El horror del cólera

Historia

A los 14 años, Charlotte Stoker, madre del autor de Drácula, atestiguó la epidemia que diezmó a Irlanda; años más tarde, a petición de su hijo, narró su experiencia.

La epidemia de cólera llegó a Irlanda en 1832. (Wikimedia Commons)
Laberinto
Ciudad de México /

Bram Stoker, el hombre que escribió 'Drácula', tuvo la fortuna de tener por madre a Charlotte. Además de criar a una familia de siete hijos, se dio tiempo para realizar una labor social impresionante: apoyó escuelas para sordomudos, apoyó la lucha de las mujeres y defendió el derecho que tenían a ser capacitadas. El año de la llegada de Bram al mundo, en 1847, el mismo de la invasión estadunidense a la Ciudad de México, una serie de misteriosas fiebres atacaron a la niñez, y nuestro futuro autor fue uno de los mas afectados. Hasta los siete años permaneció la mayor parte del tiempo en cama, circunstancia que se veía compensada por leyendas y sucesos reales contados por su madre. Charlotte tenía 14 años cuando atestiguó la epidemia de cólera que diezmó la población del oeste de Irlanda. Bram le pidió que pusiera sus experiencias por escrito y el resultado está ante los ojos del lector.

Vicente Quirarte

​En los días de mi temprana juventud, el mundo se vio seriamente conmovido ante el terror de una nueva y terrible plaga, la cual iba sembrando desolación en todos aquellos lugares por los que pasaba. Mostraba tal regularidad en sus avances, que la gente podía muy bien decir dónde iba a aparecer luego y hasta casi el día en que era de esperársele… Contribuían a acentuar sus horrores lo extraño y misterioso de su contacto, así como el anhelo del hombre de contar con la experiencia o el conocimiento acerca de su naturaleza, cuando no la mejor forma de resistir sus ataques.

En ese tiempo vivía con mis padres y hermano en Sligo, ciudad de provincia situada en la posición oeste de Irlanda. Esto sucedió mucho antes de la era de los ferrocarriles y, me imagino también, que de los buques de vapor, pues la noticias viajaban con gran lentitud. Los rumores de la gran plaga atronaban en nuestros oídos de vez en vez, y los hombres aludían a este tipo de cosas lejanas como si pensaran que jamás podrían aproximarse a ellos. Sin embargo, poco a poco el terror fue creciendo conforme se nos decía que el mal rondaba cada vez mas cerca. “Ya está en Francia”, decían; “Ahora en Alemania”; “Ya llegó a Inglaterra”.

Luego, con frenético horror, empezamos a escuchar los susurros de boca en boca: “¡Ha llegado a Irlanda!” A causa del miedo, los hombres comenzaron a manifestar su egoísmo, lo suficientemente grande como para atraer la directa venganza de Dios sobre nosotros.

Recuerdo vívidamente una de esas acciones. Un infortunado viajero cayó enfermo a la orilla del camino, a unos kilómetros del pueblo. ¿Y cómo fue que lo atendieron los samaritanos? Cavaron una fosa y con largas pértigas lo empujaron, aún vivo, hacia el interior, y rápidamente lo cubrieron con tierra sin que aun hubiese muerto. Al igual que Sodoma, nuestra ciudad pagó con gran severidad semejantes crímenes.

Luego procedieron a cavar zanjas a través de los caminos que apuntaban hacia los puntos de donde supuestamente provenía el cólera, precisamente con el propósito de romper cualquier tipo de vínculo con los distritos infectados. Pero de nada sirvió… de nada.

Una noche nos enteramos de que cierta señora Feeny, mujer en extremo obesa y maestra de música, había muerto súbitamente, y que por disposiciones del doctor había sido enterrada una hora después. Aflorando la palidez a sus rostros, la gente se miró entre sí y en voz baja susurró la palabra: “¡Cólera!” Sin embargo, al día siguiente los susurros se convirtieron en un hondo rugido generalizado y en muchas casas yacía un muerto, cuando no dos o tres. Una vivienda podía verse atacada y la que seguía salvarse. No había manera de decir quién sería el próximo en morir, y cuando alguien se despedía de un amigo, lo hacía como si ya nunca más fuese a verlo.

