Cuando volteamos a ver el pasado, muchas veces nos produce un rotundo aborrecimiento, si no es que, en el mejor de los casos, condescendencia o lástima. ¿No es extraño advertir que hubo una época en la que se creía que las piedras podían ser hembras o machos? ¿O que, ante la peste negra, las heridas eran limpiadas con excrementos u orines para evitar que la enfermedad se propagara? Epitafios antiguos que son más afectuosos con los caballos que con las mujeres, la Inquisición y sus hogueras, seres humanos exhibidos en zoológicos: ejemplos de este calibre nos confrontan con nuestro asombro y repulsión.
Todos quisiéramos regresar sobre nuestros pasos. A la distancia es difícil comprender otras formas de pensar y actuar porque tenemos una imagen mucho más amplia de sus consecuencias, matices y catástrofes. Esto hace que el paso del tiempo se nos figure como un cúmulo de aciertos o errores encadenados. Sentimos vergüenza al voltear atrás y no poder cambiar lo que ya fue; ya sea al examinar el devenir de la historia o, incluso, al contemplar nuestra corta existencia: en fotografías que nos hacen lucir peinados extravagantes o cuando una red social nos recuerda aquello que escribimos hace algunos años. El pasado nos atormenta porque es definitivo: saluda con la mueca inamovible de un animal disecado.
Si el ayer nos parece grotesco es porque permanece rígido aunque ya no nos reconozcamos en él. El conocimiento de la historia nos llena de cautela: nos hace pensar qué tan cerca estamos de todo eso que hoy nos resulta un disparate o fallo. Exhibe nuestro miedo a equivocarnos. No queremos ser evaluados como nosotros juzgamos a nuestros antecesores: no deseamos ser vistos como los ingenuos, los malvados o los ignorantes. Es una suerte de pudor histórico, un temor a quedar mal. Nuestras acciones más mínimas se sienten inscritas en una piedra pesada que habrá de ser dictaminada por ese futuro con rostro de padre regañón que gusta de reprochar y emitir su sentencia sobre lo acontecido.
Hoy en día lidiamos con dos grandes imaginarios: ese revisionismo histórico y un mañana poco alentador. Una serie de calamidades ecológicas, sanitarias y sociales nos dan motivos suficientes para ser pesimistas y creer que un futuro, bordado en milenios extensísimos, no existe. Como no creemos durar mucho más aquí, parecería que lo que más nos importa es al menos no ser vistos con desdén por ese último eslabón de quienes nos sucedan. Acaso los valores más codiciados de nuestra época —el prestigio, la fama, el culto a la personalidad— tiñen también nuestra relación con el porvenir.
Por eso, vale la pena preguntarnos por qué nos preocupa estar parados en el bando incorrecto de la historia: ¿es el compromiso con un ideal lo que nos mueve o, simplemente, el miedo al ridículo? Sospecho que hay una línea sutil entre la justa empresa por no querer repetir los errores del pasado y la obcecación por estar en lo correcto. No nos gusta ser rechazados del convite histórico como quien no es invitado a una fiesta. Basta con recordar los últimos acontecimientos mundiales para constatar lo mucho que nos importa tener la razón, saberlo todo y pontificar desde nuestro púlpito. Conflictos políticos, medidas de seguridad sanitaria… hablamos de cualquier tópico con sapiencia e ilustración voluptuosas, pero el azar hace que nuestras verdades se diluyan tan pronto han salido de nuestros labios. El exceso de información, en lugar de sembrar más nuestra capacidad de dudar, se ha convertido en un arma disparadora de profecías.
Si las videntes y los augures han fascinado a tantas culturas tan distintas quizá sea porque subliman nuestro terror a la incertidumbre. Nos reconfortan al anular aquellos puntos ciegos de la trama que nos producen zozobra. Pero, ¿no será que perdemos muchas oportunidades para imaginar el futuro libremente por la terquedad de predecirlo y no fallar? La especulación atrevida puede ser un antídoto para el exceso de soberbia. ¿Qué tanto cambiarían nuestras interacciones cotidianas si nos dejáramos acoger por nuestra propia ingenuidad? El desafío es doble: habría que dejar la palabrería de lado para convertir nuestros anhelos en acciones concretas, pero sobre todo, aceptar el misterio de lo que viene, la fatalidad de que no siempre será tan sencillo saber qué es lo correcto.
Laura Sofía Rivero.(Ciudad de México, 1993)
AQ