Un buen retrato no se limita a plasmar lo mejor posible los detalles en el cuerpo, el rostro o la piel de sus modelos, sean arrugas, forúnculos, estrías o cicatrices, el color exacto de los ojos, el matiz amarillento de los dientes o las uñas ni la mueca que revela a un ser insatisfecho o melancólico, ladino o rencoroso. En un buen retrato se puede apreciar no solo la imperfección de una hipotética belleza ni la insólita apostura que hay en lo feo o lo repugnante, sino que es posible atisbar aquello que hay dentro de un personaje, eso que guardan la cáscara epidérmica y la armadura de los huesos: el perfecto retratista asoma al alma y descobija los vicios, las virtudes, los complejos, las patologías que la apariencia encubre; su vocación no es la de un simple observador, es la del médico forense que ejecuta autopsias rápidas para determinar la ventura o la fatalidad, la grandeza o el ridículo de los egos que pasan por su mesa de trabajo.
- Te recomendamos Cantinflas: el relajo, pero con orden Laberinto
He aquí algunos ejemplos: un fotógrafo suertudo y haragán, cuya mayor virtud es el desparpajo. Ese obrero de la lente que vive a salto de mata capturando escenas de conciertos y en su tiempo libre pasea a los perros de su jefe, consigue ligarse a una maestra de yoga pero el infortunio le cae al probar el concubinato en la casa donde habita el fantasma de un rockero; un Caín más ojete que el que mató a su hermano, porque el asesinato no es tan cruel como la humillación y el despojo de lo más amado. Hagamos posar a un loser cuya mejor idea es el suicidio asistido para saldar sus deudas impagables; a unos rancherotes anonadados por sus encuentros cercanos del tercer tipo, sin muchas naves pero con luces de colores y alienígenas enanos; a una fitness hiperbuena que, tal como dictan las leyes de la atracción, la ponen loca los opuestos: verracos, paquidermos, mastodontes. Mientras más sebosos, grotescos y pesados, esa fitness pierde la chaveta y se hunde alegremente en caricias y fluidos tan espesos como la pringue que supura al fuego el chicharrón prensado. O a un cantautor con un talento tan perfecto como el azabache deslavado de su dermis, que prefiere evaporarse, fantasmear antes que depreciar sus aptitudes musicales a través de la atracción mediática del Poder Prieto. O a un albino que renuncia al sombrero, el overol de mezclilla y las botas al encontrar el sentido de la vida en las enseñanzas del Maharishi Mahesh Yogi. Ese menonita comete una transgresión tan ominosa, como si un cura católico asistiera a un rito de palo mayombe.
Entonces, con semejante runfla de bufones, Venus, infantas y meninas, ¿cómo hacer buenos retratos?
Velázquez sabe cómo hacerlos. Con el pulso firme y la plumilla bien calibrada por la experiencia (no en la pintura, en el relato), ha conseguido una desternillante colección de efigies y bodegones digna de un museo de payasos, mequetrefes y fantoches, sublimados por el vértigo del humor negro, la sabiduría de los bajos fondos (territoriales y mentales), la exquisitez de los ambientes cochambrosos, la glotonería de los deseos fatales y el abismo que siempre acecha a todo corazón sincero.
Las historias reunidas en El menonita zen ensamblan un cuadro de creaturas de pelaje extravagante, cuyos delirios dan fuerza centrífuga a escenas sin rubor ni liviandad, que llevan al lector del aplatane al éxtasis, de la sonrisa a la estruendosa carcajada, pues como en sus otros libros (Cuco Sánchez blues, La biblia vaquera, La marrana negra de la literatura rosa, La efeba salvaje, Despachador de pollo frito), las creaturas de Carlos Velázquez no provienen solamente de algún umbrío gueto psíquico sino del mundo real que suele contemplar (y transitar), uno de los narradores más irreverentes del cuento mexicano contemporáneo.
AQ