"A causa del miedo, los hombres comenzaron a manifestar su egoísmo, lo suficientemente grande como para atraer la directa venganza de Dios sobre nosotros".
Charlotte Stocker

Al cabo de unos cuantos días, la ciudad se convirtió en zona de muertos. No había otro vehículo en circulación que las carretas destinadas para el cólera o los coches de los médicos, mucha gente emigró, y no pocos contrajeron la plaga, y murieron en el camino. Al principio muchos de los doctores “la hicieron buena”, como ellos decían, mas luego fueron cayendo uno a uno, y nuevos elementos acudían para llenar los huecos, para luego verse éstos a su vez reemplazados por otros.

La mayoría de los clérigos de todas las creencias huyeron, y muy pocos eran en verdad los casos en los que procedía a leerse el servicio luctuoso para los finados.

El Gran Hospital de Enfermería y Fiebre del Condado fue convertido en centro para atender casos de cólera, pero fue por demás insuficiente para satisfacer los requerimientos de la situación. Las enfermeras perecían unas tras otras, y nadie podía encontrarse que las reemplazara como no fueran mujeres de la peor catadura, las cuales casi siempre se hallaban ebrias, y eran tales las escenas que allí se perpetraban que el solo escucharlas hacía que la carne se pusiera de gallina.

Hubo un sacerdote católico romano que permaneció en el lugar (tal vez haya sido otro, pero solo supe de este). Se llamaba Gilern, y él mismo nos dijo que se veía obligado a permanecer días tras día y noche tras noche en la gran escalinata de piedra, provisto de un látigo, con el fin de impedir que las miserables arrastraran a las pacientes escaleras abajo, tirándoles de las piernas, con sus cabezas golpeando contra los escalones, antes de que murieran.

Cuando llegaba un nuevo grupo de enfermos, para los cuales no había camas, lo habitual era disponer de aquellos que estuvieran embotados con opio y más próximos a morir, retirándolos a fin de procurar espacio a los recién llegados. Se decía que a muchos de ellos los enterraban vivos. En una ocasión un hombre llevó a su esposa a cuestas hasta el hospital, y como estuviera en una agonía penosa, le amarró un pañuelo rojo alrededor de la cintura con objeto de aminorar su dolor. Esa noche, al regresar al hospital, le dijeron que ella había muerto y yacía en la morgue. Fue entonces a buscar el cuerpo para procurarle una sepultura mas decorosa que la que ahí podían darle (la costumbre era cavar una enorme zanja, poner cuarenta o cincuenta cadáveres sin ataúdes, arrojar cal sobre ellos y rellenar la tumba). El hombre alcanzó a ver la punta de su pañuelo debajo de varios cuerpos, los cuales fue retirando hasta que encontró a su esposa. Entonces se dio cuenta de que aún estaba viva. Se la llevó a su casa donde se recuperó, y vivió todavía muchos años.

Había un personaje curioso en la ciudad, un hombre de elevada estatura que había sido soldado y al cual solían referirse como “El espigado sargento Callen”. El individuo contrajo el cólera, lo dieron por muerto y entonces mandaron traer un ataúd. Como el encargado de fabricar los féretros siempre tenía preparada una dotación de éstos —pues los entierros seguían de inmediato al fallecimiento—, las cajas eran de tamaño mas bien uniforme y, obviamente, muy pequeñas para el alargado sargento Callen. Cuando los encargados de meterlo se dieron cuenta de que no cabía, tomaron un enorme mazo para romperle las piernas y hacerlo entrar. El primer impacto hizo que el sargento saliera de su estupor; enseguida se levantó y se recuperó. Más adelante, solía yo ver con frecuencia al hombre.

