Hay algo incómodo en las obras de Mary Beard: me resultan admirables sus investigaciones académicas, pero sus obras de opinión como intelectual pública y afamada, me sorprenden de mal modo. Hallo, en su feminismo, algo de narcisismo y necedad: adocenado, inercial, inferior a otros. Tanto, que casi no me creo que sea la misma Mary Beard historiadora y hasta filóloga latinista, capaz de pasmar a su lector. La claridad, la agilidad narrativa de su historia romana, SPQR (Editorial Crítica, 2016) no deja traslucir el gran trabajo exegético y el pesadísimo andamiaje que requirió la obra para terminar en esa saga que comienza con Cicerón y termina un milenio después, en “Roma fuera de Roma”.
De aquellos andamios rescató después algunos tramos para otras construcciones en la misma plaza. Uno de ellos, La risa en la Antigua Roma (Alianza, 2022). No es su mejor libro, en buena medida porque los libros sobre la risa son imposibles: ningún chiste sobrevive a su explicación. Ni Erasmo, ni Bergson, ni Freud. Incluso la de Aristóteles decidió desaparecer: ni rastro de la parte de la Poética que trataba sobre la comedia. Es que el humor difícilmente pasa de una lengua a otra y, a veces, ni en su propia historia. El latín de la Roma antigua es aun más lejano al latín del Medievo, que el español del Cantar de Mío Cid, a nosotros. Muchos debemos esas lecturas a Alfonso Reyes, Dámaso Alonso, o a otros del mismo calado.
Hay quienes pueden descifrarlo directamente. Yo no. Pero quien se haya asomado a las páginas latinas de Cicerón sabrá que no hay latín suficiente para leerlo sin pertrechos: gramáticas, diccionarios... Una oración ciceroniana puede iniciar hoy y terminar nunca, de modo que no tiene nada de raro que Cicerón haya pasado por los siglos con esa catadura severa, autoritaria, de orador, jurista y litigante. Seriedad mortal. Justo el tipo de autor que los estudiantes rehúyen. Y no es que sea solamente aburrido, sino cargoso, pesado, cuesta arriba: los estudiosos del latín avanzan lento en aquellas páginas y, los demás, mejor leemos traducciones que por necesidad pierden sal y pimienta. Pero abundan los testimonios de sus lectores directos, como Quintiliano o Plutarco, que no sólo lo admiran como autoridad intelectual sino como escritor estimulante y, más: lleno de esa forma del humor que, en español, se llamó “ingenio”, y en inglés wit.
Mary Beard rescata a ese Cicerón de las puntadas que pinchan la solemnidad con que lo envolvieron los siglos. No es poca cosa. Ni el mismo Agustín de Hipona, tan influido por Cicerón, parece reconocer el humor que todavía hallaban Quintiliano y Plutarco. A lo largo de la Edad Media, el latín vino desvencijándose y, por ejemplo, Tomás de Aquino ya no podía navegar sin bártulos en las páginas de Cicerón. Beard no se acerca al Renacimiento, pero añadamos a la historia dos personajes. Petrarca quiso recuperar aquel “latín viril” (así dijo) de Cicerón, y alcanzó a escribir una carta al papa, donde lo tuteaba, a la vez que cometía nuevos y muchos errores. Lo enmendó el sabio Lorenzo Valla, “el Perfecto”, el mismo que exhibió la falsedad de la “donación de Constantino”, y el primer ejemplo moderno de una lectura directa: Cicerón recuperaba sus signos vitales. Y el olvidado witticism, el ingenio, halló de nuevo casa en las formas de la oratoria y el litigio forenses.
Quién sabe qué tanto influyó el renovado Cicerón en las cosas públicas y políticas, pero uno de los rasgos que distinguen a la modernidad reside en el uso de las formas que van de la sonrisa de la ironía inteligente, a la carcajada satírica asestada al adversario. Púas y pinchazos a las pompas y boato de quienes se toman demasiado en serio. Y es que una buena puntada de risa no sólo desarma al poder, sino que, al tirarle el tinglado, deja emerger la verdad que el otro quería ocultar con su impostura.
No hay que espantarse: el humor suele tener costos. Y Mary Beard cita a Plutarco: “Cicerón no sólo se hallaba en casa con la risa. A veces, se dejaba llevar por sus propias bromas hasta el punto de la bufonería [...] y solía tratar asuntos graves con ironía y risas hasta perder el decoro”. Quintiliano, el mayor admirador de Cicerón, se pregunta si muchas de aquellas bromas y chistes eran dignos de una persona elegante, o decente, que aspirara a la altísima magistratura del consulado. Con todo, al fin, Cicerón no sólo llegó a Cónsul: le devolvió la dignidad al cargo.
AQ