletas las producciones anteriores y se convirtió en el no va más alrededor del cual se consolidó el mercado de grabados en Japón hasta la decadencia de este arte a comienzos del siglo XX”.

La época dorada de los grabados japoneses en madera llegó a finales del siglo XVIII. Uno de los principales artistas fue Torii Kiyonaga (1752-1815), el cuarto líder de la escuela Torii, quien definió una nueva estética aportando imágenes de bellas mujeres muy altas y esbeltas, las cuales expresan una gracia hasta ese momento desconocida. Al mismo tiempo, otros dos artistas, Hosoda Eishi (1756-1829) y especialmente Kitagawa Utamaro (1753-1806), coparon el mercado. Eishi, un samurai de alto rango que se convirtió en pintor en la corte shogun, cambió los pinceles por el lápiz, concentrándose enteramente en la elegancia a la hora de dibujar sus bellezas, a las cuales a veces presentaba en grandes perspectivas de hasta cinco pliegos. En el caso de Utamaro, sus grabados fueron de inmediato aclamados desde que se consolidó como ilustrador de libros de distintas temáticas, incluyendo obras explícitamente eróticas como el “Poema de la almohada” (Utamakura), cuyo mayor logro deriva del uso de grandes cabezas y acercamientos en los retratos de bellas mujeres en las cuales se enfatiza el atractivo de sus rasgos faciales más que en sus suntuosos atuendos.

Con el fin del siglo aparecería en la escena del grabado japonés un estudiante de la escuela Sunsho que se independizó de ésta a la muerte de su maestro y que a la sazón es quizá uno de los más famosos artistas japoneses: Katsushika Hokusai (1760-1849), quien se adiestró inicialmente como grabador de planchas y a finales de 1790 se dedicaba principalmente a diseñar libros de poesía y surimono, una suerte de poemarios privados que se distribuían entre círculos de acaudalados poetas amateurs. En los primeros años del siglo XIX Hokusai estableció su propio estudio al cual asistían muchos alumnos, y volvió al mercado comercial, diseñando sobre todo series de pequeños grabados de paisajes y unos cuantos oban. Por otra parte, Hokusai pasó la mayor parte del tiempo ilustrando novelas junto con libros eróticos, como los tres volúmenes de Semillero de pinos en el primer día de la rata (Kinoe no komatsu), que contiene la imagen de una bañista que es complacida por dos pulpos, imagen que ha fascinado al público desde que fue diseñada, demostrando la desbordante imaginación de Hokusai. Publicado en 1814 encontramos el libro Escenas incidentales de Hokusai (Hokusai manga), un manual de dibujo que muestra plantas, animales y gente, y cuyo éxito hizo que diversos editores le pidieran más dibujos, llegando a publicar cerca de 4 mil escenas en doce volúmenes durante su vida, más tres volúmenes de manera póstuma. Sus paisajes han sido muy famosos, sobre todo por Bajo la ola de Kanagawa (Kanagawa -oki nami-ura), comúnmente cocida como La gran ola, de su célebre serie Treinta y seis vistas del monte Fuji (Fugaku sanjurokkei), publicado entre 1830 y 1833.

Las estampas japonesas eran conocidas en occidente por un puñado de personas gracias a la mediación de los holandeses, pero la apertura del Japón de mediados del siglo XIX permitió que mucha gente, especialmente artistas, pudieran formar parte de esa nueva audiencia, como Vincent van Gogh o Claude Monet, quienes se inspiraron en esas composiciones, en su color e imaginería.

Según comenta Marks, el influjo de los ideales de occidente ha hecho surgir diversas preguntas acerca del arte clásico japonés, y algunos artistas tienen la impresión de que el sistema comercial y colaborativo mediante el cual fueron creadas las estampas las descalifica para poder ser llamadas “auténtico arte”. Sin embargo, el recorrido a través de 250 años de historia del grabado japonés con planchas de madera que se ofrece en el libro El arte del grabado japonés, permite al lector apreciar con claridad que se trata de un conjunto de obras que emocionan, deleitan y sorprenden por la calidad y fuerza expresiva de sus trazos, donde fluye y aflora la vida en todo su esplendor y profundidad; es decir, que se trata de un arte en toda regla.


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