Poco a poco nuestra propia familia dejó de salir o de tener noticias sobre lo que acontecía en el exterior. La última noche que salimos fuimos a visitar a la familia del recaudador de impuestos, el señor Holmes. Integraban una familia numerosa el padre, la madre, la abuela, tres o cuatro hijos, tres hijas y un pequeño nieto. Los dejamos a las nueve de la noche ya la mañana siguiente, doce horas después, nos enteramos de que el señor Holmes, su madre, dos hijos y una hija, así como el niño pequeño habían fallecido.

Después de eso (que ocurrió al sexto día de la aparición del cólera), permanecimos casi todo el tiempo en el interior de la casa. Se mantenía un proceso contante de fumigación, afuera de todas las puertas y ventanas se colocaban platos en los cuales se vertía de vez en vez ácido vitriólico. Cada mañana, tan pronto nos despertábamos, nos daban a cada una dosis de whisky espesado con jengibre, en proporciones adecuadas a nuestras edades. Poco a poco la calle en la cual vivíamos se fue quedando desierta, pues a nuestros vecinos que fallecían se los iban llevando en grupos de dos y tres. Una mañana (al noveno día) fueron cuatro a los que se llevaron, muertos, de la casa de enfrente. Nuestros vecinos a ambos lados también fallecieron. En una de estas viviendas dejaron sola y enferma a una pequeña niña llamada Mary Sheridan, y hasta nosotros llegaba su llanto. Le pedí permiso a mi madre para que me dejara ir ayudarla, y presa de temores, consintió en que fuera. La pobre Mary murió en mis brazos una hora después. Regresé a casa y en vista de que me fumigaron bien, resulté ilesa.

Ciertos tipos de comestibles eran casi imposibles de conseguir, sobre todo la leche, ya que a la gente del campo no se le podía convencer de que se aproximara a la ciudad condenada. Nosotros teníamos una vaca, y muchas personas (mujeres a las que sólo conocíamos de vista) acudían a rogarnos que les diéramos un poco de leche para sus hijos pequeños. Solían dejarnos las jarras en el quicio de la puerta; la llenábamos y luego se las llevaban.

Por la noche, a lo largo de las calles solían quemar varios toneles y otros materiales combustibles para purificar el aire; los recipientes con su resplandor en medio de la oscuridad, adquirían un aspecto extraño, sobrenatural. Las carretas y camillas destinadas a los casos de cólera estaban provistas de campanas, lo cual acentuaba el horror, mientras el fabricante de féretros, un hombre llamado Young, acostumbraba a tocar a las puertas preguntando si no necesitábamos ataúdes.

Era éste es un clima que difícilmente podría soportarse y como pocos tenían el temple necesario para hacerle frente, decidimos pedirle al señor Young que desistiera de sus ofrecimientos. Pero aun así, él insistía en volver, y yo le dije que si regresaba le arrojaría agua. Al día siguiente tocó la puerta, como de costumbre, y sobre su cabeza cayó todo el contenido de una gran jarra de agua. El tipo se sacudió, luego, se me quedó mirando con una mueca diabólica y agitando el puño me dijo: “Si te mueres en una hora no habrá féretro para ti”. “Gracias”, le contesté. “Para entonces ya no me importará”. El hombre no volvió más. Uno tras otro los días transcurrieron sin ningún cambio significativo. Pero la plaga no cedía. Cada mañana, al despuntar el día, un grito solía escucharse de habitación en habitación por toda la casa: ¿” Amaneció alguien muerto?” Sin embargo, misericordiosamente resultamos ilesos. A lo largo de toda nuestra desolada calle sólo la familia del doctor Little y la nuestra nos mantuvimos sin pérdidas.

Había ciertos días en que el cólera tenía efectos más fatales que en otros, y en esos días podíamos observar una espesa nube de aspecto sulfuroso suspendida a baja altura por encima de la casa, y luego supimos que habían encontrado pájaros muertos en la orilla de Lough Hill.

