La megamarcha del 27 de noviembre pasado culminó con el discurso de Andrés Manuel López Obrador donde definió su doctrina política y su forma de gobernar, que para él son indisociables, como “humanismo mexicano”. Llevaba años el presidente coqueteando con el sustantivo, al que el “mexicano” pretende darle un mayor anclaje situándolo en una comunidad específica, hacerlo universal y nacional a la par, connotado también su peculiaridad. “Necesitamos heredar una teoría propia”, dijo modestamente el primer mandatario. Hasta en los conceptos, él quiere ser el guardián de su legado. La definición, no obstante, es vaga y ecléctica.
El humanismo cívico, sabemos, surgió en el Renacimiento italiano y definió al hombre como un ser político que se realiza dentro de una república virtuosa de ciudadanos libres. Nuestro humanismo —resumió López Obrador— significa no aceptar “el derrotismo”; sostener “que el progreso sin justicia es retroceso”; fijar como cometido del Estado “crear las condiciones para que la gente pueda vivir feliz y libre de miserias y temores”; estar ciertos de que, “más allá del crecimiento económico, es fundamental desterrar la corrupción y los privilegios para destinar todo lo obtenido y ahorrado en beneficio de las mayorías del pueblo y, de manera específica, en beneficio de los más pobres y marginados”; saber que el poder “solo es puro y virtuoso cuando se pone al servicio de los demás”. Lo específico de estas “ideas universales” residiría en que se apoya tanto “en nuestra grandeza cultural milenaria” como en “nuestra excepcional y fecunda historia política”.
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No se trata aquí de esclarecer si esta “teorización” corresponde a la práctica, aunque el presidente sostenga que aquélla se sustenta en los hechos, sino de tratar de caracterizarla. Recusar el derrotismo es más una actitud que un principio, por lo que quedaría fuera de la doctrina obradorista a pesar de que sea una expresión de su personalidad, de su manera de hacer política. La reivindicación de la justicia distributiva en oposición a la economía política, la búsqueda de la felicidad colectiva como fin del Estado, y la batida contra los privilegios y la corrupción recuerdan las comunidades armónicas y austeras de Rousseau y del primer socialismo, con la diferencia no menor con respecto del socialismo romántico que en ellas no era el Estado sino la sociedad la que se gobernaba. Que el poder pueda ser “puro y virtuoso” suena más a un dogma de fe que a una doctrina política. En este sentido, la formulación obradorista tiene muy poco de propia.
Ahora bien, para López Obrador la singularidad de la doctrina está dada por el contexto de la grandeza cultural milenaria y de una excepcional historia política (parece referir a los pueblos originarios, los liberales decimonónicos y la Revolución mexicana). La peculiaridad, entonces, no corresponde a las ideas mismas, moduladas o reformuladas por una situación particular, de una historia concreta, sino porque anida en México. Lo mismo se podría decir de cualquier cosa y habría tantos humanismos como naciones que lo asumieran, incluso si carecieran de una grandeza cultural y de una excepcional historia política como las nuestras. En ese caso su humanismo sería más precario.
Este galimatías no fue óbice para que un diputado panista denunciara el plagio y la tergiversación del concepto, reclamando para su partido la paternidad semántica del “humanismo político”: “el concepto es propio de Acción Nacional”, sentenció Javier Lozano. El pan aseguró tener pruebas de que el postulado lo asumió desde su fundación, es más, “es el único partido humanista de México”, porque solo Acción Nacional sostiene que “toda actuación política debe poner en el centro y como beneficiara a la persona”.
Interesante que la derecha católica se sintiera estafada. Si nos remitimos a los principios de doctrina del pan, en 1939 exclusivamente habla de “persona humana”. La actualización de 1965 consigna que el ser humano es “persona” y ve la política “no como oportunidad de dominio sobre los demás, sino como capacidad y obligación de servir al hombre y a la comunidad”, mientras que el desarrollo económico “debe formar parte de un esfuerzo de elevación humana completa”. Será en 2002 cuando Acción Nacional mencione explícitamente el “humanismo económico” y “humanismo bioético”, más no refiera el “humanismo político”. Reitera que la persona humana es “protagonista principal y destinatario definitivo de la acción política”. El humanismo económico se expresa como “economía social de mercado” y orienta una política económica que prioriza en sus decisiones “a la ética y parte del hombre, su dignidad y sus derechos”. En tanto que el humanismo bioético “afirma el valor de la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural y el derecho de cada persona a que su vida sea respetada de manera total”.
Hasta donde alcanzamos a ver, ni López Obrador teorizó el “humanismo mexicano”, ni tampoco Acción Nacional patentó el “humanismo político”. Más claro es que el primero destaca la desigualdad y el otro acentúa la libertad, con un trasfondo cristiano común, sea como un poder para hacer el bien o como un poder para proteger la vida.
Carlos Illades
Profesor distinguido de la UAM y miembro de número de la Academia Mexicana de la Historia. Autor de Vuelta a la izquierda (Océano, 2020).
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