El Nobel y los galgos

Los paisajes invisibles | Nuestros columnistas

Frente a las dictaduras, la palabra escrita es el antídoto al veneno que aniquila pueblos, destruye al espíritu y devasta a la imaginación.

Vista general del banquete del Nobel en el Ayuntamiento de Estocolmo. (Foto: Pawel Kopczynski | Reuters)
Iván Ríos Gascón
Ciudad de México /

El Nobel de Literatura es el único galardón en el rubro de las artes, que se asemeja a las carreras de galgos o a las peleas de gallos (ni el Pulitzer ni el Médicis, ni el Goncourt ni el que ustedes quieran, genera tanta expectativa, pasan de noche para los aficionados a la sapiencia de almanaque). En vísperas de anunciarse al elegido, el Nobel se vuelve tema recurrente de tertulia o de sobremesa, suscita debates y promueve apuestas, e incluso, fomenta controversias entre quienes defienden a sus autores favoritos para esa especie de Olimpo en vida, con la única autoridad que les otorga su potencial de apreciación literaria, sea ilustrada o silvestre, docta o bluff. Y aunque ya hay menos ingenuos que ignoran (o lo pretenden) que, históricamente, en la decisión de la Academia sueca influyen intereses o enroques geopolíticos y culturales (el escándalo sexual de 2018 marcó un impasse que reforzó esa necesidad de cubrir cuotas para recuperar el prestigio manchado) la ruleta gira cada año y se vuelven a poner las fichas.

Ahora que sabemos que la francesa Annie Ernaux obtuvo el premio, y que comenzarán a aparecer aquí y allá expertos en su obra, en tanto que las librerías se inundarán de títulos nuevos o reediciones a toda marcha de sus libros para cuentas alegres de las editoriales, las listas de los aspirantes o prospectos retornan al cajón para rehacerse el próximo año, porque esa carrera de galgos es irrenunciable en las charlas de los eruditos de café o de la bohemia esnob habituada a las apuestas.

Se argüirá, dentro de doce meses, que Haruki Murakami tiene más méritos que, digamos, Ngügi wa Thiong’o (el autor keniano que apareció, inesperadamente, en el repertorio en el que siempre han figurado Margaret Atwood y Anne Carson y, de hecho, en el que la Ernaux también fue nominada permanente), e incluso más virtudes que el otro colado en la lista, Stephen King, porque, dirán los fans del escritor nipón, en la literatura pop también hay niveles, y After Dark o Kafka en la orilla son rotundamente superiores a Cujo, Christine o Eso.

Algunos volverán a respaldar a Michel Houellebecq, a sabiendas que el Nobel podría incitar la furia de las hordas mojigatas, hipocripolíticamente correctas o sensibles a los asuntos espinosos de la condición humana (léase Plataforma) o favorecer a Salman Rushdie, quien, a pesar de que el conjunto de su obra posee suficientes atributos de grandeza literaria, de recibir el premio, podría poner en riesgo la seguridad nacional de Suecia.

En la carrera de galgos, los ganadores a veces no se eligen por un amplio consenso sino que se imponen. Pienso, por ejemplo, en Ismaíl Kadaré. A sus 86 años, Kadaré quizá nunca sea considerado, a pesar del sublime universo que ha construido desde la disidencia, la rebeldía y la crítica, porque lo único capaz de derribar la perversidad del totalitarismo es el arte de la novela. Leyendo a Kadaré, entendemos que frente a las dictaduras, la palabra escrita es el antídoto al veneno que aniquila pueblos, destruye al espíritu, devasta a la imaginación y, en cuanto sea posible, dominará los sueños.

AQ

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