Temprano en la mañana del catorceavo día, mi madre alcanzó a oír un gran ajetreo entre las aves del gallinero que había en el traspatio, y al acudir a ver qué sucedía encontró a varias de ellas muertas o agonizantes. Regresó y nos dijo que había llegado el momento de partir y que empezáramos a empacar. Así que juntamos unas cuantas cosas, mandamos la vaca hacia una pradera vecina donde había agua, le suplicamos a la gente de los alrededores que la ordeñaran y utilizaran la leche, porque a las diez de la mañana todos nosotros (es decir mi padre, mi madre, dos hermanos, un sirviente y yo) enfilaríamos a bordo de la diligencia rumbo a Ballyshannon, donde vivían algunos amigos de mi padre. Estábamos convencidos de que podrían alojarnos por unos cuantos días mientras encontrábamos un lugar dónde vivir.

Era una mañana húmeda y lluviosa y no sentíamos de los más miserables, como si presintiéramos lo que nos aguardaba a continuación. Todo iba bien hasta que llegamos a kilómetro y medio de distancia de una población situada a unos seis kilómetros de Ballyshannon; en ese momento el cochero fue interceptado por una turba de hombres armados con palos, guadañas y rastrillos. A la cabeza de ellos iba un tal doctor John Shileds, individuo medio loco, hijo de uno de los galenos más prominentes y uno de los más respetados ciudadanos del condado. Sin embargo, no había seguido los pasos de su padre. Detuvieron la diligencia, nos ordenaron salir y también bajaron nuestro equipaje. No había súplica alguna capaz de convencer a esos hombres de que nos dejaran pasar. El miedo los había enloquecido. Tras una larga discusión y numerosas amenazas de represalias legales, permitieron que el cochero prosiguiera su camino, en tanto que a nosotros nos dejaron en la orilla del camino, sentado sobre nuestros baúles, con frío, mojados y casi sumidos en la desesperación. Mi padre temía dejarnos para ir a buscar ayuda, pero luego al cabo de una hora y media, vimos el carruaje de mi tío seguido por una carreta que se aproximaba hacia nosotros.

Uno de mis primos venía en ella. La familia se había enterado de nuestra situación y él había salido con el propósito de recogernos y procurarnos alojamiento. Un viejo sirviente de la familia, que tenía una caballeriza, había traído su carreta en honor a los viejos tiempos. Nos subimos entonces a los vehículos, pero a la aproximarnos a Ballyshannon se nos dijo que no podíamos permanecer ahí, que lo más que podrían permitirnos era atravesar la población. Mi tío tenía una vieja amistad, la señora Walter, en Donegal, aproximadamente unos 30 kilómetros más adelante; así que nos aconsejó que nos dirigiéramos allá y le escribió una nota suplicándole que nos alojará por unos días. Así que continuamos nuestro camino, mi madre y los hijos en el carruaje, y mi padre, el sirviente y el equipaje en la carreta.

Ahora llovía como si el cielo y la tierra quisieran fundirse. Poco después, tras recorrer unos 16 kilómetros, mi padre empezó a lucir muy enfermo. Sacamos entonces nuestra dotación de medicinas contra el cólera (sin las cuáles nadie osaba moverse siquiera un metro). Sin embargo, no teníamos un trasto en el cual pudiéramos mezclarlas. Uno de los cocheros corrió hacia una de las cabañas del campo y suplicó que le prestara en una jarra con un poco de agua. La mujer se la proporcionó pero al devolvérsela la hizo añicos y cuando le ofrecimos un poco de dinero, dijo que lo dejáramos sobre el camino, que lo recogería luego, ya que temía tocar cualquier cosa proveniente de nuestras manos.

