Una noche de 1975, George Harrison llegó “acompañado por una hermosa dama” a Lupita de México, el restaurante londinense donde Joaquín Sabina cantaba rancheras para poder sobrevivir en la capital inglesa. Al darse cuenta, el andaluz autoexiliado se acercó a la mesa del ex beatle y le susurró “desafinadamente” una melodía. Quién sabe si Harrison entendió la letra, pero sonrió y le dio al famélico cantante una generosa propina de cinco libras. “Pensé en no gastarlas y hasta en enmarcarlas. Pero la verdad es que el propósito me duró lo que tardé en llegar al pub más cercano”, recuerda ahora, entre risas, Joaquín Sabina, el hombre que todavía no se considera adulto.
Sabina —la indumentaria negra, la voz aguardentosa— llegó el otro día al edificio del Instituto Cervantes, que antes fue un banco, para depositar lo que pomposamente llamaron “su legado”. Bajó hasta la cámara acorazada, hoy “contenedor de la cultura en nuestra lengua”, y en la caja de seguridad número 1237 metió su icónico sombrero bombín, su vieja y amarillenta colección de la revista literaria argentina Sur, en la que Victoria Ocampo dio cabida a lo más preciado de la intelectualidad hispana (“casi todas las obras de Borges se publicaron primero ahí y fue un refugio más para los exiliados españoles”, recordó), cuatro dibujos de unos gallos de pelea, otros dos de una pareja asturiana, la primera edición de su libro de sonetos Ciento volando de catorce, cuatro fotografías con amigos, entre ellos Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, y dos manuscritos: el de la canción “Que se llama Soledad” y el del soneto Puntos suspensivos.
Luego, en un coloquio público, sin quitarse las gafas de sol (¿a quién se le ocurre citar a un bohemio al mediodía?), contó los detalles de “su legado” y soltó anécdotas y reflexiones. Estaba acompañado por sus amigos escritores Benjamín Prado, Luis García Montero y Nativel Preciado. Todos coincidieron en que el éxito del vasto repertorio de Sabina, con el que varias generaciones se identifican, reside en que habla de “lo básico” en esta vida: el amor, la amistad, la pasión y la huella del pasado. “Es que las canciones tienen la ventaja de que se incorporan a la memoria sentimental de la gente y así viajan a todas partes”, intervino el autor de “19 días y 500 noches”. “Con las canciones la gente se alegra o llora o se consuela o se enamora o hasta se casa.”
Hacía falta tequila para aderezar la charla, pero Benjamín Prado ya venía animado: “¿Alguna vez te has sentido cantante, Joaquín? Porque yo siempre te he visto como un escritor”. Sabina se sorprendió con la pregunta, se acomodó en el sillón y espetó: “Nunca pensé que sería cantante. Mi principal pasión es leer. Y todavía hoy, en mi casa apenas escuchamos música. Yo, más que cantando, siempre me recuerdo escribiendo”, afirmó, quizá para que la Academia sueca se entere y, ya que le dio el Nobel a Bob Dylan, también lo tome en cuenta a él. “Volví de Londres cuando se murió Franco y me di cuenta de que las canciones que yo quería escuchar no sonaban en la radio, que no se ponía atención a las letras, que les faltaba magia. Y me propuse dignificar a la canción”, remató, como para dejar bien claros sus méritos. Parecía que el público iba a levantarse de sus asientos para exigir el Nobel (o por lo menos el Cervantes) para el ídolo cuando, de pronto, Nativel Preciado quiso saber qué ha sido del montonal de dinero que su amigo ha ganado. “Lo he despilfarrado con los colegas y lo que me queda será para mis hijas, para evitarles la situación que está sufriendo ahora la juventud, que vive peor que sus padres”, arguyó.
Las preguntas y las respuestas (y la donación de “su legado”, que es mucho más de lo que depositado en la caja de seguridad) iban encumbrando al cantautor, hasta que la sinceridad lo traicionó y entonces volvió al redil: “No he sido nunca un padre ejemplar, ni un marido ejemplar ni un amante ejemplar. Pero sí he sido un amigo leal”. No cantó y dijo que a lo mejor en año y medio volverá a hacerlo, sólo para decir hola y adiós. O sea: que ya piensa en la retirada. Antes de desatar los aplausos de todos los asistentes, apresuró la charla (no fuera a ser que nos dieran la una, las dos y las tres), carraspeó y se puso nostálgico: “Hace muchos años me prometí que no iba a ser adulto, porque los adultos son unos hijos de puta. Pues bien, ya he llegado a los 72 años y todavía no me considero un hijo de puta. Con eso me basta”. No te mueras nunca, Joaquín.
AQ