En “Pálido caballo, pálido jinete”, de Katherine Anne Porter, la protagonista, Miranda, quiere gozar al máximo los últimos días de asueto de su pretendiente, el recluta Adam, que parte a la gran guerra europea y a lo que ella considera una muerte segura; sin embargo, una temible plaga de gripe la postra en un lecho de hospital. Cuando semanas después, cadavérica y avejentada, Miranda vuelve en sí, se entera de que Adam murió contagiado de gripe antes de partir al frente. En 1918, en vísperas del armisticio de la Primera Guerra Mundial, comenzó una pandemia de gripe que amorataba las pieles, inflamaba los pulmones y hacía delirar, y que pronto generaría una de las mayores calamidades sanitarias, económicas y demográficas de la historia moderna, provocando la muerte de decenas de millones.
- Te recomendamos Christo: un monstruo del arte contemporáneo Laberinto
La gripe se propagó globalmente gracias a la enorme movilización de la Gran Guerra y otros conflictos paralelos. No se disponía de ningún tratamiento, ni existían sistemas de salud pública o suficientes profesionales que permitieran mitigar el daño de la enfermedad sobre la población. Pese a su descomunal impacto, esta catástrofe tiene un lugar poco preponderante en el catálogo de horrores del siglo XX y, desde su denominación como “gripe española”, hasta las múltiples incógnitas sobre su origen, morbilidad y mortalidad, la mayor pandemia del siglo XX está llena de interrogantes y equívocos.
Laura Spinney, periodista científica británica, escribió hace un par de años El jinete pálido (Crítica, 2018); una visión panorámica de esta enfermedad que trata lo mismo la naturaleza del virus que la produjo que la situación de la medicina a inicios del siglo pasado o las secuelas de la enfermedad en ánimo y el arte de la década ulterior. Contra una visión que tiende a centrarse en las metrópolis, la autora ofrece postales de la propagación de la enfermedad en distintos países y regiones (India, China, Persia, Brasil, Sudáfrica, Rusia, Alaska) y reflexiones sobre la asimilación de la enfermedad en diversas culturas. En muchos lugares la enfermedad fue concebida como un castigo divino, en otros como una guerra biológica, en otros como producto de los miasmas de los pobres y, por ello, las actitudes hacia la afección oscilaron entre la resignación y la dictadura sanitaria.
Por lo demás, para 1918, la medicina no podía ofrecer muchas alternativas: se recetaban aspirinas, quinina, sangrías, o alcohol y tabaco para matar los gérmenes y, por supuesto, abundaban las pócimas fraudulentas. También, cuando la fe en los remedios se agotaba, se acudía a misas, rituales de magia o bodas negras y, a la sombra de la enfermedad, florecieron algunos milenarismos. A pesar de su cauda de destrucción, la pandemia dejó pocos testimonios artísticos directos, aunque la autora sugiere que mucho del gusto mórbido, el ánimo bipolar y la euforia cargada de nihilismo suicida de los años veinte constituyen disimuladas cicatrices de esa traumática peste.
SVS | ÁSS