La enfermedad de mi padre no era cólera, sino una consecuencia de lo que había padecido de frío, ansiedad y agotamiento, por lo que pronto se halló lo suficientemente bien para continuar. Poco después entramos en Donegal, pero de alguna manera habían anunciado nuestra llegada y al encontramos en la plaza por la cual habíamos ingresado, vimos que se hallaba repleta de hombres que aullaban como dementes. En un santiamén se apoderaron de nosotros y de nuestro equipaje, bajándonos violentamente de los carruajes. Nuestras pertenencias fueron apiladas en el centro de la plaza; nos colocaron encima de ellas y enseguida se dejó escuchar con clamor: “¡A la hoguera con los infectados de cólera!” Estábamos seguros de que nuestra última hora había llegado y permanecimos tan callados como pudimos, tratando de resignarnos a nuestro destino. Afortunadamente, el oficial que estaba al mando del regimiento acuartelado en la ciudad era un hombre humilde humanitario y presto a la acción. Las puertas del cuartel se abrieron hacia la plaza y en un lapso increíblemente corto ordenó a las tropas, las cuales nos rodearon formando un cuadro, por cada uno de cuyos lados se plantaron con la bayoneta calada ante la turba.

Ahora no hallábamos relativamente a salvo, pero en condiciones deplorables. Mojados con frío, desamparados y rodeados por una multitud enardecida que ya ni siquiera estaba dispuesta a dejarnos continuar nuestro camino. Entonces los magistrados decidieron reunirse con el fin de decidir que se iba hacer con nosotros, y (lamento tener que decirte esto de un sacerdote de Cristo) entre ellos el más severo y menos misericordioso fue el prior de la parroquia. Mientras tanto, alguna persona caritativa nos envió una gran jarra de té caliente y una hogaza, la cual recibimos con enorme gratitud. Eso fue todo cuanto comimos ese día.

Los magistrados decidieron que no se nos debería dejar pasar sino enviarnos de vuelta por el camino por donde habíamos llegado, bajo el resguardo de los militares, quienes nos protegerían de la furia de la turba. Así que nuevamente se procedió a cargar nuestros equipajes y enfilamos el camino de regreso, custodiados por nuestra escolta, la cual nos abandonó tras avanzar unos diez kilómetros. En ese momento celebramos un consejo de guerra con objeto de determinar lo que debía hacerse. Los cocheros nos previnieron de que debíamos aguardar hasta que cayera la noche, y entonces ellos nos conducirían por otro camino hacia la casa de nuestros primos en Ballyshannon, donde estábamos seguros de que nos acogerían si una vez más conseguíamos llegar ahí.

Guiaron entonces los caballos y aproximadamente a las diez de la noche llegamos sin ser detectados. Nuestros primos nos dieron una cálida bienvenida. Nos dieron de comer y asearon nuestros pies, y justo cuando comenzábamos a sentirnos bastante cómodos, escuchamos un poderoso estruendo proveniente de la calle y la voz de nuestro viejo enemigo, el doctor John Shields, clamando porque no sacaran de la casa. Pero ahora la ventaja estaba de nuestro lado, y nuestros primos se negaron a abrir las puertas.

El alboroto continuó hasta que finalmente llegó el magistrado en jefe de la ciudad, acompañado de dos doctores, quien cortésmente solicitó se les permitiera entrar. Se les dejó pasar con la condición de que se abstuvieran de cualquier tipo de violencia, y tuvimos que someternos a un examen médico. Nos declararon libre de cólera hasta ese momento. Sin embargo, la casa fue puesta en cuarentena bajo la consigna de que nadie podía salir por algunos días.

Al término de este lapso, pudimos vivir en paz hasta que la plaga cedió, y luego volver a Sligo. Al llegar allí, descubrimos que la hierba había invadido las calles y que cinco octavas partes de la población habían fallecido. Teníamos serios motivos para agradecer a Dios que nos hubiese dejado sobrevivir.


Traducción de Ignacio Quirarte

ÁSS

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